Simulacro de evasión

Cubierta del MS Norröna

Aguas territoriales danesas

19 de julio de 2011, a las 05:58

Había subido a cubierta para fumar mi primer purito del día, ese que mis pulmones tanto me reclaman y que tan bien saben agradecérmelo pagándome con monedas de sosiego. No tuve ninguna pesadilla aquella noche, pero surcar las aguas del mar del Norte no fue una travesía lo que se dice placentera. Con un café caliente en la mano, el aire frío en la cara y la mirada perdida en las extrañas formas que se dibujaban sobre las plateadas aguas, me sumergí en los recuerdos; era la única vía que podía recorrer para alimentar la existencia de Orestes y justificar la mía.

Fue a finales de agosto de 1995 cuando le vi por primera vez, y lo sé con certeza porque recuerdo que estaba ansioso por la inminente salida del nuevo álbum de Héroes del Silencio: Avalancha.

En aquellos días, no entraba una cinta en mi walkman de Sony que no fuera de Héroes, turnándose los LP anteriores, que todavía conservo, en una especie de bucle sin fin: El mar no cesa, Senderos de traición y El espíritu del vino. Es curioso cómo asocio de forma perenne los espacios temporales con la música y los libros.

La relación con mis padres adoptivos se mantenía en una fase de estancamiento marchito, pero no era algo que afectara a mi desarrollo intelectual y vida social, que, sencillamente, no tenía. Yo tenía que decidir durante aquel verano qué estudios universitarios iba a empezar el siguiente curso. Mi padre me empujaba sutilmente a elegir la carrera de Derecho o, en su defecto, Ciencias Políticas.

Mi madre, como era su costumbre, no se pronunciaba.

Mis únicas inquietudes se circunscribían al universo de los libros y la música, por lo que ya tenía pensado matricularme en Derecho y, de ese modo, no decepcionar al Emperador.

Llevaba varios días en régimen de autorreclusión domiciliaria sin visitas, pero me animé a salir por la tarde aprovechando que no hacía demasiado calor. Con pilas nuevas para poder rebobinar una y otra vez la canción del momento, La apariencia no es sincera, y un «boli» Bic por si estas fallaban, llegué hasta el pinar de Antequera con la intención de leer en un sitio alejado de otros humanos. Recuerdo perfectamente que estaba terminando La Ilíada sentado a la sombra de un pino enorme con la espalda apoyada en su robusto tronco. Inmerso en el rescate del cuerpo de Héctor por su padre Príamo, no me percaté del sonido de sus pasos acercándose hasta que se detuvo frente a mí, a dos metros escasos.

—¿Qué lees, hermano? —me preguntó.

Cuando levanté la vista y me vi reflejado en su cara, fui incapaz de reaccionar durante un tiempo indefinido. Por más que lo intento, no logro encontrar esos precisos instantes en mi memoria.

Fue como si me hubiera vaciado por dentro. Lo siguiente que recuerdo fue que le respondí:

La Ilíada, de Homero.

Luego, incomprensiblemente, le hice un resumen de toda la trama, canto por canto, hasta que llegué al punto de lectura en el que me encontraba.

Orestes se sentó tranquilamente a mi lado y me escuchó sin interrumpirme ni una sola vez. Eso me encantó. Cuando terminé, él tomó la iniciativa. Me habló de su infancia, de cómo se sentía, de sus miedos y esperanzas, de sus objetivos y anhelos.

Era como verme a mí mismo resumiendo mi propia vida y algo que nunca antes había sentido se liberó en mi interior. Era un torrente de emociones incontenibles, irrefrenables, una fusión majestuosa con otro ser humano, un sincretismo espiritual e imposible. Enseguida, lo asocié al concepto de amor, pero no de ese efímero y banal que se define como enamoramiento y que suele terminar en el instante en el que se intercambian fluidos; no.

Hablo de amor, de conexión neuronal, de total dependencia, de fidelidad absoluta, de entrega incondicional. Terminamos abrazados y llorando junto a ese mismo árbol al que, algún día, volveré con sus restos para enterrarlos allí.

Nunca volvió a repetirse aquella sensación; jamás, pero ya estábamos unidos hasta el fin de nuestras vidas.

Después, me relató las vicisitudes de nuestra historia, cómo fuimos separados y el arduo camino que había tenido que seguir para llegar hasta mí.

Los siguientes días, nos vimos a escondidas con un objetivo: planificar mi «huida» a Nueva York y completar así la simbiosis. Me costó menos trabajo del que pensaba convencer al Emperador, y aterrizamos en el JFK dos días después del lanzamiento de Avalancha.

