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Lo que dura la vida en las moscas
Residencia de Erika Lopategui Plentzia (Vizcaya)
30 de julio de 2011, a las 08:20
La espera se me hizo insoportable, si bien es cierto que la paciencia jamás estuvo presente en mi listado de cualidades.
Me entretuve controlando que mis cuentas de Twitter siguieran publicando contenidos especializados y atrapando seguidores a muy buen ritmo. Total: 507 909. La tela de araña se extendía al ritmo que él había previsto. Colosal.
Tenía bien dibujada la casa del psicólogo gracias a la detallada descripción que Orestes me hizo en su día. En este mismo lugar, todo estuvo a punto de torcerse por su impetuosidad e imprudencia. No obstante, resultaba paradójico que, habiendo estado a punto de morir aquí, Orestes saliera tan reforzado. Era una de sus características principales. Como el maldito ave Fénix, siempre resurgía de sus cenizas mucho más fuerte y arraigado en sus convicciones. Recuerdo cómo trataba de inculcarme este valor durante nuestras interminables charlas en el pequeño piso de Brooklyn. Nunca lo logró.
Tras los éxitos cosechados en Islandia y Zamora, me encontraba ciertamente preparado para enfrentarme a mi siguiente enemigo: Erika Lopategui. No había rastro alguno en mi interior de cualquier vestigio emocional hacia la Violeta, meretriz impostora, que conocí en su día. Nada hubo, nada habrá. Sin embargo, al pensar en ella, no podía abstraerme de la intensa fragancia que me dejaron aquellas sesiones de cama. Anticiparme a las escenas que esperaba vivir me transportaba a un estado de excitación despótico rayano a lo obsesivo.
De nuevo, busqué simplificar al máximo, y lo más cómodo y congruente era empezar a buscarla en la única dirección que tenía: «Siberia».
Colarme en la propiedad equipado con mis herramientas fue tan sencillo como esperar a que cayera la noche y empujar la puerta del vallado.
Había llovido durante las jornadas precedentes y se apreciaban pequeños charcos en un césped descuidado. Cubrí las botas con plástico para evitar dejar huellas en el barro. Tras examinar el perímetro y no apreciar ninguna actividad dentro de la casa, decidí entrar por una de las ventanas de la planta baja. Ni siquiera tuve que romper el cristal. La decepción me invadió a los pocos minutos, cuando comprobé que la casa estaba vacía. Decidí esperar a que llegara la luz del día para moverme con libertad por la vivienda y buscar algo que me pusiera tras la pista de mi próximo objetivo. Me entretuve leyendo El juego del ángel, de Carlos Ruiz Zafón, que me estaba defraudando comparada con su anterior obra, la magistral La sombra del viento. Es probable que me hubiera marcado unas expectativas demasiado elevadas o puede que, dadas las circunstancias en las que me encontraba, no tuviera la mejor predisposición para saborear su exquisita prosa.
Terminé abandonando sus páginas para hacer un balance parcial de mi particular tour de la venganza.
Tras escapar brillantemente del cerco policial en Dinamarca teniendo que cobrarme otra vida —muy insípida, por cierto—, cambié a la identidad que había diseñado para moverme por España:
Javier Fumero, uno de los personajes literarios mejor construidos de los últimos tiempos; precisamente, de la mencionada primera novela de Ruiz Zafón. Seguramente, no lo habría utilizado de tratarse de otro país, pero la triste realidad es que, en España, se lee muy poco y se olvida muy rápidamente.
Durante la planificación, valoré dos posibilidades: su madre o su hermana. Sabíamos que los padres vivían en aquel pequeño pueblo zamorano desde que aconteció el repentino fallecimiento del padre de Sancho, y no hacía mucho de aquello.
Brevis ipsa vita est sed malis fit longior[28]. La cita contenía la clave. Antes de arrebatar la vida al asesino de mi hermano, le haría probar la amargura de vivir.
Conociendo la población, obtener la dirección concreta resultó un juego de niños gracias a la página web de QDQ. Gallegos no era un apellido demasiado común, y el margen de error era extremadamente estrecho dado el escaso número de viviendas de la localidad. Calle Serafín Olea, 5. Desconocía el paradero actual de su hermana, por lo que me decanté definitivamente por la madre como moneda para lanzar un rotundo mensaje al inspector Ramiro Sancho y, de paso, cobrarme parte de la afrenta. Lex talionis[29]: ojo por ojo y diente por diente.
