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Mi mecanismo de horror
Nuevo cementerio judío (Praga)
3 de agosto de 2011, a las 08:10
No me había regalado ni un solo segundo de descanso desde que regresé de España. La decisión de cerrar el capítulo de Praga estaba tomada, solo me quedaban dos cosas por hacer: alimentar mi inspiración poética y despedirme de un amigo.
Dejé mis pertenencias en el piso y pagué las 45 000 coronas que me exigía el contrato de alquiler como indemnización en caso de rescisión anticipada unilateral. No necesitaba nada de lo que estaba prescindiendo en el lugar al que iba. Así, cargado únicamente con mi mochila, en la que portaba mis herramientas, mi MacBook, la Glock y tres juegos completos de identidades nuevas, di un largo paseo para respirar por última vez el aroma a ciudad medieval, que rezumaba por todos sus poros. Crucé el Moldava por el Puente de Carlos cuando la noche empezaba a diluirse en las primeras luces del amanecer. Parado junto a la estatua de San Vito, me invadió una sensación extraña que tardé en identificar: la ausencia de música. No encontrar a los músicos que se disputan cada uno de sus metros cuadrados de superficie me resultó chocante. Era como si aquella magnífica construcción, estandarte e imagen de la ciudad, estuviera aletargada. Cerré los ojos para sentir su rítmica, calmada y profunda respiración. Traté de sincronizarla con la mía, pero percibí un ligero aroma a pecina mezclado con queroseno que me sacó del letargo. Decidí continuar para acometer mi primer objetivo.
Tardé menos de una hora en llegar atravesando Vinohrady, un barrio residencial construido en el siglo XIX por la clase acomodada cuyos edificios lucían fachadas de estilo ecléctico, combinando elementos góticos y neoclásicos con otros más exóticos propios de la arquitectura oriental. Me complacía esa mezcla. Cuando llegué al nuevo cementerio judío, pregunté por la parcela veintiuno, donde descansaba mi interlocutor.
Reinaba el olor a la resina de los sauces y cipreses, e incluso creí distinguir la esencia de la taxina[37], que emanaba de los muchos tejos que me encontré en el camino hasta la última morada de Kafka.
Me arrodillé para comunicarme mejor.
—Siento haber tardado tanto en venir a verte. Estaba esperando el momento preciso para hablar contigo, como hice con tu obra. No me atreví a abrir la primera página hasta que me sentí preparado para entenderla; plenamente. Bien es cierto que necesité el empujón de Orestes, eran otros tiempos y todavía no estaba formado como el ser que soy hoy. Necesitaba que alguien me mostrara el camino. No me avergüenza reconocer que mi hermano iluminó el mío, pero ahora avanzo solo.
»Soy portador de desgracias ajenas, hacedor de infortunio y muerte.
»Vine a tu ciudad para incluirla dentro de mi obra, para honrarte, pero me veo forzado a abandonarla; provisionalmente.
»Si vis pacem, para bellum[38]. Estoy preparado, porque yo soy la guerra. Y mis enemigos, mi alimento. Creen que me conocen; se equivocan. «El mal conoce al bien, pero el bien no conoce al mal», tú mismo lo escribiste. Saben cuál es mi aspecto, pero no saben quién soy. Como el Golem, mi apariencia es transitoria. Nací rodeado de enemigos. Me tocó vivir en su territorio, al otro lado de una frontera que nunca cruzaré. Nada me intimida, nadie me asusta, precisamente eso es lo que da sentido a mi vida. Ya no conozco otra.
»Soy el purificador de almas, valedor de belleza, referente.
»Tú lo definiste muy bien: «A partir de cierto punto, no hay retorno; ese es el punto que hay que alcanzar». Hace mucho que, para mí, no hay vuelta atrás. Y no siento miedo, ningún miedo, porque no tengo ataduras que limiten mis acciones. Mi principal arma es no tener armadura. Ellos piensan que es una debilidad. Necios, mi única debilidad está aún por descubrir.
»Soy el escultor de entrañas, constructor de venganza, inerte.
»Antes de partir, quiero regalarte unos versos escritos con la sangre de quien concibió al hombre que me arrebató el escudo. Verán la luz cuando llegue el momento. No tengo prisa, el tiempo es una variable terrenal que ya no condiciona mis acciones, porque la inmortalidad no se mide en minutos ni segundos.
»Volveré para honrarte.
Me arrodillé para recitársela y cerré los ojos.
Golem.
Parte de nada; apartado.
Un todo de parte a parte.
Nacido sin cordón umbilical,
malparido,
sin sangre en las venas,
sin sentido.
Abandonado en la tez de la tormenta,
que es a su vez ceniza y placentera placenta.
Partiendo sin rumbo; repartido.
La carta en el descarte.
Neonato sin madre ni matrona,
sin leche materna,
sin sitio en la trona.
Acunado en la vejez
de un somnoliento acertijo,
esperando a ser devorado
como Saturno a su hijo.
Miembro sin grupo, desmembrado.
Ojo por ojo y Marte por Marte.
Así nací y morí
en el mismo instante,
así voy y vengo; y vengo a llevarte.
Así alimentaré
mi arcilla con tu carne,
así renazco de tu propia sangre.
Diente por diente; desdentado.
Arte por arte.
Cuando abrí de nuevo los ojos, vi a una criatura salida del mismo infierno. Me examinaba a escasa distancia.
Me estremecí ante su pérfida y luctuosa presencia.
Oficina Central Nacional de la Interpol
(Praga)
La inspectora jefe Galo no había pasado una buena noche tras la conversación que mantuvo con Padulano antes de acostarse, pero pudo hablar durante un buen rato con Alessandro antes del desayuno y eso fue más que suficiente para que luciera buena cara. Su hijo le había contado que il Topolino le había regalado i soldini di notte y que iba a comprar algunas golosinas en cuanto volviera del cole a ver si, de ese modo, se le caían más dientes.