No me di cuenta de que se me habían humedecido los ojos hasta que las imágenes se tornaron borrosas. Busqué ayuda en mi biblioteca musical y la encontré en uno de aquellos temas:

Deshacer el mundo.

Empezar porque sí

y acabar no sé cuándo.

El azul me da miedo

y el iris los cambios.

Los astros no están más lejos

que los hombres que trato.

A partir de ahí, empecé a cantar sin importarme el mundo exterior:

Repito otras voces

que siento como mías,

y se entierran en mi cuerpo

con rumor de mar gruesa.

¡Te he dicho que no mires atrás,

porque el cielo no es tuyo

y hay que empezar despacio

a deshacer el mundo!

¡El aliento de la tierra

y su calma serena,

y la sombra de la tarde

es una mano que tiembla!

Grité:

¡La música me abre secretos

que ahora están dentro de mí!

Al final, después de todo,

no somos tan distintos.

Un oasis en el desierto,

¿dónde queda la paciencia?

Cada palabra y cada estrofa iban dando sentido a mi pasado, alimentando mi presente y justificando el futuro.

Hasta que divisé el baile de luces azules.

Me quité los auriculares y noté que la sangre se me agolpaba en las sienes. No era el momento de buscar explicaciones, había que reaccionar de inmediato.

Y lo hice.

Determinante.

Puerto de Hirtshals (Dinamarca)

Ólafur Olafsson no podía dar crédito a lo que sus ojos veían.

Llegaba a la cita con retraso y un tanto descompuesto. La mujer de recepción del turno de noche había tenido que insistir durante veinte minutos. Más tarde, necesitó algo más de tiempo del que había previsto para adecentarse y, mucho más, para recuperarse. Así, con apenas cuatro horas de sueño y muy medicado, recorrió a buen paso los trescientos metros que separaban la puerta del hotel Hirtshals de la dársena principal del puerto.

A la una de la madrugada, Connor Murphy le había confirmado que la orden internacional ya estaba cursada y que el jefe de la OCN de Copenhague, un tal Thomas Madsen, le estaría esperando a las seis de la mañana en el puerto de Hirtshals. También le hizo saber que había tenido que saltarse la solicitud de la rogatoria judicial y que tendría que dar muchas explicaciones por ello.

Antes de colgar, Connor le rogó que no la cagara.

Dos copas más tarde, el comisario Olafsson se fue a dormir con la absoluta certeza de que en un par de días, como mucho, estaría en Islandia y habría puesto a ese asesino a sueldo a disposición judicial.

Cuando le faltaban algunos metros para llegar al lugar del encuentro, se encontró con la fiesta de luz y sonido que habían montado los daneses en el puerto y se quedó perplejo. Un terrible pinchazo le obligó a llevarse la mano a la altura del estómago antes de sacar su identificación y acelerar el paso para encontrarse con uno de los muchos agentes que habían tomado las dependencias portuarias. El islandés se aclaró la garganta con vehemencia antes de hablar.

—Comisario Olafsson —se presentó en danés, tercer idioma oficial en Islandia tras el nativo y el inglés—. Necesito que me lleves hasta la persona que esté al mando de todo este circo.

El policía le examinó de los pies a la cabeza con cara de circunstancias. Los efluvios etílicos que emanaban de la boca de aquel hombre le hicieron separarse algo de él.

—Un momento, señor —dijo al fin.

El agente dio media vuelta y caminó unos pasos antes de hablar por el equipo de transmisión.

—El inspector Madsen es ese hombre con gabardina de allí —señaló.

Ólafur Olafsson trató de correr hasta el lugar sin siquiera alcanzar un ritmo cercano al trote. Por contra, consiguió que la hiperventilación aumentara la emanación de alcohol a través de sus vías respiratorias. Él mismo se percató de la situación, pero no le importó en absoluto.

—Soy el comisario Olafsson, la persona que ha solicitado su ayuda mediante Connor Murphy —explicó con forzado tono de respeto.

—Inspector Madsen —respondió ofreciéndole la mano con cierta cautela—. Como ya habrá comprobado, hemos preparado un fuerte dispositivo para detener al sospechoso.

—Fuerte dispositivo. Ya —carraspeó—. Ya lo he comprobado, y me temo que nuestro sospechoso también lo habrá hecho, porque ese barco es el Norröna, si no me equivoco —señaló con el brazo estirado.

