Aún vive el monstruo y aún no hay paz

Oficina Central Nacional de la Interpol

en el Reino Unido (Londres)

28 de julio de 2011, a las 09:50

Hacía tanto tiempo que Sancho no descansaba tan plácidamente que le parecía estar usurpando el cuerpo de otra persona.

Durante el desayuno, ambos se mostraron tensos y expectantes por la incertidumbre de la convocatoria y prácticamente no cruzaron palabra, y así continuaron durante el trayecto desde el hotel hasta la OCN de la Interpol en la capital británica.

Los dos se entretuvieron haciendo turismo de ventanilla por Londres.

—Buenos días —saludó Gracia Galo a la agente de la entrada—. Soy la inspectora jefe Galo, de la Polizia di Stato d’Italia, y él es el inspector Ramiro Sancho, del Cuerpo Nacional de Policía de España.

—Buenos días. Sus credenciales, por favor.

—Verá —intervino Sancho—. No puedo mostrarle la mía, pero mister Robinson está al corriente de ello.

La agente arrugó la cara.

—Michelson, se refiere a Robert J. Michelson —corrigió Gracia de inmediato.

—Eso —apuntilló Sancho.

—Un momento, por favor.

La policía marcó una extensión desde la centralita y colgó de nuevo a los pocos segundos.

—Estos son sus identificadores. Por favor, manténganlos bien visibles hasta su salida. Por aquella puerta. Segunda planta, despacho número 201. Buenos días.

—Muy amable —contestó Gracia, que todavía trataba de contener una carcajada.

En el ascensor, ambos liberaron la tensión en forma de risa nerviosa. Cuando las puertas se abrieron, les recibió con una amplia sonrisa un hombre fornido y de buena estatura, ojos claros y atrevidos tras unas gafas de diseño. La inspectora jefe Galo calculó acertadamente que debía de tener unos cincuenta y cinco años.

—Sean bienvenidos. Soy Robert J. Michelson —se presentó y estrechó sus manos; primero, a ella y, luego, a él—. Les ruego que me acompañen a la sala que hemos preparado para la reunión.

Gracia y Sancho no hablaron entre sí, pero pensaron lo mismo: no parecía que el hombre del que se decía que manejaba la red de contactos más importante del planeta se escondiera detrás de esa imagen del típico gentleman inglés.

—Pónganse cómodos, por favor.

No era una sala demasiado grande ni demasiado confortable, pero tenía todo un lateral acristalado por el que entraba luz natural en abundancia. Junto a la mesa rectangular y a tres sillas, había un proyector conectado a un portátil. Frente a cada silla, un cuaderno de notas, un bolígrafo, un vaso y un botellín de agua; todo perfectamente colocado.

—En primer lugar, quiero agradecerles que hayan decidido aceptar mi invitación y acudido a esta cita con tanta puntualidad, por cierto. Tienen agua y café a su disposición. Si desean cualquier otra cosa, no tienen más que pedirlo. —Michelson pronunciaba cada palabra como si fuera la última vez que fuera a ser escuchada en el universo.

Manejaba las manos y los gestos faciales con destreza; sin lugar a dudas, era un gran comunicador.

—Muchas gracias —contestó Gracia.

Michelson miró su reloj.

—Falta un minuto para las diez. Si les parece, vamos a esperar unos instantes a que llegue una tercera persona. Espero que hayan descansado en el Huttons. No es el mejor de Londres, pero sí el más recomendable de entre los que están próximos a este edificio.

—Bastante mejor que el último en el que he estado alojado durante las últimas semanas —intervino Sancho—. Si me lo permite, quería aprovechar la coyuntura para pedirle un favor, aunque desconozco si está a su alcance.

—Dígame.

—Verá. Cuando me detuvieron en Belgrado, me quitaron mi arma. Es un Colt Anaconda, y tiene un gran valor sentimental para mí.

Sancho no exageraba. El Colt Anaconda representaba un punto de inflexión en su forma de actuar.

—Un Colt Anaconda —repitió—. Un revólver estupendo, indudablemente estupendo. Averiguaré qué ha sucedido con él. Si todavía está en el depósito de armas de la policía, me encargaré de que lo envíen por valija de la Interpol a la OCN de Madrid y, de ahí, al enlace que tengan en su comisaría.

