¡La vida oscura es así!

2, Zygmunta Augusta

Gdansk (Polonia)

15 de noviembre de 2011, a las 04:23

Los gemidos de Halinka, provenientes del cuarto de baño, le hicieron reaccionar. A él escasamente se le escuchaba emitir unos leves gruñidos con los que acompasaba sus embestidas. «Cada uno tiene su propia forma de vivir un polvo», pensó Ludka.

Ella misma acababa de disfrutar de uno de los más intensos que recordaba y, sin embargo, no estaba nada satisfecha.

Ludka Opieczonek se incorporó malhumorada y se acercó a la ventana con la idea de dejar entrar aire no contaminado con las feromonas propias de una prolongada actividad sexual. Una ráfaga de viento gélido hizo que cambiara de opinión de inmediato. Encendió un cigarro de los de Halinka, pero ni siquiera el humo del tabaco podía disimular el penetrante olor que impregnaba la microatmósfera de la habitación. Dio tres caladas seguidas notando cómo se calentaba la boquilla y lo aplastó contra el cenicero.

Los gemidos crecían en intensidad, como su irritación.

Todavía no conseguía entender cómo se había dejado convencer por Halinka para llevarse a la cama a ese desconocido del que apenas sabían más que se hacía llamar Johann y que estaba acompañando a Rammstein a lo largo de su gira por Europa. Quizá tuviera que ver con el alocado proceso de enamoramiento en el que se encontraba inmersa desde hacía ya meses.

Con veintiocho años y un cuerpo como el suyo, aquella no era la primera vez que Ludka se follaba a un tío. Todas las ocasiones anteriores no habían sido más que eso, sexo, y poco placentero normalmente. No obstante, hacía ya algún tiempo que había decidido ser coherente con su instinto y limitarse a tener relaciones con chicas en cuanto surgía la oportunidad y le apetecía. También tuvo éxito con ellas, y todo parecía ir bien hasta que la conoció durante la pasada primavera. A partir de entonces, cambiaron muchas cosas, pero principalmente una: abandonó el camino de la promiscuidad para recorrer únicamente el de Halinka. Junto a ella, encontró todo lo que siempre había creído que era imposible compartir con una pareja: sinceridad y fidelidad.

Y pasión.

Ludka aportaba cordura a la relación, mientras que Halinka contribuía con esas dosis necesarias de improvisación e insensatez. Era la primera vez que podía asegurar que estaba enamorada, y no albergaba ninguna duda sobre ello; había dado con su mitad complementaria.

Al menos, hasta hacía unas horas.

A la vista de los acontecimientos, Ludka empezó a plantearse si había reciprocidad en su relación. El mero hecho de ponerlo en duda le hizo sentirse tan mal que, inmediatamente, procuró borrar esa idea de la cabeza o, por lo menos, justificar la forma en la que Halinka se había comportado esa noche. Ya sabía que ella también era bisexual, y aunque la idea de montárselo las dos con aquel desconocido no le atrajo en absoluto en un primer momento, terminó cediendo ante la insistencia de Halinka; probablemente, también por el exceso de alcohol y drogas.

«Venga, cielo, hazlo por mí. Solo esta noche», le repitió ella varias veces en el garito.

Lo curioso fue que, cuando aceptó y Halinka se lo propuso a Johann, él no dio demasiadas muestras de entusiasmo, e incluso pareció contrariado. A Ludka le hubiera gustado que aquello finalizara en ese preciso instante, pero finalmente accedió. Ya no había marcha atrás, y se autosugestionó pensando que era lo mejor para las dos; si Halinka quería realmente tener esa experiencia, era mejor disfrutarla juntas que por separado.