Gracia no llevaba nada bien estar separada de su pequeño a pesar de que, habitualmente, pasaba más tiempo con su padre que con ella. De hecho, decidió contabilizar las horas que disfrutaban juntos durante unos meses, pero, tras algunas semanas anotándolo en un calendario, dejó de hacerlo. En el mejor de los casos, no sumaban cincuenta teniendo en cuenta que los sábados y los domingos trataba por todos los medios de estar con él las veinticuatro horas. Así, últimamente no le ponía pegas cuando, furtivamente, se colaba en su cama y se acurrucaba a su lado. Gracia añoraba despertarse con Sandro totalmente pegado a ella como una lapa, con una pierna encima y su pequeña mano en el cuello. Echaba de menos su olor y el tacto de su piel, su pelo enmarañado y su desdentada sonrisa, su estridente timbre de voz y el sonido de sus pasos corriendo por la casa. No obstante, lo que peor llevaba era no ser capaz de contestar a la pregunta que su hijo formulaba en cada conversación: «¿Cuándo vuelves?».
Eso sí le hacía hervir la sangre. Menos mal que su padre siempre conseguía insuflarle los ánimos que necesitaba para seguir avanzando en su carrera profesional. Gracia tenía tanto que agradecerle que no eran pocas las ocasiones en las que se sentía como una rémora.
Por su parte, Marco Fucich la tenía puntualmente informada de todo lo que acontecía en la Questura. Todavía escocían las ampollas levantadas por la prensa sobre la negligencia policial en la investigación de los asesinatos que permanecían sin resolver en Trieste. El error al inculpar a un inocente que resultó ser un policía español fue bien aprovechado por los medios como el tiro de gracia a un enemigo agonizante. Aparte de eso, pocas novedades más pudo contarle el triestino.
Saboreando el «Te echo de menos, mami» con el que se despidió Sandro, empujó la puerta de la sede de la Interpol y entró en el edificio con paso firme. Michelson la estaba aguardando al final de la escalera con una expresión de júbilo que le recordó a las que Sandro lucía cuando la veía aparecer los escasos días que podía escaparse del trabajo para ir a buscarle al colegio.
—¡Buenas noticias, inspectora jefe! ¿Viene usted sola?
—A modo de avanzadilla —se excusó—. He dejado a Sancho y a Ólafur desayunando en el hotel con cara de haber tenido pesadillas esta noche. Estarán aquí en unos minutos.
—Eso si no les explota el hígado antes —puntualizó sin perder la sonrisa—. Hoy puede ser un gran día. Venga conmigo y le explico con detalle.
Gracia Galo no pudo evitar contagiarse del optimismo del inglés.
—Usted dirá.
—Hace unos minutos, hemos recibido una llamada del dueño de una cafetería muy pequeña del barrio de Malá Strana que ha reconocido al sospechoso. Asegura que acude a menudo a tomar café a mediodía o por la tarde, y que se pasa varias horas en la zona de fumadores con su portátil conectado a Internet. Además, dice que le ha visto entrar dos veces, al menos, en el portal número 5 de la calle… Rasnice —leyó en una nota que tenía sobre la mesa—. El bar en cuestión está en la calle perpendicular.
—¡Estupendo! —exclamó ella exaltada.
—Pero lo mejor de todo es que afirma que ayer mismo estuvo desde las cuatro hasta las seis, más o menos, y que llevaba una mochila negra de tamaño mediano. Hay dos dotaciones del Grupo Especial de Intervención preparadas, pero antes tengo que ir a ver al juez para que nos autorice el asalto. Por favor, según lleguen sus compañeros, comuníqueselo y estén preparados en las proximidades de esta dirección. Yo me marcho en unos minutos con el comisario jefe, debemos tener esa orden antes de mediodía.
—Así lo haré.
—Muchas gracias. Por cierto, la agente Kovák ha preguntado por usted, parece que tenía algo que contarle. Hoy puede ser un gran día, inspectora jefe —le escuchó repetir desde el pasillo.
Espoleada por la adrenalina, Gracia Galo salió del despacho en dirección a la mesa de la agente. Distinguió la envergadura de Mónika Kovák al instante y, nada más acercarse a ella, la mujer policía se incorporó como un resorte.
—Buenos días, estaba buscándola.
—Sí, ya me ha informado Michelson.
—Algunas veces creo que debería dejarme melena rubia para ir a juego con mi coeficiente intelectual —ironizó—. Ayer nos pateamos toda la ciudad siguiendo la sombra de Kafka, pero nos dejamos un lugar sin visitar. No tenemos tiempo que perder.
Gracia frunció el ceño.
—¿No se ha enterado de las últimas noticias?
—Sí, pero aquí las cosas no funcionan tan rápidamente como Robbie quisiera. —La agente se ruborizó después de pronunciar instintivamente el diminutivo de Michelson y quiso reaccionar sin éxito con naturalidad—. Pueden darse por satisfechos si consiguen que el juez les atienda por la mañana. Al margen, el Grupo de Reacción Inmediata no hace mucho honor a su nombre. No creo que hoy podamos montar el dispositivo.
—¿No?
—No, pero ¿quién sabe? Lo mismo las cosas cambian en un caso como este. De cualquier forma, tardarán unas cuantas horas y no quiero dejar mi trabajo a medio hacer.
—¿Y cuál es ese sitio que nos falta por visitar?
—La tumba de Kafka, en el nuevo cementerio judío. Si resulta que el tipo está en Praga por Kafka, como creen ustedes, estoy segura de que habrá pasado por allí y Eleazar puede haberle visto.
—¿Eleazar?
