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La noche eterna
Calles de la Ciudad Vieja, Praga
2 de agosto de 2011, a las 23:10
—Señores, con su permiso, creo que me voy a ir a descansar al hotel. Mañana tenemos por delante otro día y creo que la comida checa no es muy compatible con mi estómago —expuso Michelson a la salida del restaurante de cocina tradicional al estilo de Bohemia en el que acababan de cenar.
—Yo me apunto a ese plan. Mis pies están pidiendo una tregua a gritos —intervino Gracia Galo.
El comisario Ólafur Olafsson y el inspector Ramiro Sancho intercambiaron miradas cargadas de interrogantes.
La jornada había arrancado temprano con una reunión en la Oficina Central Nacional de la Interpol en Praga, en la que Michelson expuso a la policía local los detalles de la investigación.
Según establecía el protocolo de actuación establecido en los casos de búsqueda y captura internacional, el mando de las operaciones correspondía a los cuerpos de seguridad del país.
Por tanto, las responsabilidades del grupo se veían reducidas a la coordinación y soporte de las mismas, quedando descartado cualquier tipo de intervención directa sobre el terreno. Los integrantes del grupo eran conscientes de que estar fuera de sus fronteras implicaba no poder portar armas, lo cual no significaba que todos lo aceptaran de la misma forma. No se sabía si esta circunstancia era la que lo había provocado o no, pero era un hecho que el inspector Sancho se había mostrado muy irascible durante todo el día.
Robert J. Michelson consiguió que les cedieran provisionalmente un amplio despacho para los cuatro en la propia OCN y, mientras él se encargaba de poner en marcha y alimentar la maquinaria burocrática, el comisario Olafsson, la inspectora jefe Galo y el inspector Sancho salieron a la calle. Este último propuso empezar recorriendo los puntos de la ciudad que estaban directa o indirectamente relacionados con Kafka, pero no había previsto que fueran tantos.
Acompañados en todo momento —aunque a cierta distancia— por dos patrullas del grupo de intervención de la policía checa, la agente Kovák les guio a requerimiento de Michelson. Mónika Kovák no era el prototipo de mujer checa, a pesar de haber nacido en el mismo corazón de Praga.
Los ecos de una relación anterior con Michelson todavía resonaban en las paredes de la OCN, pero ninguno de sus miembros se interesó por conocer los detalles. Empezaron por preguntar en todos los comercios de las calles aledañas a la plaza de la Ciudad Vieja, muy cerca de la casa en la que nació el escritor. También entraron en hoteles, hostales y pensiones, pero nadie afirmó reconocer el rostro de aquel hombre. Cuando la inspectora jefe Galo pasó al lado del reloj astronómico, elevó fugazmente la mirada para admirar la belleza de las singulares y embelesadoras esferas que conformaban aquella maravilla artesanal, fruto del amor entre el arte y la ciencia. Por su parte, Sancho solo tenía ojos para ver la hora en la que darían con una pista que les pusiera tras los pasos de Augusto.
El sol calentaba con fiereza el empedrado de unas callejuelas estrechas y anegadas de visitantes; era como si cada piedra quisiera recargarse de energía para los muchos días en los que los rayos del astro rey no hacen acto de presencia en Praga.
Tras un breve almuerzo a base de salchichas en un puesto ambulante, se desplazaron al Callejón del Oro, dentro del complejo del castillo, donde Kafka vivió durante dos años en la casa de Bbilekgasse en compañía de su hermana. La minúscula casa pintada de azul turquesa no era más que un reclamo para los cientos de turistas que se agolpaban frente al número 22 de la calle esperando pacientemente su turno para entrar a verla. Ólafur Olafsson pensó que ninguna cara llamaría la atención en aquel maremágnum de rostros, y no se equivocaba. Instantes después, la agente Kovák les condujo hasta los alrededores del palacio Golz-Kinský, el museo Kafka y el parque de Chotek, uno de los lugares que más inspiraron la obra del escritor checo. El grupo remató la jornada visitando algunos de los cafés que frecuentaba el padre del surrealismo literario, como el Slavia o el Louvre. En todos ellos cosecharon la misma suerte: ninguna.