—Lo es —confirmó Madsen haciendo caso omiso de la observación irónica de aquel hombre con aspecto de acabar de regresar de la boda de su mejor amigo—. Arribará en unos veinte minutos. El capitán y su tripulación ya han sido avisados. Ningún coche saldrá del puerto sin que pase por el puesto de control. Hemos cerrado el paso allí y allí —indicó—. Le aseguro que no podrá escapar de aquí sin que le detengamos a no ser que se tire por la borda, de lo cual se arrepentiría en cuanto tocara el agua.

El comisario alzó la mirada y se quitó las gafas.

Se fijó en una nube que tenía forma de pez espada, o eso interpretó.

—Inspector Madsen, ese hombre es un profesional. Ahora mismo, estará buscando la forma de eludir el dispositivo, si es que no lo ha hecho ya —expuso apretándose los lacrimales.

—Comisario Olafsson, ni Houdini podría. Créame.

—Lo sabremos en unos veinte minutos. ¿Tiene un cigarro?

Puente de mando del MS Norröna. El transbordador era la joya de la empresa Smyril Line, y llevaba cubriendo la ruta entre Dinamarca, Islas Feroe, Islandia y Noruega desde el año 1984.

Con ciento sesenta y cinco metros de eslora, trescientos noventa camarotes y una tripulación de casi ciento veinte personas, era capaz de alojar a mil quinientos pasajeros y más de ochocientos coches. Hacía varios minutos que el buque había completado la maniobra de amarre con éxito y el personal de cabina se disponía a abandonar el barco cuando el segundo de a bordo, un tipo de frente huidiza cuyas hormonas de crecimiento se habían concentrado en los incisivos, irrumpió exaltado y con notables signos de fatiga.

—Señor, hemos encontrado a un pasajero malherido en su camarote. Está inconsciente y tiene el rostro lleno de sangre.

El capitán no tardó en reaccionar.

—¡Lo que nos faltaba! Dad parte a la policía y llamad a una ambulancia. ¿Sabemos de quién se trata?

—Señor —dijo entre dientes tratando de mantener la calma—, un tripulante lo ha encontrado cuando estábamos comprobando si ya estaban despejados los camarotes de la cubierta principal. El doctor está con él, pero cree que tiene un traumatismo craneoencefálico severo y necesita atención hospitalaria.

—Bajo contigo. Avisad inmediatamente a una ambulancia y que alguien me ponga con el tipo de la policía con el que hablé esta mañana.

Nada más bajar las escaleras y doblar la esquina, el capitán divisó el tumulto en la puerta del camarote.

—¿Cómo está?

—Sigue conmocionado —respondió el doctor Mortensen—. Le hemos inmovilizado en la camilla y vamos a subirle a cubierta.

—Háganlo ya. ¿Quién es?

—Aquí tengo su pasaporte. Max Lucy, inglés —precisó el médico.

—Capitán, la ambulancia llegará en cinco minutos —confirmó una voz desde fuera.

—Vamos a evacuarle. Tú y tú —dijo señalando a dos hombres—, subidle con mucho cuidado y no os marchéis hasta que llegue la ambulancia. ¡Vamos!

El herido, que empezaba a recobrar el conocimiento, presentaba una gran brecha en la frente por la que manaba sangre en abundancia.

Mostrando una gran mueca de dolor, se cubrió el rostro con ambas manos y murmuró algo ininteligible cuando los dos tripulantes cargaron con la camilla.

—Señor, el inspector Madsen —anunció un tripulante pasándole un teléfono móvil.

—Aquí el capitán Pekkala. Su sospechoso ha atacado a un pasajero, se encuentra malherido y vamos a proceder a su evacuación inmediata.

El inspector tardó unos instantes en darse cuenta de lo que pretendía el prófugo.

—Necesito que me diga la marca y modelo del vehículo de ese pasajero.

—Enseguida. Saca los listados de embarque. ¡Rápido! Busca la marca y modelo de su coche —ordenó al segundo de a bordo mientras señalaba al herido.

—¡No dejen pasar a ningún vehículo más! —escuchó gritar al inspector Madsen.

—Ford Focus, uno punto siete, TDCi. Tres puertas. Color azul oscuro. Matrícula: LG05PAS —indicó su subordinado.

—Vamos, dame eso.

El segundo se encogió de hombros.

—No hay de qué —se despidió el capitán antes de repetir la matrícula completa al inspector—. Aquí poco podemos hacer ya —le dijo al segundo—. Reúne a toda la tripulación en el comedor, nos vamos.

Puerto de Hirtshals (Dinamarca)

—Inspector Madsen, tenemos que subir a bordo —solicitó el comisario Olafsson—. Ya no quedan apenas vehículos.