Mi Q5 se había quedado en aquel puerto danés, así que no me quedó otra que alquilar un nuevo vehículo con mi recién estrenada identidad. Tras el viaje, descansé una noche en Madrid antes de ponerme de nuevo en carretera en dirección al corazón de Castilla. El plan estaba claro y no debería plantear ninguna complicación a priori, pero mi experiencia me decía que fuera prudente.
Y lo fui. Llevarme su vida no me provocó tanto placer como el deleite que me causaba la absoluta certeza de que mi enemigo ya tendría que estar ahogándose en un pozo de dolor.
Hacía cinco días que habían descubierto el cadáver, tiempo de sobra para que las malas noticias hubieran saltado muros y esquivado barrotes. Pensarlo me aliviaba en parte. No me sentía muy orgulloso de la forma en que tuve que terminar con la tozuda y perspicaz señora, pero si el camino a seguir pasaba por aquella casa, no debía desviarme bajo ningún concepto. Podía imaginar que no la encontrarían inmediatamente, pero me pareció un castigo excesivo para esa mujer que nadie la echara de menos durante tanto tiempo aunque se valiera por sí misma y mantuviera intactas sus aptitudes intelectuales. El titular de El País decía: «Encontrado el cadáver de una mujer de avanzada edad con evidentes signos de violencia en su domicilio de Castrillo de la Guareña». Con demasiada frecuencia, los periodistas no saben emplear con propiedad los adjetivos calificativos ni son capaces de apreciar la belleza que se esconde tras un acto en apariencia despiadado. No les culpo por ello; simplemente, cacarean al sol que más deslumbra.
Daba por hecho que el hallazgo habría provocado irremediablemente la exculpación del inspector y su consecuente puesta en libertad, pero eso también formaba parte del plan.
Posteriormente, durante el viaje desde Zamora hasta Plentzia, tuve que luchar contra la tentación de hacer una parada en Valladolid y disfrutar de una sesión en el Zero Café. El riesgo era demasiado elevado, por lo que, finalmente y haciendo alarde de un estoicismo ejemplar, no me detuve más que para repostar combustible. Me alojé en un ordinario hotel de tres estrellas de la capital vizcaína y resolví obsequiarme con unos días de paréntesis en los que asimilar una acción y preparar la siguiente.
Música y lectura.
Meditación y análisis. Y, entre medias, practiqué una y otra vez el despiece y montaje de mi Glock artesanal, herramienta que se había ganado un puesto en mi kit a perpetuidad. Sospechaba que mi reencuentro con Erika no iba a resultar sencillo; ahora bien, seguro que mucho más grato y placentero. Quizá por eso me encontraba un tanto inquieto, incapaz de afrontar la espera como un eremita.
Cuando, finalmente, hubo luz suficiente, volví a ponerme los guantes y me dispuse a examinar la casa, que, dicho sea de paso, presentaba un aspecto bastante descuidado rozando lo chabacano. Lo primero que hice fue comprobar el frigorífico, estaba encendido y había algunos alimentos en su interior. Al comprobar la fecha de caducidad de un yogur, supe que no hacía mucho que había estado allí. La suposición ganó fuerza al ver la ropa tendida en la galería de la cocina.
Descubrir su ropa interior no hizo sino inyectar más sangre en los cuerpos cavernosos aumentando así mi ansiedad. Me sobrepuse para subir a las habitaciones. La de Erika tenía la puerta abierta, y entré en ella directamente. Con un primer recorrido visual, aprecié que la cama estaba hecha y que había un portátil en el escritorio. Lo puse en marcha y revisé los cajones mientras esperaba a que arrancara la basura de Windows. Nada interesante. Abrí su navegador y revisé el historial: las últimas páginas visitadas eran la de eDreams y la de RENFE; aquello me provocó cierto desencanto. Eché de menos la pericia de Orestes para entrar en su buzón de correo y ver dónde había viajado, pero asumí que contaba con otras cualidades con las que poder lograr mis objetivos.
Solo tenía que replantear la planificación, rehacer el procedimiento y alimentar perseverancia; pero fue más la curiosidad que la necesidad lo que me forzó a seguir inspeccionando la casa. La habitación del psicólogo estaba vacía, con la cama deshecha y, aunque era grande y luminosa, me generó cierta repugnancia; no supe identificar el porqué. La última estancia era un despacho en el que podía respirarse el poso que dejan las muchas horas de encierro. La librería captó mi atención de inmediato, cientos de tomos de psicología, criminología, neuropsicología, psicoterapia, psicoanálisis…, todos desordenados. Ni la materia, ni el autor, ni siquiera el idioma parecían tener importancia en su colocación. Mi cabeza no estaba preparada para tal desconcierto, y mi subconsciente me obligó a salir de allí. Entonces, sucedió. Me giré para volver sobre mis pasos, pero una solitaria fotografía en un marco de madera sobre la mesa de trabajo hizo que me detuviera en seco.