—Yo necesito disolver la sobredosis kafkiana en algún licor más fuerte que la cerveza checa —propuso el comisario islandés.
—Sé que no necesitas compañía, pero si no te molesta que te acompañe un tipo tan apuesto como yo, me sumaré contigo en ese proceso —propuso Sancho.
—Preferiría a la agente Kovák, pero…
Con un «Cuídense muchachos, les espero a las 09:00 en la OCN», Michelson se montó en el taxi.
Gracia hizo lo propio segundos después dedicando a Sancho una mirada pesarosa que este no supo cómo interpretar.
—Se preocupa por ti, no le des más vueltas —observó Ólafur Olafsson.
El pelirrojo se metió las manos en los bolsillos del pantalón y comenzó a andar.
—¿Adónde vamos?
—El tipo de la puerta del restaurante al que he preguntado me ha dicho que aquí cerca está la calle Dlouhá, donde parece ser que hay varios tugurios. Me ha recomendado el Bombay Bar —expuso el islandés— y que digamos al camarero que vamos de su parte, que es buen amigo suyo.
—Y que será el que le pague la comisión que hayan acordado…
—Supongo. ¿Qué más da?, cumple los dos requisitos que le he pedido.
—Que son…
—Da de beber y cierra tarde.
—Cuando el vaso rebosa, no hay prisa ni hora —afirmó en español.
No había mucho ambiente en el Bombay. A pesar de que la decoración del bar estaba diseñada para generar un ambiente cálido, lo más cercano a tal calificativo eran los esófagos de los allí presentes, rescaldados ya por el alcohol. La absoluta predominancia de tonos pastel y el moderado uso de la iluminación no eran nada casuales, tampoco el hilo musical de balneario. La barra ocupaba todo el largo del local y, aunque era la zona que registraba mayor densidad de población, todavía había varias butacas libres al fondo. Sin necesidad de abrir un debate, ambos se encaminaron hacia las dos primeras que vieron libres.
—Four Roses con hielo —se apresuró a decir el islandés.
—Jameson, también con hielo.
Los dos policías dedicaron los siguientes instantes a observar su entorno. La clientela estaba compuesta fundamentalmente por ejecutivos y algún grupo reducido de turistas; todos, por encima de los cuarenta. Tardaron unos minutos más en entablar conversación.
—El tipo de la puerta nos ha recomendado un geriátrico; ha acertado —expuso el comisario.
—La Sodoma y Gomorra del jubilado —definió Sancho arrancando una ligera sonrisa del comisario. El primer trago a la copa de bourbon hizo que esa expresión se reforzara.
—No parece que vaya a ser fácil…
—Nunca lo es.
—No, no suele.
—¿A qué te refieres exactamente? —preguntó Sancho.
Ólafur Olafsson guardó las gafas en el bolsillo de la chaqueta y se acarició el bigote con la palma de la mano.
—Estaba pensando en acostarme con la agente Kovák, pero no creo que le gusten los cincuentones isleños.
—Ni los pelirrojos.
—Tampoco —sentenció—. Puede que, incluso, nos resulte más sencillo agarrarle a él.
Sancho dejó el vaso en la barra y lo empujó ligeramente con el índice.
—Se me ha escurrido entre los dedos en tres ocasiones, y no soy capaz de quitarme la última de la cabeza. Si le hubiera disparado en aquella taberna de Belgrado, mi madre estaría ahora tomando el fresco y de parloteo con sus vecinas.
—O visitando al insensato de su hijo en la cárcel. Seguramente le habrías provocado una muerte más lenta y dolorosa que la que tuvo.
—Tú no sabes cómo la mató.
—Ya. Quien no debería saberlo eres tú. Ya me dijo la inspectora que te empeñaste en leer el informe del forense.
—Tenía que hacerlo.
—¿Y de qué te ha servido? —preguntó apurando la copa.
—Tenía que hacerlo —repitió—. Mirar hacia otro lado jamás cambia la realidad.