—Muchas gracias.

—No hay de qué. Lamento mucho que haya tenido que pasar por una situación de absoluta injusticia y total indefensión —pronunció haciendo énfasis en los epítetos—. Por cierto, ya hemos informado al Ministerio del Interior de su actual situación y paradero mediante el embajador de España en Londres.

Michelson miró la pantalla de su móvil.

—Ya está aquí nuestro tercer invitado. Salgo a recibirle y vuelvo en unos segundos.

Gracia se levantó para quitarse la chaqueta del traje, cruzó los brazos sobre el pecho y observó el exterior a través del ventanal. Sancho no pudo evitar fijarse en las curvas de la inspectora jefe.

—Ya estamos todos —escucharon a su espalda.

Cuando se giraron, ambos simultanearon una expresión a medio camino entre la sorpresa y la incredulidad.

—Les presento al comisario Ólafur Olafsson, de Islandia. Ya habrán supuesto el motivo de su presencia aquí. Ellos son la inspectora jefe Gracia Galo, de Italia, y el inspector Ramiro Sancho, de España.

—Me alegro de volver a verles —saludó mientras una mueca difícil de interpretar se dibujaba en su rostro.

—Ah, ¿pero ya se conocían? —preguntó Michelson.

—Bueno, no. Coincidimos brevemente en el hotel anoche —observó el islandés.

—Muy brevemente —apuntilló Gracia estrechándole la mano.

—Encantado —dijo Sancho haciendo lo propio.

—¡Muy bien! —exclamó el inglés cerrando la puerta de la sala—. Somos todos los que estamos, aunque no estamos todos los que somos.

A Sancho se le escapó el significado del juego de palabras en inglés, pero no quiso exteriorizarlo.

—Lo digo porque me gustaría que una cuarta persona se incorporara a este equipo, pero no he conseguido contactar con ella, por increíble que parezca. Ustedes la conocen; sobre todo usted —señaló refiriéndose a Sancho—, que trabajó con su padre, mi gran amigo Armando Lopategui. Un hombre brillante, una pérdida irreparable para quienes estamos a este lado de la ley —aseveró.

Sancho elevó sus pobladas cejas en claro signo de sorpresa.

—No pretendo extenderme en este punto, pero entiendo necesario y oportuno no dejarlo en el aire. Armando Lopategui y yo nos conocíamos desde hacía más de quince años. Colaboramos muy estrechamente en muchas investigaciones o, dicho de otra forma, recurrimos a su profundo y extenso conocimiento sobre el funcionamiento de la mente criminal siempre que lo necesitamos. Puedo asegurar que a él debo todo lo que sé de la materia, y lamento enormemente que no pueda estar con nosotros ahora mismo. Adicionalmente, añadiré algo más dentro del contexto de absoluta confianza con el que tenemos que trabajar: uno de los motivos por el que hoy estamos aquí es personal. Tengo la absoluta necesidad de atrapar al hijo de la gran puta —el calificativo sonó con total acritud— que provocó su muerte. Dicho esto, es de obligado cumplimiento que todos nos conozcamos debidamente y, como anfitrión, creo que me compete ser el primero en presentarse.

Michelson hizo una pausa para beber directamente del botellín de agua.

—Mi nombre es Robert J. Michelson, soy inglés de madre irlandesa —aclaró—, tengo cincuenta y seis años y cumpliré treinta al servicio de la Interpol en noviembre. Estoy casado y tengo dos hijos. He desempeñado distintos cargos a lo largo de mi trayectoria profesional y, desde 1996, me encuentro al frente de la Oficina Central Nacional de la Interpol en el Reino Unido, en la que están ustedes. Desde aquí, además de desempeñar todas las funciones de una OCN de primer orden, coordinamos la Unidad de Búsqueda Internacional de Prófugos con, ¿por qué no decirlo?, algunos éxitos notables. Por favor —invitó a Gracia a ser la siguiente.