Carente de voluntad, me acerqué a examinarla.
Me resquebrajé cuando reconocí su cara y, a duras penas, pude alargar el brazo para comprobar que no era fruto de mi imaginación. Era una imagen que debió de ser capturada hacía años, pero no había duda. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué sentido tenía? Estaba paralizado, incapaz de encajar aquella pieza en sitio alguno. Dejé la fotografía en su sitio y, todavía aturdido, bajé las escaleras a trompicones.
Tratando de asimilar el golpe, me senté en la primera silla que encontré y, algo después, el sonido de mi iPhone me avisó de que tenía varios nuevos correos electrónicos. Hacía tiempo que no recibía ninguno, y el hecho de que llegaran más de uno avivó las llamas de mi desasosiego. Me interesé inmediatamente por ello. Eran del servicio de alertas de Google y me avisaban de las coincidencias encontradas en la red por sus bots respecto a alguno de los criterios que tenía activos, nueve correspondientes a: Gabriel García Mateo, Augusto Ledesma Alonso, Gregorio Samsa, Leopoldo Blume, Juan Pablo Castel, Conrad Kurtz, Widel-Jarlsberg, Athanasius Pernath y Rodión Románovich Raskólnikov.
Saqué mi caja de música y me entretuve observando cómo daba vueltas aquella bailarina al ritmo de la banda sonora compuesta por Nino Rota. Aquella sintonía, otrora motivo para el inmediato resquebrajamiento de mi alma y mis cimientos, logró la fusión de mi armazón existencial.
Luego, me levanté y me miré al espejo.
Ninguneando el riesgo que corría, decidí ponerme los auriculares. Un momento para cada canción y aquel, exactamente aquel, era el momento de La noche eterna, de Love of Lesbian.
Me hundí en tu noche
y el placer fue infinito y tan oscuro que
pensé…
Tejer mi bandera con un círculo de estrellas.
La luna en un rincón,
te has convertido en mi nación.
Y yo, eclipsado, soy
un faro a pleno sol.
Qué envidia la humanidad
si, al apagar sus luces,
se prende mi ansiedad.
Sigue su invasión por los aires.
Sigue su invasión, y es constante.
Un ser alado se alzará
a por sus venas, manantial.
¿Ya escucha mis pasos o
soy yo quien ve sus huellas?
¿Quién lo puede explicar?
Sigue su invasión
por los aires.
Sigue su invasión,
y es constante.
Nado en mi obsesión…
Otra vez.
Voy a mi obsesión,
y otra vez… ¡¡caeré!!
A partir de ahí, empecé a cantar:
Y ahora que soy medio dos
y el antídoto es peor
que mi adicción a ti.
Por tu espalda repto
y tú, aún aturdida, escuchas:
«Shhh,
me toca empezar a mí».
Y pienso en Bonnie and Clyde,
juntos supieron morir.
Mientras, tú y yo,
la noche eterna sin fin.
Grité emocionado:
¡La vida oscura es así!
Si los espejos del salón
no están rotos,
lo estoy yo,
que al morderte notaré
el mismo espasmo y contracción,
que atravesará mi piel.
Tú, mi sangre y pálpito.
Y pienso en Bonnie and Clyde,
no se quisieron rendir.
Mientras, tú y yo,
la noche eterna sin fin.
¿Tú no lo ves así?
Siempre va a ser así…
Siempre va a ser así.
Sí, va a ser siempre así…
Quiero poder decidir.
Luz aural, vuelve a mí.
Cuando terminó la canción, ya tenía identificado el problema y decidida la solución: debía encerrarme en la madriguera durante un tiempo.
Restaurante El Bulli Roses (Girona)
El acceso al aparcamiento del restaurante más afamado de España y uno de los mejor valorados del mundo estaba colapsado. Algo más de un año antes, Ferran Adrià había anunciado su cierre y reconversión en taller de investigación culinario.
La noticia sacudió al mundo de la restauración, y no fueron pocos los que dudaron de su veracidad.
Los cincuenta privilegiados que acudían aquella noche a la cena de despedida estaban simultaneando su llegada a la cala de Montjoi, en la que estaba emplazado el mítico local.
Sin embargo, aquel chófer sabía muy bien que no había colas ni tiempos de espera innecesarios para su pasajero. A escasos metros del arco de piedra que marca la entrada del restaurante, dos empleados le ayudaron a bajar la silla del Mercedes negro de la clase S. Como era costumbre, acompañaron al ilustre invitado hasta la mesa; su mesa.