—Esa estúpida afirmación es una verdad tan grande como los cuernos de Tanngnjóstr y Tanngrisnir[34].
El inspector arrugó la cara. Ólafur hizo el signo de la victoria en dirección al camarero. La jauría ya se estaba calmando.
—¿Quieres hablar de ello?
—¿De cómo la mató? ¿De por qué la mató? Claro. La asfixió siguiendo el método que más le gusta. Así, mira.
Sancho se levantó de la silla y se colocó tras el comisario, rodeó su cuello con el brazo y empezó a hacer presión.
—Después, cogió una cucharilla. ¿Sabes? ¡Una puta cucharilla! —gritó.
El comisario se incorporó de inmediato.
—¡Ya es suficiente! —exclamó.
Sancho soltó a su presa bajo la atenta mirada de los que habían presenciado la escena. El islandés frenó al camarero, a punto de intervenir, mostrándole la palma de la mano a escasos centímetros de su cara.
—Discúlpame —le dijo Sancho a su colega cuando volvió a tomar asiento—. Estoy hecho una mierda.
—Tranquilo, no pasa nada.
—Le vació un ojo y le arrancó un diente, como al tipo de la bañera, no recuerdo su nombre.
—Goran, Goran Jercic —completó—. Y sí, lo sabía. Como bien dijiste, se está vengando de los implicados en la muerte de su puto hermano.
Sancho se adueñó de la palabra. Durante el tiempo que precisó, sacó fuera todo lo que había mantenido retenido en su interior durante los días previos. Le relató el desarrollo cronológico de los hechos con todo detalle desde septiembre de 2010; los asesinatos, la investigación, su relación con Martina, la intervención de Carapocha y el desenlace. El comisario se limitó a escuchar y a beber. Cuando el inspector dejó de hablar, Ólafur Olafsson carraspeó con fuerza.
—Sancho…, mírame. Yo no soy un tipo que esté capacitado para dar consejos de ningún tipo. Hace años, conseguí alejar a la única persona que realmente me conocía. Sobrevivo nadando como puedo en mi propia mierda. Lo único que me mantiene a flote es mi trabajo y… esto —explicó mirando la copa—, pero lo que sí puedo decirte es que cuanto antes te des cuenta de que declararte culpable no va a devolverle la vida a tu madre, mejor.
—Ya. Eso ya me lo habían dicho antes. ¿Quién era ella? —se atrevió a preguntar Sancho empujado por la locuacidad extra que le proporcionaba el alcohol.
—Sinéad —contestó—. Maldita sea, no pronunciaba su nombre desde hacía años —continuó arrastrando cierta melancolía—. Demasiados. No soy hombre de muchas palabras, pero me parece que esta noche vas a tener que escucharme.
—Las palabras destruyen o hacen germinar las cosechas, depende de quien las siembre —murmuró Sancho sin esperar respuesta.
—Yo nací en Islandia, pero a los doce años de edad, mi madre, que era irlandesa, convenció a mi padre para trasladarse de isla. A él le daba lo mismo, ya que se pasaba más tiempo en el mar que en tierra firme. En Liverpool, no tardé en juntarme con lo peorcito del barrio de Kensington. Al comprobar que prácticamente no me quedaban amigos que no hubieran pasado por la cárcel, y viendo que el fútbol no era lo mío, mi padre me ofreció dos opciones: enrolarme con él en su barco pesquero o en un barco de su majestad. Yo me mareo en cualquier cosa que flote, así que no se me ocurrió otra alternativa que ingresar en la Policía Real del Ulster. Nada más recibir mi placa, no me preguntes cómo ni por qué, me incorporé a uno de los grupos de información. Bueno, sí. ¡Qué narices!, yo mismo lo solicité. —Los efectos del alcohol empezaban a dejarse notar en la pronunciación del comisario—. Supongo que no hace falta que te explique lo que eso implica.
—Supones bien —confirmó Sancho.