—Soy Gracia Galo, l’ispettora capo della Squadra Mobile della Questura di Trieste —dijo en italiano—. Treinta y siete años. Soltera y con un hijo. Licenciada en Psicología. Llevo diecisiete años en el cuerpo. Me temo que poco más puedo contar, aunque me gustaría añadir que coincido con nuestro anfitrión en la absoluta necesidad que tengo de atrapar a un asesino que se ha llevado cinco vidas de Trieste.

—Gracias —retomó Robert J. Michelson—. La inspectora jefe ha «olvidado» mencionar que es la mujer más joven que ha alcanzado el cargo de inspectora jefe en Italia; con veintisiete años, si no me equivoco. Decisión e intuición, dos cualidades que, sin duda, necesitaremos en este viaje. Bienvenida al equipo y muchas gracias por acudir a nuestra llamada.

Gracia Galo asintió levemente tratando de enmascarar el apuro por el que estaba pasando.

—Su turno —indicó al español.

—Ramiro Sancho, aunque muy pocas personas me llaman por mi nombre. Soy licenciado en Derecho e inspector del Grupo de Homicidios de Valladolid desde hace cuatro años; antes, estuve destinado en la Unidad Territorial de Información de San Sebastián. Tengo cuarenta años y espero no cumplir ni uno más sin antes acabar con este cabrón.

—Gracias. Veo que me toca completar los historiales de todos. El inspector estuvo casi tres años infiltrado en la organización terrorista ETA —al escucharlo, el comisario Olafsson le observó con detenimiento—. Dos más de lo que aconsejan los procedimientos habituales, lo cual indica claramente su mejor cualidad: la tenacidad. Experto negociador, ha participado con éxito en la resolución de secuestros con rehenes. Al margen, todavía conserva la tercera mejor puntuación de tiro de todas las promociones de inspectores de la academia de policía, 96,7, y posee una cualidad con la que se nace no muy común entre los humanos, y menos entre los investigadores: la capacidad para almacenar mentalmente rasgos faciales y distinguirlos como únicos. A pesar de todas estas virtudes, he sopesado la conveniencia de incorporarle a este grupo hasta el último momento. Sin duda, es el más afectado de cuantos nos encontramos en esta mesa. Y el más desgastado también —agregó con solemnidad—. Desde septiembre de 2010, persigue a una sombra que eran dos en realidad. Si hoy vuelve a ser uno, es gracias a él. No me ha pasado desapercibido el hecho de que haya utilizado el término «acabar» en vez de «detener», «arrestar», «capturar», «parar los pies» o «atrapar», como hemos hecho la inspectora y yo mismo. —Hizo una pausa antes de continuar. Sancho le miraba con atención—. Precisamente por ese motivo, le necesitamos en el grupo. No es absolutamente indispensable —señaló poniendo el énfasis en el primer monosílabo— que Augusto Ledesma Alonso, antes Gabriel García Mateo, alias Gregorio Samsa, Leopoldo Blume, Juan Pablo Castel, Conrad Kurtz, Widel-Jarlsberg, Athanasius Pernath y, por último, Rodión Románovich Raskólnikov, termine con vida antes de que nuestro amigo, el inspector Sancho, cumpla los cuarenta y uno el próximo 22 de abril. Solo puedo asegurarles una cosa, y es que le atraparemos antes o después. Antes, debemos estrechar el cerco; de hecho, ya hemos empezado. El pasado día 21 se ordenó a todas las OCN de los ciento noventa Estados miembros de la Interpol reportar a nuestra unidad los crímenes violentos que se produzcan en sus demarcaciones cuyos modus operandi coincidan con el del prófugo 189S. Ya hemos recibido tres que estamos investigando, aunque no he podido revisarlos personalmente; luego los ponemos en común —dijo sosteniendo en el aire lo que debía de ser tal informe e hizo una pausa antes de dirigirse de nuevo a Sancho—: Bienvenido al equipo y muchas gracias por acudir a nuestra llamada.

Aquello supuso una inyección de adrenalina directa al corazón del aludido, que sintió una fuerte sacudida estallando en la base de su cráneo.

—Comisario Olafsson, si es usted tan amable…

El islandés se aclaró la garganta enérgicamente.