—Buenas noches, señor Heinmann. Nos alegra que, finalmente, haya podido acudir —le recibieron de manera cortés.
—Buenas noches, Marc, no me perdería la despedida por nada del mundo —contestó el anciano nonagenario exhibiendo una buena pronunciación del castellano con acento catalán.
—Hoy será una noche muy especial, cargada de sorpresas. El señor Adrià nos ha pedido que le digamos que pasará por su mesa para despedirse personalmente.
El anciano asintió lentamente. Tenía los pómulos muy marcados y los ojos, recelosos y carentes de brillo, estaban hundidos en dos cuencas afectadas por la sequía a perpetuidad.
Apenas conservaba vestigios de cabello, a pesar de lo cual, esa misma mañana, le había pedido a la señora Baum que se lo cortara a tijera. Su extrema delgadez le proporcionaba un aspecto de máxima vulnerabilidad, como si la muerte fuera a visitarle en cualquier momento.
—Su acompañante ya ha llegado hace unos minutos. No sabíamos que tenía una nieta tan guapa, señor Heinmann.
—¿Cómo dice? —preguntó tratando de girar el cuello.
—Ya me encargo yo —dijo la joven de la peluca rubia—, muchas gracias.
Erika empujó la silla los escasos metros que les separaban de la mesa. Una vez acomodado, se sentó frente a él.
—Señor Heim, no voy a andarme con rodeos —expuso ella en alemán—. Soy Emma Dorfman y he venido a saldar una deuda con usted. En 1943, inyectó un tóxico directamente en el corazón de mi abuelo, Daniel Dorfman. Tardó mucho más de lo esperado en morir tras sufrir una prolongada agonía de espasmos, convulsiones y gritos que le produjeron un profundo malestar, según sus propias anotaciones. Cuando dejó de moverse, mandó que le cortaran la cabeza y la metieran en agua hirviendo. Su cráneo adornó su consulta como pisapapeles durante muchos meses. ¿Le recuerda?
El anciano mantuvo la mirada clavada en los ojos de la chica tratando de encontrar alguna fisura.
—¿Cómo iba a olvidarle? —contestó al fin—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Morir.
Aribert Heim emitió algo parecido a una carcajada mostrando unos dientes demasiado perfectos para su edad.
—¿Y qué ganarías con ello, niña? ¿Arrebatarme algunas semanas, meses, días? ¡Bah! El tiempo que dura la vida en las moscas —sentenció con sumo desprecio—. Si hubiera tenido fuerzas, yo mismo me habría quitado la vida hace años, judía estúpida.
—Sí, ya sé que es usted un cobarde y que mis motivos no le interesan en absoluto. Ahora bien, puedo asegurarle que si no hace todo lo que le digo, sus hijos no verán ni un solo euro de ninguna de esas cuentas que le maneja Lorenzo Giollo —amenazó sacando unos papeles de la cartera que tenía a sus pies—. Su testaferro le envía recuerdos.
Erika le mostró una foto en su teléfono en la que podía reconocerse el cuerpo desnudo de Lorenzo atado en el sofá; degollado. El doctor no pareció inmutarse.
—Quiero que usted muera esta noche, pero principalmente deseo, por la memoria de mi abuelo, que se extinga todo recuerdo de su macabra existencia. Le prometo que no le causaré dolor y, a cambio, permitiré que Rüdiger y Aideberg hereden todos sus bienes. Voy a mostrarle el testamento de Albert Heinmann —dijo sacando otro papel—, presentado el pasado jueves en la notaría Pons Cervera, de Roses. ¿Puede ver el membrete aquí arriba y la firma del señor notario aquí abajo?
El viejo se puso las gafas con parsimonia, sin exteriorizar el terrible malestar que se estaba apoderando de su voluntad.
—Eran muy amigos del difunto procuratore Giollo —continuó diciendo Erika—, ese testaferro suyo que lleva falsificando su firma durante más de diez años para extraer pequeñas cantidades en efectivo de su cuenta. ¿Ve? Aquí, aquí y aquí. Calculo que habrán sido más de cien mil euros —exageró.
Intencionadamente, Erika hablaba más rápidamente de lo normal, y Albert Heim empezaba a mostrar leves signos de irritación.
Apretaba los labios y respiraba con mayor dificultad. Mientras, los invitados empezaban a ocupar sus mesas y un murmullo templado, espolvoreado con corteza de privilegio al aroma de lavanda, se fue adueñando del comedor.