—Voy al grano —anunció antes de volver a aclararse la garganta—. En el año 1975 o 1976, ya no recuerdo, Londres nos ordenó dar respuesta a la matanza de Kingsmill[35]. Era el setenta y seis, sí. Uno de mis informantes más fiables me dio la dirección de una taberna de mala muerte en la que se fraguaban muchos golpes de los «provos[36]», y en ella irrumpimos una maldita noche de marzo.
El comisario dejó la mirada perdida en el botellero que tenía frente a él, como si las imágenes se estuvieran emitiendo en las etiquetas.
Apuró la copa y siguió hablando.
—Íbamos armados hasta los dientes y con ganas de que aquellos hombres nos dieran algún motivo para desempatar el partido. No digo que no hubiera ningún miembro del IRA entre todos aquellos hombres, pero lo cierto es que no encontramos armas ni opusieron resistencia. Cuando ya habíamos desalojado el local y estábamos fuera a punto de marcharnos con el rabo entre las piernas, escuchamos una ráfaga de disparos que provenía del interior.
El comisario hizo una pausa y se sujetó la cabeza con las manos presionándose las sienes con las palmas.
—Al acercarme al cadáver —continuó el islandés—, vi que se trataba de un muchacho de unos quince años, y pronto supimos que era el hijo del dueño. Mi compañero, mi amigo, aseguraba que le había parecido que llevaba una granada de mano, pero lo único que encontramos fue un bote de judías en conserva…, judías en conserva —rio con amargura—. Los mandos no podían permitirse un error de tal magnitud en aquellos momentos, por lo que prepararon la escena para que pareciera lo que Connor había creído ver. Yo corroboré aquella versión y él salió indemne. Bueno…, aparentemente, porque ya no volvió a ser el mismo. Yo tampoco.
—Ya —asintió Sancho dejando caer la cabeza más de lo que hubiera querido si estuviera sobrio.
—Aquel incidente nos hizo inseparables a Connor y a mí. Seguimos juntos en la lucha contra el IRA empleando nuestros métodos, que se diferenciaban muy poco de los suyos, lo que pasa es que a ellos les llamaban terroristas y a nosotros, fuerzas de seguridad. Inseparables —reiteró—. A principios de los noventa, conocí a Sinéad, una chica católica que consiguió hacerme ver ese otro lado que siempre tienen las cosas. Era dulce y enérgica, como un volcán de miel en continua erupción. Me atrapó. Connor y yo empezamos a distanciarnos y, en 1994, solicité el traslado a otra unidad fuera del Ulster. Solo un mes después de que me marchara, secuestraron y torturaron a Connor durante meses. Finalmente, le soltaron, pero jamás volvió a poner los pies en la calle y todavía tiene secuelas físicas y psíquicas de aquello. Creo que él me culpa de todo lo que sufrió, y yo nunca le dije que lo sentía —añadió a modo de compensación—. Me establecí de nuevo en Liverpool con Sinéad, pero lo nuestro duró poco, o quizá demasiado, ¿quién sabe? Yo me fui encerrando en mí mismo; empecé a pasar más tiempo con el señor Roses que con ella, así que… se largó. Dos años después, mi madre murió y mi padre, ya jubilado, volvió a Islandia. Cuando enfermó, gracias a mi condición de islandés y a la falta de policía experimentada en la isla, pude ingresar en el Cuerpo de Policía islandés y establecerme definitivamente. Hace cinco años que mi padre murió. Me quedé solo y solo sigo. Y solo moriré —añadió.
—Todavía no te he hablado de Paco el Rata, ¿verdad? —preguntó Sancho tras pedir otra ronda.
El islandés le miró con incertidumbre y se aclaró la garganta, pero no dijo nada.
—Paco el Rata fue el primer compañero que tuve durante mi etapa de formación. Servicio de noche recorriéndonos uno de los barrios más conflictivos de la ciudad —concretó—. Yo conducía y él fumaba. El muy cabrón apagaba las colillas en la alfombrilla del Seat Málaga antes de arrojarlas por la ventanilla y encender el siguiente cigarrillo. Me torturaba con canciones grabadas en una casete más desgastada que la esclava que llevaba en la muñeca derecha con su nombre grabado. «Te voy a poner un temazo», me advertía. «Micky Chapán, Micky Chapán». Más tarde, descubrí que se refería a Big in Japan, el tema de Alphaville. ¿Lo recuerdas?