—Ya se lo he dicho. El Norröna navega bajo bandera de Islas Feroe, no podemos abordar el buque sin permiso expreso de la compañía —replicó.

—Permiso expreso. Ya. Que suba uno de los tripulantes y compruebe si el coche ha bajado ya del barco.

—Señor —se escuchó por el equipo de transmisión—, aquí el puesto de control número uno. Tenemos localizado un coche que corresponde con la segunda descripción facilitada. Un Focus azul oscuro. No podemos ver la matrícula desde aquí.

—¡Deténganle de inmediato! ¡¡Vamos hacia allá!!

Cuando el comisario llegó, ya habían comprobado la matrícula y descartado al sospechoso, una mujer de más de sesenta años y movilidad reducida. La frustración se reflejaba en la cara del inspector danés.

—Lo siento, no era ese —informó el policía danés al comisario Olafsson.

—Le ruego que pida a alguien de la tripulación que compruebe si el maldito coche está, o no, en la cubierta de carga —solicitó el comisario elevando la voz progresivamente.

—No es necesario que use ese tono conmigo. Estamos haciendo todo lo que podemos.

—Y, como no hagan algo más, su Houdini va a lograr escapar indemne.

A los cinco minutos, el inspector danés empezó a sospechar que aquel hombre de tupido bigote, ojos inyectados en sangre y gabardina desgastada podría estar en lo cierto.

—¡Mierda! —exclamó Ólafur Olafsson con los párpados cerrados como si acabara de ver lo sucedido proyectado en su interior—. ¿Alguien de su equipo ha comprobado la identidad del herido?

—¿Cómo dice?

—Que si alguien ha comprobado que el herido es quien creemos que es o se trata del sospechoso con un pasaporte que no es el suyo.

Madsen se pasó la mano por la frente muy despacio, como si acabara de ver perder a la «Dinamita Roja» la final de la Copa del Mundo.

—La ambulancia —dijo al fin.

—La ambulancia —repitió el comisario—. ¿Puede tratar de comunicar con ella o, incluso, detenerla?

El inspector se acercó a un oficial con cara de bulldog masticando una avispa que, a pesar de tener más barriga que una embarazada de siete meses, se puso a repartir órdenes con mucha agilidad. Mientras, el comisario se acercó a uno de los agentes para pedirle un cigarro pensando en que, pasara lo que pasara, él tenía asegurada la noche en Dinamarca y que no le importaría volver al bar de la noche anterior. Observó cómo los últimos automóviles abandonaban el cordón policial y los tripulantes, con su uniforme azul y blanco, caminaban casi en hilera hacia la puerta de salida de las dependencias portuarias. Un tipo que debía de ser el capitán del Norröna y otro más joven con forzada expresión adusta se acercaron al inspector y le estrecharon la mano. Ólafur Olafsson cedió en su empeño de conseguir un cigarro y se incorporó a la conversación de mala gana.

—Nos falta una persona de la tripulación —escuchó decir al capitán—. Se trata de Adam Frodesen, pero no nos extrañaría lo más mínimo encontrarle bajo las faldas de alguna de las nuevas camareras, dada la reputación que le acompaña.

—No falta ninguna camarera —observó el segundo—. Ni nueva ni veterana —precisó.

El oficial embarazado irrumpió en la conversación como un elefante en una cacharrería:

—Disculpe, inspector, me comunican que la ambulancia ha llegado al hospital. ¿Qué hacemos?

—¡Detengan al herido! Pónganlo bajo custodia hasta que yo llegue. Es nuestro hombre.

—No, no lo es —sentenció el comisario Olafsson.

—¿No? —preguntó el inspector danés mostrando una expresión de absoluto desconcierto.

—No, ese no es nuestro hombre. Hace tiempo que nuestro hombre se marchó por esa puerta —señaló—, andando tranquilamente con el uniforme de… ¿cómo ha dicho que se llama?

—Adam Frodesen —intervino el segundo de a bordo—. ¡Claro! Por eso no me sonaba nada la cara del tipo ese que dio el aviso. ¡El que encontró al herido! —precisó exhibiendo una sonrisa tan enorme como la de alguien que hubiera descubierto el sentido de la vida.

El capitán le taladró con la mirada, ofuscado. El inspector Madsen quiso volatizarse en aquel preciso instante, abochornado, y el oficial embarazado se rascó la nariz por dentro, desorientado.

—¿Alguno de ustedes fuma? —preguntó el comisario Olafsson al grupo.