—Es un rabino. Bueno, nadie sabe si lo es en realidad. Él se hace llamar así, pero todo el mundo opina que simplemente se trata de un viejo loco que va a poner flores en la tumba de Kafka todos los días. Cuenta que enfermó de tuberculosis estando su madre embarazada, y que no tenía dinero para pagar a un médico. Kafka, aun siendo muy pobre, se hizo cargo del tratamiento y murió de esa misma enfermedad unos meses después. Él está convencido de que le debe la vida. De ese modo, como antes hiciera su madre hasta que falleció, cada día, nada más abrir el cementerio al público, se ocupa de limpiar su tumba y de cambiar las flores. Cada día —reiteró la agente Kovák.
—¿Y a qué hora es eso?
—A las ocho de la mañana. Hace veinte minutos —puntualizó mirando su reloj.
—Está bien, pero primero debo avisar a mis compañeros.
Antes de colgar, Sancho le había dicho con voz de ultratumba que todavía estaba esperando en recepción a que bajara Ólafur, y que no suponía que lo hiciera en breve dados los dolores intestinales de los que se quejaba. Gracia le puso al corriente de las últimas noticias y notó que el tono del inspector ganaba en viveza e inquietud.
Quedaron en verse directamente en la dirección que les había facilitado Michelson.
—En coche, desde aquí hasta el barrio de Zizkov, no tardamos más de quince minutos. Luego, la dejaré en Malá Strana. Solo quiero agotar todas las posibilidades.
—De acuerdo. Vamos a hablar con el tal Eleazar, a ver si la fortuna nos sonríe.
Exterior del hotel Intercontinental (Praga)
Cuando el comisario Olafsson bajó por fin a recepción, enseguida supo leer el semblante de Sancho.
—¿Qué sucede?
Sancho le puso al día.
—¿Y cuál es el problema?
—Ninguno, solo que no van a dejarnos intervenir y que jamás me ha gustado ver los toros desde la barrera.
—Ya. Una expresión muy española. Nosotros decimos ver pescar a otro en tu agujero.
—Eso mismo, que no me gusta una mierda y supongo que esta cara es reflejo de mi estado de ansiedad.
—Y de los excesos de anoche.
El inspector paró un taxi y, aunque no se percató de ello, ya casi no les tenía aversión. En cuanto se puso en marcha, Ólafur se aclaró la garganta y le dijo:
—Cuando uno se levanta por la mañana no sabe qué le deparará el día. Puede que hoy las cosas empiecen a cambiar para ti.
—Nunca se sabe… ¡Joder, lo que daría por poder intervenir directamente en la detención! Pero ni siquiera vamos armados. —Ólafur le miró—. ¡No me jodas!
—A veces, tu vocabulario es muy limitado y repetitivo —opinó levantándose la pernera izquierda del pantalón para mostrarle el revólver que llevaba en la pantorrilla.
—¿Cómo has…?
—Soy policía, ¿recuerdas?
El inspector se pasó las manos por la cabeza y se frotó la cara con furia.
—¡Hay que joderse! —manifestó con rabia en español.
El islandés le dio dos palmadas en el hombro.
—Tranquilo, inspector, le cogeremos.
Nuevo cementerio judío (Praga)
Era de escasas dimensiones y apenas podía mantenerse erguido. Se apoyaba sobre un bastón raído por el paso del tiempo con el que compensaba la notable desviación de su columna.
Tenía la cara surcada por profundas y negruzcas arrugas, los remanentes de cabello lucían una tonalidad amarillenta y su maxilar inferior era prácticamente inexistente. Debía de tener cien o doscientos años, pero lo que sin duda alguna me causó mayor impresión fue su expresión belicosa: a medio camino entre el odio feroz y la absoluta aprensión. Era como una gárgola nauseabunda y atroz. Tras unos cristales de aumento, me enfrenté a sus ojos, tan diminutos como hostiles. Seguía sin poder articular palabra alguna fruto del desconcierto que me embargaba. En la mano izquierda, llevaba un ramo de blanquecinas flores muy poco lustrosas.
De repente, dijo algo en un idioma que desconocía utilizando el tono del reproche. Alguna de sus palabras sonaba a alemán.
—No te entiendo, viejo —dije arisco usando esa lengua.
—¿Quién eres y qué demonios haces aquí? —creí entender en un alemán primigenio y muy mal pronunciado.
—Un amigo —respondí sin intención alguna de entablar conversación con aquel despojo.
—¡Tú no eres su amigo! —vociferó dejando escapar abundante saliva de su pérfida boca.
—Está bien, lo que tú digas. Ahora, déjame un poco tranquilo, que tengo que despedirme —le informé—. No tardaré.
—Yo soy lo único que le queda a Franz, ni se te ocurra volver a decir que eres su amigo. Jamás te he visto venir a ponerle flores ni a limpiar su lápida de las cagarrutas de los pájaros. Yo vengo todos los días desde hace cuarenta y dos años. ¡Todos los días! —remarcó la gárgola elevando el tono—. Cuido de él, puesto que yo fui el culpable de que el Señor se lo llevara de forma prematura. Su muerte dio sentido a mi vida, y mi vida le pertenece. No te atrevas a decir que eres su amigo, tú no eres nadie. Márchate de la tumba de Franz, estás deshonrando su memoria.
En ese instante, pasé de la turbación inicial al rechazo frontal. El viejo había sobrepasado los límites de la paciencia que nunca tuve. Debía llegar a Berlín antes de las dos de la tarde para no tener problemas con el vuelo a Caracas, que tenía programada su salida a las cinco y diez. La tarde anterior, cogí todo lo que iba a necesitar, y disponía de tiempo para, incluso, afrontar algún imprevisto. Sin embargo, este superaba cualquiera de mis pronósticos más aciagos.