—No.
—Es igual. El tipo se retorcía en el coche bailando —explicó entre risas—. Él repetía una y otra vez que era como una catarsis. Paco el Rata, ¡menudo cabronazo! Una catarsis. Cuando terminé aquel año, me marché a San Sebastián con la duda de saber si conocía, o no, el significado de aquella palabra: catarsis. A los pocos meses, abandonó a su mujer y no tardó mucho en dejarse arrastrar por una vida cargada de excesos. Murió solo.
La pronunciación en inglés de Sancho se había deteriorado de forma considerable, y cada minuto que pasaba le costaba más seguir hablando. Ólafur Olafsson, sin embargo, había mantenido la atención durante todo el discurso, pero se preguntaba adónde quería llegar ese pelirrojo con escasa tolerancia al alcohol.
—Voy a decirte algo, comisario Olafsson —manifestó alargando demasiado la efe—. Creo que, en estos momentos, tengo todas las papeletas para terminar mi vida siendo un tipo solitario y amargado como Paco el Rata, y no me sale de los cojones terminar así. No merecemos terminar así. ¿Entiendes? Creo que, incluso, empiezo a tener problemas con la vista. Déjame tus gafas, comisario, que me las pruebo a ver cómo me quedan —solicitó metiendo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta del islandés—. ¡Maldita sea, Ólafur, esta montura de concha de tortuga se dejó de llevar en los sesenta! ¿Pensabas follarte a la agente Kovák con ellas puestas?
Al comisario se le perfiló una breve sonrisa, pero inmediatamente inclinó la cabeza y mudó la expresión.
—De un tiempo a esta parte, me he dado cuenta de que echo de menos ciertas cosas que hacía con Sinéad —indicó como si estuviera confesando una fechoría—. ¿Sabes lo que mejor recuerdo?
—Puedo hacerme una idea…
—No. Bueno…, también, pero no. Ella odiaba secarse el pelo, así que yo me encargaba de hacerlo. Era una práctica habitual de los domingos por la tarde. En ocasiones, puedo sentir el tacto de su pelo húmedo entre mis dedos y volver a oler el aroma afrutado que desprendía.
El comisario mojó sus pensamientos en el bourbon y carraspeó.
—Estás bien jodido, compañero —sentenció el español—. Que te ponga cachondo secar el pelo a tu parienta es un claro síntoma de estar enfermo. Muy muy enfermo.
Durante unos minutos, no hubo diálogo y ambos se dejaron llevar por recuerdos de amargo sabor.
—Inspector —retomó por fin el islandés—, ¿cómo es la hija del tal Carapocha? —pronunció en angloislandés.
—Erika. Es una chica especial, por decirlo de alguna manera. Creo que se parece mucho a su padre. Sí, especial —reiteró.
—Ya. Especial. ¿Tiene poderes o algo parecido?
—Pues, mira, creo que has dado en el clavo.
—Entonces, voy a pedirle que haga desaparecer a la jauría.
—¿Qué jauría?
—Olvídalo.
—Erika tuvo una infancia complicada.
Sancho le contó todo lo que sabía de Erika y de su padre sin dejar de mirar el fondo de su vaso.
—Hay vidas que no merece la pena vivir —afirmó Sancho a modo de conclusión.
—¿En serio lo piensas?
El inspector buscó la respuesta en el whisky irlandés.
—No.
—Bueno. Me alegro mucho de haber tenido esta charla contigo, pero se nos ha hecho muy tarde. Creo que será mejor que nos marchemos —propuso el islandés contra todo pronóstico.
—A veces, me gustaría que la noche fuera eterna —anheló Sancho buscando la cartera en el bolsillo trasero de su pantalón. Al intentarlo, se reclinó hacia la izquierda perdiendo la verticalidad y tuvo que agarrarse al cuello del comisario para no dar con sus ciento ochenta y siete centímetros en el suelo.