—Ólafur Olafsson, cincuenta y siete, sin estudios superiores. Soltero y sin hijos. Ingresé en la academia con dieciocho y no sé hacer otra cosa más que… perseguir delincuentes, por decirlo de alguna forma. Trabajé dieciocho años en la Policía Real del Ulster, pero las circunstancias me devolvieron a Islandia. Adoro mi isla y no pienso consentir que un tipo que ha asesinado a seis personas en ella ande suelto por el mundo. Os pido disculpas por el jueguecito de ayer, os reconocí por la foto de vuestros expedientes.

—El comisario no quería aceptar la propuesta sin antes conocer a los demás integrantes del grupo, así que no tuve más remedio que… Espero que no les haya molestado —intervino Michelson—. El don de gentes no es una de sus principales características, pero les aseguro que este hombre no es de los que se arrugan cuando las cosas se ponen feas, y atesora un tipo de experiencia que es posible que necesitemos. Tengo el presentimiento de que Augusto Ledesma terminará arrepintiéndose de haber puesto los pies en «su isla». Hay muchas más cosas que podría contarles de Ólafur Olafsson, pero he decidido que, en este caso, sea él quien decida si las comparte, o no, con ustedes y cuándo. Bienvenido al equipo y muchas gracias por acudir a nuestra llamada.

Al comisario se le despertó la manada de golpe.

—Bien. Como les decía antes, mi pretensión es incorporar a Erika Lopategui, si es que conseguimos dar con ella. Su padre me dijo que era muy especial, y no sé si se refería a su relación entre padre e hija. Como Armando, es una gran psicóloga y creo que es la que mejor puede entender el funcionamiento de la mente de nuestro prófugo. Entretanto, los presentes nos pondremos manos a la obra. ¿Les parece? Lo principal es saber con exactitud en qué punto nos encontramos.

Michelson bajó las persianas y encendió el proyector.

—El 19 de julio, en el puerto de Hirtshals, Dinamarca, perdimos la pista de Augusto Ledesma Alonso. Encontramos su vehículo registrado a nombre de Leopoldo Blume Dédalos el 20 de diciembre de 2010. Limpio. Dos días antes, había asesinado brutalmente a seis personas en Grindavik, una pequeña población situada veinte kilómetros al sur de Reikiavik. Tienen todos los detalles en el dossier que se les ha facilitado. Lo fundamental es averiguar por qué fue hasta Islandia para matar a la familia Jercic.

Sancho entrecerró los párpados y puso a funcionar su cerebro.

—¿Qué sabemos de esta familia? —preguntó el inspector.

—Comisario, por favor —se dirigió al islandés invitándole a tomar la palabra.

—Tenemos registrada la entrada de la familia al completo por el aeropuerto Keflavik el pasado 10 de mayo. Se instalaron en la casa de la madre de él, Bárbara Pedersen, quien había conocido a un marinero croata musulmán, Dragan Jercic, a la edad de veinte años. Se casó con él y ambos se establecieron en la localidad de Kozarac, actual Bosnia-Herzegovina. Allí tuvieron a su único hijo, Goran. Este contrajo matrimonio con Svetlana Mihailovic, de origen serbio, en 1970. En 1989, la señora Pedersen, ya viuda, regresó a Islandia y, en 1994, en pleno conflicto de los Balcanes, sabemos que el matrimonio Jercic se trasladó a Liubliana con sus dos hijos. Según las últimas averiguaciones, el 9 de mayo del presente año cogieron un vuelo desde Liubliana a Copenhague y, al día siguiente, otro hasta Reikiavik. Se marcharon de forma precipitada sin despedirse de ningún vecino, amigos ni familiares.

—Hay algo que deben saber —intervino Michelson— y que no figura, ni figurará, en escrito alguno. Goran Jercic era un colaborador externo de la Interpol como analista informático, aunque somos conscientes de que trabajaba esporádicamente con otras agencias no gubernamentales. También sabemos que era amigo personal de Armando Lopategui, pero todavía no hemos averiguado el motivo por el que Augusto ha cruzado el mundo para dar con él.