—Déjame tranquilo de una puta vez —le advertí—. Vete a limpiar mierda de pájaro a otra tumba y vuelve cuando me haya marchado. No tardaré más de diez minutos.
—Esto es un cementerio judío. ¡Muestra un poco de respeto! ¡¡Cúbrete la cabeza, desvergonzado!! —gritó moviendo su bastón de forma amenazante.
Me habían dado un kipá en la entrada, pero me lo quité en cuanto llegué a la tumba. Hastiado y malhumorado, me incorporé para arrebatarle el bastón. Estuve tentado de rompérselo en la cara, pero finalmente se lo arrojé a los pies. No me había fijado en su calzado, o como pudiera definirse eso con lo que la gárgola se cubría sus pútridas pezuñas.
—¡Lárgate de aquí antes de que te aplaste como a un insecto! ¡Maldito viejo asqueroso! —le grité con absoluta repugnancia.
El anciano me miró fijamente y escupió en el suelo antes de dar media vuelta. Le seguí con la mirada mientras caminaba despacio pensando en las palabras del viejo. Era cierto que Kafka contrajo la tuberculosis y que eso le impidió ingerir alimentos; terminó muriendo de inanición en un hospital de Viena en 1924. Como otros muchos grandes genios universales de las letras, abandonó el mundo de los vivos siendo un total desconocido.
Un intenso dolor en la parte posterior de la cabeza me devolvió bruscamente a la realidad.
Noté cómo la viscosidad de la sangre discurría por el cogote y lo corroboré con la palma de mi mano. Cuando levanté la cabeza, pude distinguir su siniestra figura apoyada en aquel monolito rematado en forma de pirámide hexaédrica truncada que señaliza la tumba de Kafka. Blandía el bastón por encima de su cabeza en claro gesto amenazador. Con el antebrazo, pude parar el siguiente golpe, mucho más débil que el anterior, y volví a quitarle el bastón en el mismo movimiento.
Mi instinto tomó las riendas de la situación y respondí a su agresión con ferocidad.
El bastón se astilló al tercer golpe y el viejo cayó de espaldas sobre el empedrado que cubría la lápida. Se agarró el rostro con las manos emitiendo unos alaridos que, de una forma u otra, debía acallar. Localicé en su garganta el origen de aquel luciferino ruido y lo silencié de una sola estocada a dos manos.
El bastón se hundió en el cuello y volvió a reinar la calma, aquel era el silencio más placentero que jamás he podido escuchar.
Y el más efímero.
—¡Policía!
El grito procedía de mi derecha y, al girarme en aquella dirección, divisé a dos mujeres que corrían hacia mí a unos doscientos metros. Una de ellas, de uniforme, blandía un arma. Reaccioné con celeridad, metí la mano en el bolsillo exterior de mi mochila y agarré la Glock. Me encontraba extrañamente calmado, como si aquello fuera algo rutinario para mí. Empuñé mi pistola con ambas manos, quité el seguro y apunté al corazón de la policía. «Blanco pequeño, error pequeño», pensé antes de apretar el gatillo.
Se detuvo en seco y cayó de rodillas como un caballo que tropieza con sus patas delanteras. La otra mujer, que corría algunos metros por detrás, se paró para asistirla.
Me coloqué la mochila y empecé a correr tan rápidamente como pude.
—Porca puttana! —repetía una y otra vez la inspectora jefe Galo mientras examinaba a la agente Kovák, que estaba tumbada boca arriba y empezaba a palidecer. Tenía dos heridas de bala en el lado izquierdo del pecho; una de ellas, muy cerca del corazón. Inmediatamente, Gracia cogió su equipo de transmisión y levantó la cabeza para no perder de vista al sospechoso.
—¡Aquí la inspectora jefe Galo! ¿Alguien me escucha? A todos los indicativos en servicio, soy la inspectora jefe Galo. Han disparado a una agente en el cementerio, manden ambulancia y apoyo, el autor viste pantalón oscuro, cazadora negra y zapatillas blancas. Confirmen recibido.
—Recibido, inspectora —respondió una voz femenina—. ¿Podría concretar el estado de la agente?
—Ha recibido dos disparos en el pecho. ¡Está perdiendo mucha sangre! —gritó tras incorporarse.
—Presione las heridas con fuerza. ¿Puede identificar a la agente?
—Mónika Kovák.
—Una ambulancia ya está de camino, pero necesitamos concretar en qué cementerio se encuentra.
—Cazzo! En el cementerio judío —recordó—. Estoy en el cementerio judío.
—¿El antiguo o el nuevo? —preguntó la voz.
—Porca puttana! —vociferó—. Non lo só.
—Tranquila, inspectora. Dígame, ¿tiene muchas lápidas amontonadas por el suelo o está asfaltado y…?
—¡¡La tumba de Kafka!! —dijo por fin.
—A todas las unidades en servicio. Se ha producido un tiroteo en el nuevo cementerio judío. Hay una agente herida grave.
—Unidad nueve a dos minutos de la entrada principal.
—Unidad siete llegando por Na úseku.
—Unidad doce a cinco minutos.
La agente Kovák estaba consciente, con expresión temerosa y la mirada perdida. Dos personas con pinta de turistas se encontraban paradas a veinte metros, mirando.
—¡Policía, necesito su ayuda! ¡Acérquense, por favor! —les rogó en inglés.
El hombre de más edad se adelantó a su compañero, que seguía con los ojos abiertos y las manos en la boca.
—Por favor, presione esta herida —señaló refiriéndose a la que sangraba más abundantemente—. Enseguida vendrán los servicios sanitarios. Vamos, no tenga reparo, presione con fuerza —le animó manchando de sangre la mano del turista.
La inspectora miró a Mónika.