—Fíjese bien en estos otros dos documentos, también con el membrete y la firma de la notaría. Este es el testamento, hemos falsificado la fecha de dictado para no levantar sospechas. ¿Lo ve? —indicó con el dedo índice—: 15 de enero de 2011. Y aquí figuran como beneficiarios únicos sus dos hijos. Este otro —señaló— es un certificado de últimas voluntades que, como ya sabrá, anula cualquier testamento anterior. Le leo la última línea: «Por todo lo descrito con anterioridad, yo, Albert Heinmann, declaro como único beneficiario de todos mis bienes y propiedades al Centro Simon Wiesenthal[30]». Firmado de su puño y letra el día 27 de julio de 2011. Eso significa que, si muere en estos momentos, su dinero servirá para preservar la memoria de todas las familias a las que quitaron la vida los asesinos de la cruz gamada, como usted.
En aquel instante, Aribert Heim hubiera dado la mitad de su fortuna por tener al alcance de la mano un escalpelo y la fuerza suficiente como para llegar a la yugular de aquella maldita judía.
—Tranquilícese, doctor, no se me vaya a morir ahora y lo estropee todo. He venido a ofrecerle una alternativa. Este documento es otro certificado de últimas voluntades con fecha de hoy y, por tanto, anula el anterior. Así, su testamento volvería a cobrar validez. Solo tiene que firmarlo en la segunda página. Lorenzo Giollo no ha podido hacerlo, lamentablemente —añadió—. Después, quiero que se introduzca esta cápsula —se la mostró abriendo la palma de la mano derecha— en la boca y la muerda. Contiene cianuro. Morirá como el Führer, Hermann Goering o muchos otros de sus camaradas del partido. Quiero ser testigo de su muerte aquí y ahora; a cambio, le ofrezco su propio dinero.
—¿Me toma por estúpido? —preguntó tras reponerse—. ¿Cómo sé que no va a quemar este documento en cuanto haya tragado el cianuro?
—No le queda otra alternativa que fiarse de mí. Llevo años planeando esto, y lo único que deseo es verle morir. Su dinero manchado con la sangre de mi pueblo me repugna. Será su lápida. Le voy a dar dos minutos para que se lo piense. Si no se ha metido la cápsula en la boca para entonces, romperé este papel en mil pedazos. Seguidamente, me levantaré y jamás volverá a ver ni mi cara ni su fortuna.
—¡Perra judía! —masculló entre dientes.
—Un minuto y cuarenta y ocho segundos. Firme —le alentó Erika colocando los documentos a su alcance y entregándole un bolígrafo.
El doctor agotó casi un minuto antes de agarrar el bolígrafo, durante el cual sopesó el ingente valor de la cosecha de toda una vida frente a lo que le quedaba por vivir.
—Apriete con fuerza, no sea que invaliden la firma en la notaría.
El anciano hizo la rúbrica con pulso firme y vacilante convicción.
—Muy bien, señor Heim. Dejaré los papeles encima de la mesa y me marcharé nada más que escuche cómo rompe el cristal con los dientes. Aún le quedarán unos segundos para aferrarse al certificado de últimas voluntades antes de viajar al infierno. Le quedan veinte segundos —anunció mirando su reloj.
Aribert Heim se metió la cápsula en la boca sin dejar de mirar a Erika. Antes de morderla, le dedicó todo el odio que supo transmitir con los ojos, pero ella ya estaba saboreando su triunfo y poco le importó.
El viejo paladeó la intensa amargura del cianuro e, inmediatamente, notó que la garganta y el esófago le ardían. Fue el único síntoma que experimentó justo antes de empezar a sentir una especie de vaivén, como si le estuvieran meciendo en la silla. Los brazos le pesaban, pero logró estirar la mano lo suficiente como para agarrar el documento con ambas manos y apretarlo contra su regazo.
La imagen de la perra judía incorporándose de la silla con semblante triunfal fue lo último que pudo ver con nitidez antes de que se le cerraran los ojos. Se concentró en los rostros de sus hijos antes de dejarse llevar.
Erika aún esperó unos segundos antes de empezar a gritar:
—¡Ayuda, por favor! ¡Rápido! ¡Necesito que alguien me ayude!
Un camarero que portaba el primer manjar de la noche, las archifamosas aceitunas esféricas, acudió de inmediato a la mesa nueve.
—¡Ha puesto los ojos en blanco y se ha desvanecido de repente! ¡Llamen a una ambulancia, por favor! —exclamó la chica del pelo rubio mientras fingía que trataba de encontrar el pulso en el cuello al señor Heinmann y le introducía los dedos en la boca para extraer los fragmentos de cristal de la cápsula.