—Debe de existir un vínculo. Asesinó al resto de los miembros de la familia disparándoles en la cabeza, pero hay signos evidentes de ensañamiento con él —aportó Gracia—, lo cual casi siempre responde a una relación causa-efecto. Se tomó la molestia de llevarle a la bañera, electrocutarle y, posteriormente, mutilarle.

—Posteriormente no —corrigió el comisario Olafsson—. Los forenses aseguran que le arrancó un diente antes de matarle.

Cazzo! Y…

—Están casi seguros de que también le extirpó un ojo antes de achicharrarle —continuó el islandés—. No obstante, es difícil asegurarlo a ciencia cierta por el lamentable estado en que quedó el cuerpo. La piel más fina se chamuscó por completo, y apenas quedan vestigios de las heridas del párpado.

—Si no me equivoco, hasta ahora siempre había practicado todas las mutilaciones post mórtem —señaló la inspectora jefe.

—Está evolucionando, algo muy habitual en los asesinos en serie —expuso el de la Interpol—. Inspector, ¿sigue con nosotros?

Sancho, que tenía la mirada perdida, tardó en reaccionar.

—¡Hay que joderse! —exclamó Sancho dando un manotazo en la mesa que provocó el sobresalto de sus compañeros—. Tenía razón cuando dijo que poseo la capacidad de memorizar infinidad de rostros, pero esta virtud se compensa con un gran defecto: mi enorme torpeza para retener los nombres. Armando Lopategui me habló varias veces de… —Chasqueó los dedos.

—Goran Jercic —completó Olafsson.

—Goran Jercic. A él y a su familia Armando les salvó la vida durante la guerra. De algún modo que desconozco, consiguió que formara parte del grupo de hackers que lideraba Orestes. Goran era el contacto de Armando Lopategui, sus ojos y sus oídos. Gracias a él, consiguieron localizar a Augusto Ledesma en Trieste. Él mismo me lo contó en Belgrado —concluyó en español.

Michelson sonreía sin enseñar los dientes.

—Buen trabajo, inspector. Carapocha era más retorcido aún de lo que pensaba —pensó en voz alta—. Brillante, absolutamente brillante. Ya tenemos algo por lo que empezar. Averigüemos el nombre de ese grupo, integrantes, historial delictivo y si siguen, o no, en activo.

—Creo que ya podemos extraer una conclusión —intervino Sancho—. La ley del Talión.

—Le estamos escuchando —dijo Michelson.

—Está vengándose.

—Continúe —le animó.

—Lo primero que ha hecho ha sido localizar y asesinar a quien traicionó a su hermano. Es el mayor culpable de su muerte, y se lo hizo pagar a él y a toda su familia. Ojo por ojo y diente por diente, no podría decírnoslo más claro.

El rostro de Sancho se endureció y se presionó la cabeza con las manos antes de proseguir.

—No —rectificó con aridez—, el primer culpable soy yo, pero no podía ir a por mí dado que estaba en prisión. Pero… podría matarme de otra forma.

La voz de Augusto retumbando en su cabeza le hizo cerrar los ojos.

«Todavía no lo sabes, pero voy a causarte tanto dolor que desearás estar muerto. Te arrepentirás de haber nacido y querrás quitarte tu asquerosa vida, pero no podrás hacerlo, tu afán de venganza te lo impedirá. Bienvenido al infierno, inspector Sancho».

Michelson captó el mensaje y sacó su móvil del bolsillo interior de la chaqueta color azul marino.

—Hay que poner protección a unas personas de inmediato. De inmediato —repitió—. Charlie, necesito hablar urgentemente con la OCN de Madrid. Sí, en estos precisos instantes —concretó antes de tapar el auricular y dirigirse a Sancho—. Dígame los nombres de sus familiares y las poblaciones en las que residen actualmente, por favor.

—Mi hermana Elvira Sancho Gallegos vive en Madrid con su marido Julio y sus dos hijas, Luisa y Lidia. No me acuerdo de la dirección —explicó con semblante de preocupación—. Mi madre se llama María Dolores Gallegos Sarmentero y vive en Castrillo de la Guareña.

Michelson dejó de escribir. Desvió la mirada al informe que tenía encima de la mesa y levantó la mirada muy despacio.