—Voy por él, te pondrás bien. Solo tienes que aguantar unos minutos a que venga la ambulancia. Te veo en el hospital —dijo cogiendo su pistola y el equipo de transmisión.
Mónika Kovák asintió levemente.
Gracia Galo se lanzó a la persecución de Augusto con el gesto contraído, furioso. Recorrió los primeros metros en línea recta, saltando las lápidas y esquivando los troncos de los árboles que se encontraban en su trayectoria hasta el punto en el que había perdido de vista al fugitivo.
—Aquí la inspectora jefe Galo en persecución del autor de los disparos. Voy en dirección opuesta a la entrada principal. No lo tengo a la vista.
—Unidad siete. Llegaremos a la parte de atrás por Na Trebesíne[39] en dos minutos —pronunció una voz masculina en un inglés poco ortodoxo.
La triestina apenas notaba signos de agotamiento mientras corría por la zona asfaltada girando la cabeza hacia los lados en busca del fugitivo. A unos cincuenta metros, divisó una tapia blanca tras una hilera de árboles y bajó la cadencia de la zancada. Una mujer con un pañuelo rojo que le cubría el pelo llamó su atención moviendo los brazos por encima de su cabeza. Acto seguido, extendió el derecho apuntando hacia la tapia.
—Scochil, scochil —repetía la mujer señalando al muro.
El gesto con el que acompañaba sus palabras no dejaba lugar a dudas. Augusto lo había saltado.
Gracia se acercó jadeando. No le hizo falta tratar de franquearlo para saber que no podría conseguirlo con su estatura, pero no se dio por vencida. Unos metros más adelante, había un árbol de buen tamaño desde el que podría llegar a la parte superior del obstáculo; tenía que intentarlo.
Puso el seguro a la pistola y se la guardó por dentro del pantalón para tener las manos libres.
Trepó con facilidad por las ramas inferiores y se encaramó a la que le pareció más consistente.
Había más de un metro desde allí hasta su objetivo, y la caída podría ser más que aparatosa si no conseguía agarrarse. Al margen, no sabía lo que la estaba esperando al otro lado. La posibilidad de encontrarse con una bala hizo que pensara en Sandro.
—Unidad siete. Tenemos contacto visual con el sospechoso —escuchó—. Huye a pie por Nákladového nádrazí.
Aquello la animó. Se golpeó un pómulo en el salto, pero el dolor que le provocó no fue suficiente para superar su empeño. Concentró todas sus fuerzas en los brazos para izar sus cincuenta kilos. Tras conseguir pasar una pierna y verse sentada a horcajadas en lo alto, supo que solo quedaba un paso más: descolgarse cuanto antes. El muro no tendría más de dos metros y medio, así que se dejó caer sin regalarse un respiro. Sintió sendos calambres en los tobillos cuando contactó con el suelo e, instantes después, lo escuchó nítidamente.
—Aquí la inspectora jefe Galo. He oído varios disparos en la parte opuesta a la entrada principal del cementerio. ¿Alguien me puede decir qué está sucediendo? —preguntó sacando la pistola mientras caminaba a buen paso hacia el lugar del que provenían las detonaciones.
—Unidad siete, responda —requirió la voz femenina a través del transmisor.
Al llegar a una gasolinera, las miradas estupefactas de las muchas personas que se congregaban en el lugar le indicaron el camino.
—Puedo ver un coche de policía parado a unos trescientos metros desde mi posición. Estoy en una gasolinera de la marca Lukoil. ¿Alguna unidad más?
—Unidad doce. Vamos para allá.
—Unidad nueve. Estamos atravesando a pie el cementerio. Nos dirigimos hacia ese punto.
Gracia hinchó los pulmones para recargar oxígeno antes de reemprender la carrera. Cuando le quedaban cuarenta metros, aflojó el ritmo para acercarse más despacio. En cuanto distinguió los orificios de bala en la luna delantera, se detuvo y apuntó con una mano. Lo habría hecho con las dos si no tuviera el equipo de transmisión en la otra.
Escuchó una sirena a su espalda, pero no se volvió. Examinó el lugar.
—Unidad diecinueve llegando al lugar. Vemos el vehículo y a una mujer armada.
La inspectora jefe bajó el arma.
—¡Envíen una ambulancia, hay dos agentes heridos dentro del coche! —informó a gritos.
Gracia Galo abrió la puerta del conductor y, tras comprobar que este presentaba dos impactos en la cara, dio la vuelta para atender al policía que aún estaba vivo. No tardaron en llegar dos compañeros suyos con sus armas desenfundadas y gesto descompuesto al comprender la situación.
—¿Se encuentra usted bien? —preguntó uno de ellos en inglés al detectar la hinchazón en el pómulo de la inspectora jefe.
Ella asintió. Al policía herido le costaba respirar, pero no parecía que las heridas que tenía en el brazo y el costado fueran mortales. Uno de los agentes recién llegados hablaba en checo por el equipo de transmisión.
—¿Puede traducir? —le pidió ella a su compañero.
—El sospechoso ha huido tras el tiroteo en el coche de aquel hombre. He comunicado las características del vehículo y la matrícula. No irá muy lejos el hijo de puta.
La inspectora jefe Galo se giró y apretó los párpados con fuerza. Evitó decir lo que estaba pensando.
Plzenská[40] Pivnice U Zlatého Tygra (Praga)
El viaje resultó más agradable de lo esperado.
Cuando abrió los ojos, Bryan Cartwright le informó de que se encontraban cerca de Limoges, o eso le pareció entender a Erika antes de volver a acurrucarse en el asiento trasero del vehículo.