Cuando llegaron al piso que tenía alquilado en un punto equidistante entre la peluquería en la que trabajaba Halinka y la tienda de ropa de Ludka, ni siquiera hicieron el amago de tomarse un trago; fueron directos a la habitación. Al principio, los tres se mostraron algo indecisos, pero Halinka no tardó en tomar las riendas y, prácticamente, le arrancó a Johann los pantalones. Se aplicó con la misma pasión con la que practicaba sexo oral a Ludka, quien, un tanto sorprendida por la reacción de su pareja, quiso demostrarle que ella también sabía hacerle una buena mamada a un tío. Él aceptó el rol pasivo sacando provecho de esa especie de disputa hasta que, repentinamente, decidió pasar a la acción. Cambiando de postura y de pareja, fueron devorando los minutos sobre aquella cama para tres dejando la competición a un lado para centrarse única y exclusivamente en el placer.

Pero a Halinka no le pareció suficiente.

Quiso ir más allá y trató de convencerla para que se dejara sodomizar. A Ludka, los dos orgasmos —ambos con ella— le parecieron más que suficientes como para dar por zanjada la sesión de esa noche de lunes y se negó rotundamente. Halinka reaccionó contrariada y, a modo de represalia, decidió romper unilateralmente el trío para encerrarse con Johann en el baño.

Pero lo peor de la noche estaba aún por llegar.

Al encontrarse ese condón roto en el suelo, no supo cómo proceder; principalmente, porque no sabía cuándo había ocurrido ni con quién.

Demasiado movimiento e intercambio hacía muy complicado ordenar unas imágenes poco nítidas de por sí. Así pues, tras unos instantes de indecisión, hizo lo primero que se le pasó por la cabeza: lo recogió y lo metió en el bolsillo trasero del pantalón de Johann. «Que cada uno limpie lo suyo», pensó.

Un grito entrecortado puso el colofón al enésimo orgasmo de Halinka. Ludka sabía muy bien cómo se corría, e imaginar sus gestos y expresiones le hizo sentir celos por primera vez en su vida. No tardó en escuchar el ruido de la ducha justo antes de que Johann abriera la puerta. Este caminó ufano hasta la habitación y se detuvo a dos metros de la cama observando cómo Ludka daba las últimas caladas a un cigarro que no recordaba haber encendido.

—No tienes buena cara —apuntó Johann en inglés—, te vendría bien un poco de esto —le dijo mostrando la cocaína que le quedaba.

—No, gracias. No necesito esa mierda.

—Yo tampoco, pero me apetece. Me lo he ganado.

—Tú mismo.

Eso hizo.

—Ya veo que no te ha gustado que nos lo montáramos solos —continuó—. No sé qué rollo os traéis entre las dos, pero no es asunto mío.

—No te des tanta importancia, hombretón, no es para tanto —respondió airada cubriéndose de cintura para abajo con la manta y cruzando los brazos a la altura del pecho.

—Creo que no te había escuchado pronunciar una sola palabra hasta ahora. Halinka habla demasiado. Me gusta tu acento —añadió.

—¿Ya te marchas? —sugirió ella en la pregunta.

Festina lente[48] —subrayó perfilando una sonrisa netamente artificial—. Tranquila, preciosa, ya me voy.

Luego, se agachó buscando algo en los bolsillos de su cazadora.

—¡Mierda! —protestó Johann—. No sé dónde coño he dejado mi tabaco. ¿Te importa si te cojo uno?

—Claro que no —mintió ella.

Johann miró su reloj; tenía pinta de ser extremadamente caro.

—¿Crees que, a esta hora, podría conseguir un taxi que me llevara hasta mi hotel?

—Supongo. Aunque no lo parezca, en Polonia tenemos hasta servicio nocturno de taxis.

—Oye, Ludka —dijo Johann poniéndose los pantalones y dulcificando el tono—, lo siento mucho si te he molestado, pero yo no tengo nada que ver con lo que ocurra entre vosotras dos. Solo me he dejado llevar —añadió.

—¿Y hasta dónde te has dejado llevar, Johann?

—¿De verdad quieres saberlo?