—Vamos, inspector —le animó—. Mañana hay que estar en condiciones.
—Creo que no podría reconocer a ese hijo de puta aunque le tuviera delante en estos precisos momentos.
—No reconocerías ni a tu madre —afirmó su compañero con torpeza.
Sancho endureció el gesto y le agarró de las solapas de la chaqueta. Le miró tratando de focalizar la imagen y mantenerse erguido.
—Tranquilo, inspector, le cogeremos. Antes o después, le atraparemos.
—Una catarsis —balbuceó.
Siberia.
Residencia de los Lopategui Plentzia (Vizcaya)
La moderada temperatura estival del Cantábrico había empujado a Erika a dar un largo paseo por los acantilados. Notaba como si ese oxígeno puro que acababa de inhalar la hubiera limpiado por dentro. La motivaba creer que la muerte de un asesino como Aribert Heim haría que soplara un aire menos viciado en el mundo. Deseó que esa noche fuera eterna, pero notaba las piernas cansadas y el resto de su cuerpo le imploraba recuperar parte de las horas de sueño que había dejado por el camino durante las semanas precedentes. Se sentía orgullosa por la forma en que había resuelto la primera de sus operaciones en solitario y, en tal estado de euforia, se vio tentada de acometer su siguiente objetivo. Sin embargo, lo racional y prudente era descansar unos días en Siberia para recobrar energías y planificarlo debidamente.
El agotamiento le impidió percatarse de que la puerta de entrada a la finca no estaba como ella la había dejado. Su sexto sentido tampoco la avisó de que no estaba sola.
Alguien esperaba dentro desde hacía tiempo.
Hotel Intercontinental (Praga)
El comisario Olafsson acababa de dejar a su compañero de barra sobre la cama. En su habitación, tras quitarse los zapatos negros de cordones sin desatarlos, flexionó las rodillas frente al mueble bar. La manada no daba señales de vida, pero la costumbre le hizo extender el brazo para abrir la puerta del frigorífico. No había Four Roses, pero la miniatura de Johnnie Walker le encajaba como el zapato de Cenicienta a esas alturas. No le hacía falta vaso ni hielo. Se incorporó para abrir el tapón de aluminio y acomodó el cuello de la botellita sobre su labio inferior.
—Una catarsis —se dijo a sí mismo.
El islandés liquidó el líquido de la miniatura y la posó como pudo sobre la televisión. A continuación, se dejó caer sobre la cama, vestido, y cerró los ojos.
Un olor afrutado le acompañó en el tránsito onírico.
Siberia.
Residencia de los Lopategui Plentzia (Vizcaya)
Erika tenía pie y medio en la tierra de los sueños cuando cerró la puerta de la casa tras de sí y, a tientas, buscó el interruptor.
Antes de que diera con él, la luz se encendió.
Su corazón se detuvo en seco.
—Siento haberla asustado, señorita —pronunció una voz masculina en inglés desde el otro lado del recibidor.
Ella se giró aún sobresaltada. Un hombre de unos treinta años la aguardaba de pie. Mantenía una postura relajada, con las manos en la espalda y expresión respetuosa.
—Mi nombre es Bryan Cartwright, trabajo con Robert J. Michelson en la ISUF. Llevamos unos cuantos días tratando de dar con usted. Necesito que me acompañe.
La psicóloga trató de calmarse.
—¡Joder! ¿Y no podía llamarme por teléfono o enviarme un burofax? Casi vomito el corazón por la boca.
—Lo siento mucho. Si así lo desea, podemos discutir nuestros métodos de camino, señorita.
—¿De camino? ¿Adónde?
—No estoy autorizado a facilitarle esa información. Tiene que acompañarme.
Erika resopló.
—Espero que tenga un coche cómodo, porque voy a pasar las próximas horas durmiendo.
—No se preocupe, le aseguro que va a tener tiempo para dormir hasta que lleguemos a nuestro destino. Por favor, coja lo que necesite y acompáñeme.
—Deme quince minutos.
—Diez —replicó él.