Los servicios de urgencias no tardaron en evacuar al anciano. En el último momento, su nieta declinó ir en la ambulancia hasta el hospital y nadie la vio desaparecer con una cartera llena de documentos, incluido el último que acababa de firmar el doctor. Ese, precisamente, era el que más le interesaba.
En el restaurante con tres estrellas Michelín, recuperaron la normalidad muy pocos minutos después de que se dejara de escuchar la sirena.
Los comensales disfrutaron de una cena única, histórica. Al filo de la medianoche, sonaron doce campanadas como preludio a la última intervención del gran chef. En las mesas, disfrutaban de las doce porciones del último postre elaborado por el genio gastronómico. Acto seguido, Ferran Adrià se despedía de su gente con unas palabras:
—Amigos míos, al igual que el ciclo vital de los hombres, la muerte siempre da paso a un nuevo alumbramiento. El Bulli murió ayer, hoy damos la bienvenida a El Bulli Foundation.
Los aplausos y vítores de los invitados fueron el punto de partida de una fiesta memorable durante la que algunos de los allí presentes mencionaron lo cruel, desafortunado y paradójico que suponía morir en El Bulli segundos antes de probar la espuma de humo y el percebe con caviar.
Terraza del hotel Villa Magna (Madrid)
—Eso solo puede decidirlo usted —dijo Michelson apoyando el gin-tonic de Tanqueray sobre la mesita y encendiendo un cigarro. Luego, apretó los labios e inspiró profundamente por la nariz, como si absorbiera las palabras que iba a pronunciar—. Mi mujer me dice que tengo que dejarlo, pero como no sé si se refiere al alcohol o al tabaco, no soy capaz de satisfacer su rogativa.
—Un ciego nunca necesitó gafas para ver —murmuró Sancho en español. El pelirrojo se entretenía con su copa de Jameson golpeando un cubito de hielo con el dedo índice y haciendo que se hundiera cada vez que este volvía a emerger a la superficie—. ¿Y qué opina el resto del equipo?
—¿De verdad le importa saberlo?
—Me importa —confirmó rotundamente.
—Opinan que nadie más que usted se ha ganado el derecho a estar dentro.
—Un peaje demasiado caro —replicó—. Demasiado.
El funeral de su madre se había desarrollado en la más absoluta intimidad familiar a pesar de las circunstancias. Apenas un puñado de familiares, los compañeros más allegados de Sancho y su hermana, Elvira. Todavía no habían trascendido los detalles más escabrosos, pero solo era cuestión de tiempo; la prensa ya podía oler el tufo que desprende lo mediático detrás de aquel suceso y lo exprimirían antes o después. Sancho no permaneció en Zamora ni un minuto más de lo necesario y, tras recibir la llamada de Robert J. Michelson, condujo hasta Madrid sin hacer paradas.
—No voy a llevarle la contraria —dijo el de la Interpol—, pero el equipo le prefiere a usted dentro, con todas las consecuencias.
—Ya. Se lo agradezco, pero debo pensarlo. Necesito tener la absoluta certeza de que voy a estar a la altura. Por cierto, ¿alguna noticia de Erika?
—No, pero tengo a mi gente tratando de dar con ella. Sabemos que volvió a casa de su padre, cogió un vuelo a Barcelona y compró un billete de tren a Palafrugell. Daremos con ella, solo necesitamos que nos roce la suerte.
—Más vale mala suerte que muerte —respondió en castellano antes de volver al inglés—. Tiene que prometerme que, si decido seguir adelante, no pararemos hasta atrapar a Augusto.
Michelson se lo confirmó con la mirada.
—¿Me permite que le diga algo? —continuó el inspector.
El de la Interpol permaneció a la expectativa.
—Tenía razón —afirmó Sancho.
—¿Quién?
—Él. Augusto. El hijo de la gran puta estaba en lo cierto cuando me advirtió que pronto preferiría estar muerto.
Michelson volvió a apretar los labios antes de coger aire.
—Venganza. Ese sentimiento se repite con mayor o menor frecuencia a lo largo de la vida de muchas personas. Habitualmente, se diluye convirtiéndose en odio puro. Inspector Sancho —continuó tras apurar la copa—, usted tiene las puertas abiertas para incorporarse al equipo en el momento en que lo estime oportuno y o mucho me equivoco o creo que llegará antes que después. No le estoy pidiendo que se despoje del deseo de venganza tras decidirse, porque sé que eso es absolutamente imposible, solo le ruego que no anteponga su interés individual al del resto del grupo. Esa es la única condición, y le prometo que no dejaremos el trabajo a medias si usted cumple. Piénselo. Tiene mi número personal, llámeme cuando lo necesite, a cualquier hora.