Pararon en una estación de servicio cerca de Clermont-Ferrand, donde hicieron el cambio de conductor, aunque, si no se lo hubieran dicho, Erika hubiera jurado que Bryan se había oscurecido el pelo en el baño. Su nuevo custodio era francés y se llamaba Beltrán Durán. Durante los kilómetros que recorrieron por carreteras alemanas, demostró tener muchas más cualidades para la comunicación que su predecesor. Antes de llegar a Karlsruhe, ya sabía que su destino era Praga y que se vería con Robert J. Michelson en una cervecería del centro de la ciudad a las diez de la noche. No le pareció un mal plan. En realidad, se notaba muy expectante por conocer personalmente a aquel hombre del que tanto solía hablar su padre. El resto del trayecto se le hizo más bien corto. Durante este, Beltrán Durán se declaró muy a favor de la política de extranjería de Sarkozy y muy en contra de su entendimiento con Angela Merkel. Según él, el presidente de la República Francesa no podía estar controlado por un diminuto tanga en Francia y por unas descomunales bragas en Alemania.
A las diez y cinco minutos, estaban dando vueltas por las escasas calles por las que está permitido el tránsito de vehículos en el centro histórico de la capital centroeuropea. Erika no quiso perder detalle del encanto que le ofrecían aquellos bulevares cargados de vida nocturna; mientras, Beltrán dejaba escapar entre dientes algunos improperios en su idioma natal. Cuando por fin dio con la dirección correcta, el enorme tigre dorado que señalizaba la puerta de la cervecería —y que se parecía mucho más a un león musculoso— hizo que Beltrán pisara el freno.
Se despidió de ella con un afable y sincero au revoir et bonne chance justo antes de mirar su reloj y hacer un gesto de desaprobación. Todavía no le había dado tiempo a estirarse cuando un tipo de grandes dimensiones y proporcional sonrisa la abordó en la acera.
—¡Bienvenida, Erika! Soy Robert J. Michelson. Te pido disculpas por la forma de hacerte llegar mi invitación, pero no tenía otra manera de dar contigo. Entenderás la urgencia en unos minutos. ¿Has comido algo?
—Sí. Bryan y Beltrán me han ido alimentado a base de sándwiches y fruta de temporada.
—Estupendo, así te sentará mejor esta cerveza de los checos. Aquella es nuestra mesa —le indicó con el brazo.
El local de techos abovedados estaba escasamente iluminado y el típico bullicio de las conversaciones grupales reinaba en él. A pesar de que casi todas las mesas de la sala principal no se encontraban ocupadas por más de cuatro personas, se podría pensar que todos los presentes estaban enfrascados en una única discusión. La barra, si pudiera considerarse como tal dadas sus reducidas dimensiones, funcionaba a pleno rendimiento y no había mano diestra que no empuñara una de esas jarras de cerveza recién tirada. Al fondo, en lo que podría denominarse un reservado, les esperaba una solitaria y vacía mesa para ocho comensales.
—¿Esperamos a más gente? —preguntó Erika mientras tomaba asiento en uno de los bancos.
—Sí, pero vendrán más tarde. Quería disponer de algún tiempo para charlar contigo a solas.
Erika se acomodó y se mordió el carrillo por dentro, a la expectativa.
—Tú dirás.
—Tu padre no exageraba cuando decía que eras su viva imagen —comentó.
Ella no quiso pisar ese terreno y desvió la mirada.
—Dicen que aquí ponen la mejor Pilsen de Praga —retomó Michelson al tiempo que su habitual expresión jovial se borraba de su cara.
—Comprobémoslo —dijo ella.
—Siento muchísimo tu pérdida y todo lo que has tenido que pasar en estos últimos meses. Tu padre era una persona muy especial para mí. Me resulta muy difícil hacerme a la idea de que ya no está. ¿Cómo te encuentras?
—Saliendo.
—Armando era un hombre excepcional y, por lo que sé de ti… En fin —cortó—, no es mi intención perderme ahora en halagos y condecoraciones, así que iré directamente al grano: te he hecho venir para que nos ayudes a coger a Augusto.
—¿Nos?
—Sí, ya conoces a algunos, pero, como te decía antes, no llegarán hasta dentro de… aproximadamente una hora —explicó consultando su reloj.
—¿Está aquí?
Michelson inspiró con fuerza mirando al techo.
—Esta mañana lo estaba.
Detallarle todo lo sucedido durante las últimas semanas no le llevó más de una jarra. Erika se estremeció al enterarse del final de Skuld y su familia en Islandia. Invirtió algunos minutos en reponerse mientras el de la Interpol le relataba cómo Augusto había escapado del ferry, su siniestra venganza en España y su ulterior y sangriento regreso a Praga.
—Queremos creer que sigue aquí, aunque no podemos estar seguros de ello habida cuenta de su habilidad para escabullirse. Es como perseguir a una rata por las alcantarillas.
—Seguirá su patrón de comportamiento e intentará salir de la ciudad. Tiene que encontrar su zona de seguridad para poder actuar libremente. Huye si se siente acosado, así que estaréis como al principio si lo ha conseguido.
El uso de la segunda persona del plural en vez de la primera no pasó desapercibido para el de la Interpol.
—Necesitamos que nos ayudes con tus habilidades y experiencia.
—Mi experiencia —repitió ella con voz hueca—. Querrás decir la de mi padre, porque yo atesoro más bien poca práctica persiguiendo asesinos en serie.
—Has acompañado a tu padre desde que tomó la decisión de administrar su propia justicia.
Ella no exteriorizó su sorpresa al escuchar la naturalidad con la que el de la Interpol lo había mencionado.
—No hace más de seis meses de eso —replicó—. Además, no estoy completamente segura de que fuera él quien tomara las decisiones.
Michelson pidió otras dos jarras masticando el comentario anterior de su invitada.
—Erika, te aseguro que nadie le decía a tu padre lo que debía o no debía hacer. Conocía perfectamente los riesgos que conllevaba aquella lucha. Lo único que yo hice fue proporcionarle la información que necesitaba.
