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Tan solo aquel ruido que aceptamos por verdad
Speakers’ Corner Hyde Park (Londres)
18 de diciembre de 2011, a las 12:34
Trató de fijarse en una, pero no pudo distinguir contorno alguno sin las gafas.
No hacía mucho que el comisario Olafsson había recibido la llamada de Erika. Ingirió dos calmantes para calmar el constante dolor que notaba en el costado. El oscurecimiento del tejido en la zona era signo inequívoco de que tenía una costilla dañada, pero no quiso saber el alcance de la lesión. Terminó el botellín de agua y le sobrevino una arcada que supo controlar. La manada estaba más excitada de lo normal: aullidos, mordiscos y rasguños eran su forma de expresión, pero Ólafur se había prometido no darles de comer ese día. Quería estar sobrio, necesitaba estarlo. Notaba su piel más fría y húmeda de lo habitual y, aunque llevaba menos de treinta y seis horas sin ingerir una sola gota de alcohol, ya notaba cierto temblor en el pulso.
Hacía un rato que había cruzado el puente del lago Serpentine y tenido que preguntar a dos señoras mayores por la ruta hacia Speakers’ Corner, donde se vería con su joven colega.
Cuando ella le propuso quedar en Hyde Park, le pareció un despropósito dado el clima tan poco propicio para estar al aire libre, pero, acto seguido, lo encontró muy oportuno, tanto como lo lejos que estaría del pub más cercano.
Divisó el color rojo del pelo de Erika a unos cincuenta metros; sin embargo, tuvo que forzar la vista para cerciorarse de que lo que estaba viendo era lo que parecía conforme iba aproximándose. A unos pasos de distancia, despejó la incógnita que envolvía a ese precipitado encuentro.
—Erika —dijo él estrechando su mano.
—Ólafur, te presento a Magda. Ella es mi…
—Madre —completó—. El parecido os delata incluso para un tipo medio ciego como yo. Encantado, señora.
—Lo mismo digo, comisario. Erika me ha hablado mucho de usted.
El comisario se aclaró la voz.
—Ya. Si no le importa, y dado que somos de la misma quinta, podemos tutearnos.
Magda le ofreció un gesto amable como respuesta.
—Ólafur, no tienes buen aspecto. Estás pálido y… ¿esas heridas? ¿Qué te ha pasado? —preguntó Erika refiriéndose a la marca que el islandés todavía lucía en el pómulo.
—Un altercado. No tiene ninguna importancia —expuso algo cortante—. Creo que tienes algunas cosas que contarme.
Erika endureció el gesto como preámbulo.
—Antes de empezar —le cortó el islandés—, hazme un cigarro de esos tuyos, te lo ruego.
Aeropuerto de Barajas, T4 (Madrid)
El vuelo 1061 de Air Europa con destino Milán previsto para las 14:55 aparecía retrasado en los paneles de información.
—¡Hay que joderse con los putos controladores aéreos! —profirió Sancho a pesar de que nada tenían que ver, en esa ocasión, con la incidencia.
Como era costumbre en él, había llegado con dos horas y media de adelanto y ya había facturado su equipaje. Miró su reloj, quedaban cincuenta minutos para embarcar más el tiempo de retraso, así que compró el periódico para amenizar la espera con el circo nacional. Más de lo mismo: la crisis y el cambio político en España, Urdangarin, la debacle financiera de los mercados y el Barça levantando otro título, un Mundialito de Clubes esta vez. Cuando estaba tratando de entender qué competición era esa, vibró el teléfono en su chaqueta. Era Peteira. El inspector frunció el ceño antes de contestar.
—Sancho.
—Soy Álvaro —contestó susurrando—. ¿Estás sentado?
—Precisamente, pero… ¿por qué hablas tan bajo? ¿Qué coño te pasa?
—Aquí se armó un «pifostio» del «recopón» bendito, y te hablo bajo porque no debería ni haber marcado tu número.
—Entiendo —dijo doblando el ejemplar de El País e incorporándose para buscar una zona libre donde poder andar en círculos.
—¿Ya te enteraste del último apuñalamiento? ¿Ese de la zona centro?
—Sí, Áxel me lo contó.
—Bueno, pues ahora resulta que el principal sospechoso es de la empresa.
—¿De la suya?
—No, carallo; de la nuestra, pero no es de Valladolid.
—¡Hay que joderse…!
—Mucho, Sancho, hay que joderse mucho. Pero no te llamé por eso. Por si nos faltaba mierda que tragar, hace un par de horas nos avisaron de la aparición del cuerpo de una muchacha en un piso de Huerta del Rey —informó con su marcada entonación gallega—. Lo encontró su padre, figúrate el marrón. ¡La Virgen! El forense calcula que lleva muerta unas treinta y seis horas.
—¿Villamil?
—No, Suso García Zárate.
—No le conozco.
—Da igual. A falta de corroborarlo en la autopsia, parece que la muerte fue por fractura cervical severa.
—¿Y?
—Tiene signos de haber sido previamente estrangulada, pero todo parece indicar que no midió las fuerzas y terminó rompiéndole el cuello, y queda lo mejor: el cuerpo está mutilado. Le faltan las primeras falanges de los dedos de las manos.
Sancho apretó el teléfono contra la oreja y se frotó el mentón aceleradamente.
—¿Todas? —preguntó asociando el hecho a las amputaciones de Stefania Gaspari y Komovi.
—Todas.
—¿Puede ser un imitador?