Sancho asintió levemente.
—Lamento tener que dejarle, pero mi avión a Praga sale demasiado temprano.
—Le agradezco mucho que haya volado hasta Madrid para tener esta conversación. Significa mucho para mí —aseguró con voz grave tendiéndole la mano—. ¿Praga? —preguntó frunciendo el ceño.
Robert Michelson esbozó una sonrisa de adolescente y tiró el cigarro sin apagar en el cenicero.
—Praga —confirmó—. Hemos seguido la pista de un envío de ciertas tintas especiales que se usan para reprografía, son las que suelen emplear los falsificadores de documentos. Una cámara ha captado las imágenes de una persona cuyas características concuerdan con la descripción física del sospechoso.
—Tiene sentido. Allí nació y vivió Kafka, al igual que James Joyce hizo de Trieste su hogar.
—Saldré del hotel sobre las 06:30 de la mañana. Si para entonces ha tomado la decisión, estaré encantado de llevarle al aeropuerto. Por cierto, la reserva de su billete ya está hecha. Que descanse, inspector —expresó a modo de despedida.
Sancho se dejó caer en la silla y siguió jugando con un hielo. Encontró cierta similitud entre su situación personal y la de aquellos cubitos: por más que los empujara hacia el fondo, siempre terminaban saliendo a flote.
Hospital de Cadaqués (Girona)
A María Valls le gustaba más el turno de noche.
Así podía pasar la tarde con su pequeña, bañarla e, incluso, acostarla y coincidir con Josep, su marido. Además, era más tranquilo que el de día y el de tarde; normalmente.
La luz roja de la habitación 219 empezó a parpadear justo cuando había empezado a leer el informe del turno anterior de enfermería de la segunda planta.
—Andreu, ¿la 219 no es donde acaban de ingresar al…?
—Sí. Anda, rubia de bote —dijo su compañero tapando el micrófono del móvil con la mano—, ve a ver qué pasa.
Andreu Ventura era un buen compañero, pero últimamente se pasaba más tiempo hablando por teléfono con su nueva novia que atendiendo a sus responsabilidades. Pensando en que Ventura todavía estaba saliendo del infierno de un divorcio para meterse en la prisión de un noviazgo estúpido, pudo escuchar unos fuertes quejidos que procedían de la 219. Alarmada, aceleró el paso y la inercia le hizo empujar la puerta con mucha más fuerza de la habitual. El objeto con el que impactó y que le impedía abrirla del todo sonó a hueco.
Los lamentos cesaron de inmediato y, algo timorata, asomó la cabeza por el hueco de la puerta. La luz que entraba desde fuera era tenue, pero lo suficientemente intensa como para comprobar que la cama estaba vacía. El consiguiente razonamiento le hizo inclinar la cabeza hacia el suelo, en el que encontró al paciente, tendido e inconsciente.
—La mare de Déu! —exclamó antes de encender la luz.
Rodilla en tierra, hizo un examen preliminar del sujeto. Sangraba de forma copiosa por una herida en la sien derecha, una brecha muy fea de unos cuatro centímetros de longitud y del mismo ancho que el canto de la puerta. El hombre era el anciano nonagenario de origen alemán que había ingresado con pérdida de consciencia y las constantes vitales muy bajas. Habían conseguido estabilizarle durante el traslado, pero el médico decidió dejarle en observación esperando a que recobrara el sentido antes de hacerle un reconocimiento general. Por lo visto, ya lo había recuperado y vuelto a perder de inmediato gracias a la intervención de María Valls, su enfermera, que corría por el pasillo en busca del material de primeros auxilios necesario para socorrerle.
A los pocos segundos, volvió con su compañero Ventura.
—Hosti, tú! ¡Menudo cacharrazo que le has metido al viejo! Pero… ¿cómo ha sido, tú?
—¡No sé!, ¡no sé! —respondió nerviosa—. Ayúdame a sentarle.
—Esa silla de ruedas podría explicarlo. El hombre estaría arrastrándose hasta la puerta cuando entraste. Si sale de esta, será porque ha sido muy cabrón en vida y san Pedro no le deja entrar en el Reino de los Cielos, tú —expuso él no sin acierto.
—Ventura, ¡deja ya de decir gilipolleces y tómale la tensión mientras yo corto la hemorragia!