—Ya.
—Información de la que tú estás sacando provecho —prosiguió—, a no ser que pretendas que me crea que Albert Heinmann, antes Aribert Heim, acudió a la llamada de Dios coincidiendo con tu visita a la Costa Brava.
—Los caminos del Señor son inescrutables.
—Y el que tú quieres seguir te llevará a la autodestrucción, como a tu padre.
—Si estás tan convencido de ello, ¿por qué le ayudabas?
—Porque era mi amigo y me necesitaba —respondió a la defensiva—. Ya no había retorno para tu padre cuando recurrió a mí, pero tú todavía puedes escapar. Igualmente, supongo que te habrás percatado de que tu vida corre serio peligro. Es fundamental que nos anticipemos.
—Anticiparnos —repitió con hastío—. Me suena.
Michelson chasqueó la lengua y dio un trago largo a la jarra de cerveza con el que pareció colmarse de paciencia.
—Eres la única persona que realmente conoce el funcionamiento de su mente. Te necesitamos para pararle los pies.
—Tengo mis propios métodos.
—Somos conocedores de ello. Eso es lo que precisamos: nuestros medios y tus métodos. Tu forma de pensar. Armando me habló de ti y de tus habilidades.
—¿A qué te refieres?
—Vamos, Erika, lo sabes perfectamente.
—No, no lo sé —discrepó ella, arisca.
Michelson dejó la jarra sobre la mesa, calmado.
—¿Cuántas personas has contabilizado en el local al entrar?
—Treinta y seis, incluidos tú y los tres camareros. Trece mujeres y veintitrés hombres —añadió.
Michelson levantó las cejas en claro gesto triunfante.
—Percibes detalles que pasan desapercibidos a los demás. Necesitamos llegar a ese nivel de información si queremos dar con Augusto o, como bien has dicho, volveremos a estar como al principio.
Erika terminó de liar un cigarro.
—Necesito salir a fumar —anunció.
Cuando regresó, parecía que había dejado fuera parte de la tensión que acumulaba en sus finas facciones.
—Muy bien. Acepto, pero quiero algo a cambio en cuanto todo esto termine.
Michelson inclinó la cabeza.
—Te escucho.
El de la Interpol estaba asimilando las consecuencias del compromiso que acababa de adquirir con aquella chica de ojos cromáticamente variables —fluctuando entre un vivaz azul grisáceo y un mortecino gris azulado— cuando vio llegar al comisario Olafsson.
Tras las presentaciones, el islandés se sentó a la izquierda de Michelson, frente a Erika.
—¿Dónde están sus compañeros? —quiso saber el inglés.
—El inspector Sancho ha acompañado a la inspectora a dar un paseo. Parece que seguía bastante afectada por lo de esta mañana. Yo he preferido recluirme en la soledad de mi habitación.
El aroma a malta que desprendía indicaba que no había estado solo a pesar de que no hubiera tenido compañía alguna.
—¿Y a qué conclusiones ha llegado? —preguntó el de la Interpol.
El comisario carraspeó estrepitosamente.
—Que hemos perdido otra oportunidad para detenerle y que ya suman más de las que se le pueden conceder a un asesino como este.
—Estoy de acuerdo, pero no le va a resultar sencillo salir del país —expuso Michelson—. Hay controles en todas las carreteras de salida de la ciudad, y tenemos los aeropuertos y estaciones de ferrocarril y autobús totalmente vigilados.
—Ya. Vigilados. Si yo tuviera que salir de una casa en la que sé que vigilan las puertas y las ventanas, lo haría por el tejado o excavando un túnel —refutó el islandés.
—No. Él lo haría andando tranquilamente por la puerta principal —terció Erika.
—El ejército controla los pasos fronterizos y…
—Me va a disculpar —le interrumpió el islandés—, pero todo este maldito país es un paso fronterizo, por si aún no se ha dado cuenta —afirmó quitándose las gafas y apretándose los lacrimales.
El móvil del inglés sonó en ese instante y este se levantó para atender la llamada al reconocer el número en su pantalla.
—¡Pero mira quién está aquí! —se escuchó en español.
Erika se giró y sonrió a Sancho.
—Me alegro de volver a verte…, creo —completó Erika—. Te has quitado unos cuantos años de encima a golpe de cuchilla.
—Ya sabes: a buey viejo, cencerro nuevo.
Sancho sorprendió a los presentes abrazando a Erika.
—Ella es Gracia Galo, no sé si ya te han puesto al corriente.
—Sí, tu homóloga de Trieste. Encantada —dijo estrechando su mano de forma respetuosa.
—Igualmente —respondió—. Me alegro de que estés bien. No sabíamos dónde estabas, pero ya veo que la fama de Michelson no es en absoluto desmerecida.
—¿Cómo se encuentra, inspectora jefe? —se interesó Ólafur Olafsson.
—Mejor. Preparada para seguir —concretó.
El comisario islandés pidió una ronda dibujando un círculo imaginario sobre su cabeza con el dedo índice extendido. El de la Interpol se sentó de nuevo a la mesa.
—Señores, voy a ponerles al corriente de las últimas novedades —indicó Michelson mostrando su teléfono—. Lo primero que ya habrán intuido es que tenemos una nueva integrante en el grupo, a la cual quiero dar la bienvenida de una forma muy especial. Dicho esto, me acaban de informar de que, en las últimas horas, han conseguido estabilizar a la agente Kovák, aunque todavía no está fuera de peligro. Ha perdido mucha sangre y nunca se sabe cómo puede evolucionar una herida en el pulmón, pero Mónika es una mujer fuerte y se recuperará —añadió—. El agente herido en el coche se encuentra en observación, pero se teme por su vida. En cuanto al otro, no se pudo hacer nada, como ya saben. Recibió dos disparos en la cara y otro en el cuello.