—No, lo cierto es que no quiero saberlo —expuso ella quitándose la goma con la que había recogido su melena rubia con toques cobrizos.

—Me encanta tu ciudad —observó Johann tratando descaradamente de quitar hierro—. Ayer recorrí eso que llamáis la Ruta Real.

—Un invento para turistas.

—Supongo. ¡Qué más da! La calle Dluga y el paseo del muelle me han dejado francamente impactado.

—Sí, son las dos áreas más bonitas de la ciudad.

—No parece que sientas lo que dices.

Ludka hizo un gesto de conformidad.

—Yo nací aquí, y quizá por eso no sé apreciar la belleza de Gdansk. Halinka me lo repite cientos de veces; ella es de Katowice, donde solo hay fábricas y hormigón. Para ella, esta ciudad es como vivir en el paraíso. Para mí, no es más que una bonita jaula.

—Bonita analogía.

—Gracias. Por cierto, aún no nos has dicho de dónde eres tú.

—Podría decirte dónde nací, pero no soy de ningún sitio, porque a ningún sitio pertenezco.

—¿Nos hemos puesto poéticos o me lo parece?

—Te lo parece —afirmó entre risas—. No, en serio, viajo mucho porque sigo buscando ese lugar.

—Que tengas suerte.

Johann soltó el humo con desgana y terminó de vestirse.

—Os dejo solas para que podáis hablar, ¿vale?

—Gracias, eso será si Halinka decide salir de la ducha algún día —criticó mirando hacia la puerta—. Te pido disculpas por haberme comportado… así —definió.

—Disculpas aceptadas.

—Bueno. ¿Y cuál será tu siguiente parada?

Johann pensó si responder o no.

—Leipzig.

—¿Hasta dónde piensas seguir a Rammstein?

—Los he visto en Bratislava, Zagreb y Budapest. Tuve que perderme el concierto de Praga, no me atreví a volver. Es una larga historia. En este momento, no puedo responder a tu pregunta. El espectáculo que montan me pone los pelos de punta, pero casi siempre repiten el mismo repertorio, podría recitártelo de memoria. Mira, abren con Sonne y siguen con Amerika, Keine Lust, Sehnsucht, Asche zu Asche, Feuer Frei

—Vale, vale, vale —le interrumpió Ludka—. Te creo. La repetición termina convirtiéndose en costumbre y eso desemboca en el aburrimiento.

—Bien dicho, preciosa. Además, estoy algo decepcionado, ya que no han incluido uno de mis temas favoritos: Spieluhr.

—Ese no sé cuál es. Francamente, apenas conozco un par de canciones de Rammstein; he ido al concierto únicamente por acompañar a Halinka.

—Esa canción es distinta a las demás —insistió Johann—. Te lo aseguro. Tiene un comienzo que significa mucho para mí.

Ludka elevó las cejas.

—La busco ahora mismo y te lo demuestro —añadió él sacando su iPhone.

Ludka rio con agitación tratando de encontrar la forma de evitar aquella incómoda situación.

—Aquí está. Se la he susurrado a Halinka al oído hace un rato. ¿Entiendes alemán?

—Casi todos lo entendemos aquí, aunque muy pocos lo hablamos.

—Me sirve con que lo entiendas.

Johann se sentó en la cama pausadamente. Ludka hizo una fingida mueca de consentimiento y le dejó sitio.

—Tienes un pelo precioso —le dijo en tono cálido—. Presta atención —solicitó con voz melosa mientras rodeaba su cuello con el brazo.

La besó en la mejilla antes de apretar el play.

«Que empiece el viaje ya», pensó Johann en español.

La voz de Till Lindemann sonaba algo pobre a través de los altavoces del teléfono; estéril, como los intentos de Ludka por liberarse. Antes de perder la consciencia, le sobrevino un segundo de lucidez en el que desclasificó aquel último grito de Halinka de su repertorio sexual.

Comprendió entonces que pronto se encontraría con ella y se dejó llevar.