En menos de cinco minutos, el anciano estaba tendido de nuevo en la cama con las constantes estables y luciendo un aparatoso vendaje en la cabeza a modo de turbante.
No habían transcurrido dos horas cuando la luz de la 219 volvió a parpadear.
—Ale, preciosa, que el viejo te reclama. Trata de no hacerle mucho daño esta vez —observó sin levantar la mirada del móvil.
—¡Vete a cagar!
—Pues ahora que lo dices…
María abrió la puerta con sumo cuidado y entró en la habitación como si no quisiera despertarle, aunque sabía que tenía la mano pegada al pulsador de llamada. Al acercarse a él, vio que tenía los ojos cerrados y el gesto contraído de dolor. La enfermera revisó el nivel de la bolsa de suero con el calmante; todavía estaba por la mitad.
—Señor Heinmann, soy María Valls. ¿Se encuentra usted bien?
El anciano seguía con los párpados apretados.
—Señor Heinmann, ¿puede usted escucharme? —insistió María muy despacio bajando el tono de voz progresivamente a medida que se inclinaba sobre el enfermo.
De repente, abrió los ojos y sus pupilas se contrajeron durante unos segundos. Emitiendo un alarido estremecedor, estiró los brazos para agarrar con fuerza el cuello de la enfermera.
Al escuchar el grito desde el baño, Ventura se subió los pantalones y corrió hasta la habitación.
Cuando entró, vio con incredulidad que el anciano estaba colgado del cuello de su compañera, la cual solo podía emitir entrecortados sonidos guturales.
El enfermero se abalanzó sobre él y trató de separar esas manos blanquecinas y huesudas que estaban asfixiando a María. Se fijó en el rostro desencajado del anciano, con los ojos extremadamente abiertos, el maxilar tensado y apretando tanto los dientes que parecía que iban a saltar en pedazos en cualquier momento.
No se equivocaba.
Tras unos instantes infructuosos de forcejeo, el amoratamiento de la tez de María le obligó a tomar una vía alternativa. Cerró el puño y empezó a golpearle en la cara descargando toda la fuerza que le nacía del miedo y el desconcierto.
Esa fue la primera vez en su vida que se vio en la obligación de agredir a otro ser humano.
El sonido de la angustiosa exhalación de María hizo que Ventura cesara de dar puñetazos al enfermo. Le dolía la mano y no hacía falta ser un enfermero experimentado para saber que tenía varios metacarpianos fracturados.
—¿Estás bien? —preguntó a su compañera.
—Sí, sí…, creo que sí.
Justo entonces, el señor Heinmann empezó a toser angustiosamente y a retorcerse en la cama.
—¡Los dientes! Ventura, creo que se está atragantando con sus propios dientes.
—Hosti, tú! —exclamó observando al enfermo—. ¡Que no son sus dientes, tú, que es la dentadura postiza, que se la he hecho añicos y se la está tragando! La puta mare de Déu! —gritó—. ¡Ayúdame a girarlo, que se nos muere!
Ventura hizo lo que pudo con la mano izquierda.
María se subió a horcajadas en la espalda del enfermo y, metiéndole los dedos en la boca, logró extraer los múltiples trozos de lo que hacía unos pocos minutos era una dentadura postiza completa de alta gama; una joya de la estomatología moderna que a alguien se le olvidó retirar cuando le ingresaron en el hospital. El enfermo estaba inconsciente de nuevo, circunstancia que supieron aprovechar para limpiarle la sangre del rostro y curar los cortes que tenía en la ceja, pómulo, nariz y labios.
—¿Y qué cullons haces ahora? —preguntó Ventura al ver que María le estaba despojando del pantalón.
—Huele a mierda. Se habrá cagado vivo durante el episodio.
—No —respondió él abochornado.
—No… ¿qué?
—Que no es él. ¡Que no me ha dado tiempo a limpiarme, tú! ¡A ver cómo me arreglo con la izquierda! —dijo abandonando la 219.
María Valls y Andreu Ventura no tuvieron más sobresaltos esa noche, pero nunca llegaron a entender por qué el anciano había reaccionado así al verla y, mucho menos, de dónde había sacado esa fuerza con la que a punto estuvo de asfixiarla.
Ambos estaban lejos de imaginar que el corte de pelo y las mechas rubias de María, unidos al estado de shock en el que estaba inmerso, hicieron que la enfermera se pareciera mucho a otra chica.
Una perra judía que acababa de forzarle a suicidarse mordiendo una falsa cápsula de cianuro que, en realidad, no era sino una ampolla de 10 ml de procaína[31].