—Otro más —comentó Sancho con aspereza.
—Sí, así es. Hagamos que sea el último. Continúo. A las 15:30, una mujer ha acudido a una comisaría para denunciar un asalto con robo. Se ha producido en un aparcamiento público en el que encontramos el vehículo que utilizó para huir tras el enfrentamiento que mantuvo con la policía. Ha sido entonces cuando le han relacionado con nuestro caso. La testigo apenas pudo verle la cara, pero estamos seguros de que se trata de nuestro hombre. Según ha declarado, alguien la abordó por la espalda y la metió en el maletero a punta de pistola. Después, condujo hasta una población situada a veinticuatro kilómetros de Praga cuyo nombre no voy a tratar de pronunciar y abandonó el vehículo allí. La mujer no ha sido capaz de precisar el tiempo que estuvo encerrada en el maletero, pero cree que entre dos y tres horas. Un vecino escuchó sus gritos y alertó a la policía. A partir de ahí, no sabemos nada más.
Erika torció la boca.
—¿Por qué la ha dejado con vida? —cuestionó.
—Porque no necesitaba matarla —respondió Gracia—. No vio su rostro.
—A estas alturas, Augusto ya sabrá que la Interpol le busca y que tenemos su foto —intervino Sancho.
—Debemos centrarnos justamente en eso que hace y que no coincide con su forma normal de actuar. La piedad no es precisamente un rasgo que le caracterice —argumentó Erika.
—Quizá tengas razón —dijo Gracia—, pero también tenemos que preguntarnos por qué no siguió conduciendo ese coche. Habiendo salido de Praga, ¿qué le impedía seguir haciéndolo?
—¿Dónde dejó el automóvil? —preguntó el comisario Olafsson.
—En un camino a las afueras del pueblo, Vsechromy[41] —contestó Michelson.
—Puede que no esperara que encontraran a la mujer tan pronto —lucubró el islandés antes de dar un buen trago a la jarra.
—O que fuera eso lo que estaba buscando —refutó Sancho—, que la encontraran más o menos pronto, y viva, para tratar de confundirnos con su declaración. Es posible que pretenda hacernos creer que está tratando de alejarse de Praga.
—¿Para moverse por la ciudad con mayor soltura? —lucubró Michelson.
—Ya. Demasiado temerario —juzgo Ólafur Olafsson—. Es verdad que este tipo ya nos ha demostrado que es capaz de asumir riesgos, pero volver a Praga me parece una estupidez. No obstante, tampoco encuentro ninguna razón que explique por qué no siguió conduciendo.
—Tal vez se quedó sin gasolina —apuntó Erika.
La carcajada partió de Sancho y fue contagiándose al resto con diversa intensidad.
—¿Lo han comprobado? —preguntó Erika con gesto serio.
—¿El qué? —respondió Michelson.
—Si el depósito tenía gasolina.
—Lo desconozco —reconoció el de la Interpol.
—Es algo que debemos averiguar, y así nos ahorramos perder el tiempo haciendo cábalas —propuso ella con cierta rudeza.
—Creo que tiene razón —dijo el comisario Olafsson.
Michelson no tardó en sacar su teléfono y buscar el número del enlace de la Interpol en Praga.
—Soy Robert J. Michelson.
—Buenas noches, iba a llamarle ahora —expuso el enlace.
—Ah, ¿sí? —inquirió con tono esperanzador—. ¿Novedades?
—Me temo que sí. Acaban de informarnos desde la comisaría de Liberec. Han encontrado el cuerpo sin vida de un hombre en el maletero de un coche abandonado en las estribaciones de las Jizerské hory, que es una cordillera que compartimos con Polonia.
—¿Y dónde está eso exactamente?
—A unos ciento veinte kilómetros al norte de Praga.
—¿Y qué les hace pensar que tiene que ver con nuestro caso?
—Que la víctima, un hombre de cincuenta y cinco años llamado Marek Koller, era vecino de Strancice[42], un pueblo situado a apenas dos kilómetros de Vsechromy, en el que se halló a la mujer encerrada en el maletero del otro automóvil. Además, hemos encontrado una poesía escrita en español.
—¿Han avisado a las autoridades polacas?
—Todavía no, estamos esperando la autorización del Ministerio del Interior.
—¡No tenemos tiempo para la burocracia! —exclamó el de la Interpol—. Hay que peinar toda la zona y que los polacos hagan lo mismo al otro lado de la frontera. Mañana, yo mismo me encargaré de firmar todos los formularios, peticiones y rogativas, pero —contestó endureciendo el tono— no pierdan un solo segundo más, por favor.
—Creo que no entiende, señor —observó el enlace—. Hay más de veintiocho mil picos en esa zona, está prácticamente despoblada y cuenta con cientos de miles de hectáreas de bosques en los que a nadie se le ha perdido nada. Le aseguro que si yo tuviera que esconderme de alguien, lo haría en aquellos montes.
—¿Y por qué creen que tiene intención de esconderse?
—Sabemos que, en Strancice, compró ropa de abrigo y provisiones para unos cuantos días.
—Ya veo —dijo haciendo gala de su flema británica.
—Hay algo más, señor.
—Le escucho.
Michelson agarró con fuerza la jarra y apretó los labios. Se le aceleró la respiración. Tenía los ojos visiblemente humedecidos cuando colgó el teléfono. Bebió para darse los segundos que precisaba antes de dirigirse al grupo, que le miraba expectante.
—Señores, la agente Kovák acaba de fallecer a causa de una hemorragia interna que no han sido capaces de detener. Yo… tengo que marcharme. Les veré a todos por la mañana.
Nadie dijo nada.
—Una cosa más —añadió levantándose de la mesa—: El prófugo ha escapado; otra vez.