—Eso quisiera Travieso. Tendrías que verle la cara, no sabe dónde enterrarse. Pero no, no creemos que se trate de un imitador. Nos dejó otro poemita. Mejor dicho, te —recalcó— dejó.
—¿Cómo dices?
—Lo leí. Está claramente dirigido a ti, inspector. Blanco y en botella. ¿Estás en Valladolid?
Sancho resopló tratando de aflojar la congoja del trance.
—No, estoy a punto de coger un vuelo. ¡Me cago en mi puta vida!
—No te llamé para que vinieras, solo pensé que debía contártelo yo antes de que te enteraras por otro.
—Sí. Gracias, Álvaro. Escucha, ¿estáis completamente seguros de que se trata de Augusto? —preguntó con la exigua esperanza de encontrar una negativa por respuesta.
—Inspector, sabes tan bien como yo que lo de los poemas jamás trascendió a la prensa y que, cuando Travieso y Pemán cerraron el caso por la vía rápida, nunca quisieron admitir que los nuestros tuvieran que ver con los otros asesinatos que nos llegaban vía Interpol. Su caso —recalcó enfatizando el posesivo— estaba resuelto. Ahora, parece que no es así, y esto le baila a Copito como la compresa a una coja.
Por un momento, el silencio se adueñó de las ondas.
—¿Inspector?
—Dame un par de horas —dijo al fin—, te veo en comisaría. No, espera. Mejor, en el escenario.
Colgó.
Cuando volvió a mirar el panel, el estatus de su vuelo había cambiado a on time. Entonces, visualizó su maleta recién comprada dando vueltas en la sala de recogida de equipajes del aeropuerto de Milán.
—¡Hay que rejoderse! ¡Me cago en mi vida! —expresó apretando los puños en dirección a la zona de taxis.
Hyde Park (Londres)
—Creí que te debía una explicación, y quería hacerlo en persona.
Así remató Erika el resumen de la vida de su madre.
Ólafur hizo lo propio con el cigarro a pesar de que cada calada se convertía en un doloroso recordatorio de su costilla. El islandés había sido capaz de controlar las náuseas sin tener que vomitar, pero cada vez se notaba más desgastado.
—Te lo agradezco, aunque supongo que habéis venido a Londres para algo más que dar paseos por Hyde Park.
—Debemos hablar con Michelson —admitió Erika.
—Pero tenemos un pacto. No habrá más sangre —se apresuró Magda a puntualizar.
—Michelson mencionó en varias ocasiones que su padre se estaba muriendo. ¿Qué esperáis conseguir? —quiso saber en medio del fragor de la batalla que sostenía para mantener a raya a la jauría.
Erika se dispuso a responder, pero su madre la asió del brazo con firme sutileza reclamando su derecho a contestar.
—Ese hombre me arrebató el pasado y me separó de mi familia. La muerte de mi marido me hizo recordar y, solo así, he podido recuperar a mi hija. No pienso ponerla en peligro, puedes estar seguro, pero ese hombre tiene que saber que no pudo conmigo; mejor dicho —rectificó dulcemente—, necesito ser yo quien le diga que sigo con vida.
El comisario Olafsson sostuvo la mirada de la mujer y se sumergió por completo en ese azul esmeralda tornasolado. Encontró aflicción y esperanza en su interior, unas aguas en las que él mismo llevaba nadando desde hacía demasiado tiempo.
—¿Necesitáis algo de mí?
—Solo que estés cerca —dijo Erika— y que me des cobertura.
Ólafur asintió. Necesitaba dar de comer a la manada. El dolor se hacía cada vez más intenso, casi insufrible. Metió las manos en los bolsillos para evitar que los temblores le delataran y se giró tratando de ocultar la delatadora mueca. No lo consiguió, no a los ojos de Magda.
—Voy a llamarle —anunció la psicóloga.
Magda le hizo un gesto de confirmación y Erika se retiró unos metros con el móvil pegado a la oreja. Al segundo tono, descolgó.
—Erika —contestó el de la Interpol antes de hacer una pausa—. Estaba esperando tu llamada. O mucho me equivoco contigo o hemos alcanzado la meta a la vez. ¿Dónde y cuándo quieres que nos veamos?
—Estoy en Londres.
—Lo sé, llegaste ayer a las 14:00 en un vuelo de Jat Airways procedente de Belgrado. Intuyo para qué fuiste y a qué has venido —expuso sin ninguna acritud—. Si me dices dónde estás, puedo enviar un coche a buscarte.
—Estoy en Hyde Park, pero prefiero que me digas dónde nos vemos.
—A quien has venido a buscar vive aquí, conmigo.
Erika decidió no contestar o no supo qué responder.
—Mi padre lleva seis años sin salir de casa. Vivo en el 51 de Fleet Street, en la cuarta planta. ¿En qué parte de Hyde Park estás?
—En Speakers’ Corner.
—Muy bien. Entonces, coge el metro en Marble Arch. Central Line hasta Chancery Lane. Desde allí, son menos de cinco minutos a pie. No obstante, si lo prefieres, puedo esperarte a la salida del metro.
—Lo encontraré, no hará falta. Voy para allá.
—Te espero en unos treinta minutos. ¿Has comido?
Erika ya había colgado.
El edificio era antiguo y estrecho, estaba flanqueado por otros de corte más moderno y lucía una fachada neoclásica de piedra blanca. Desde la acera opuesta en la que se encontraba Erika, parecía un prisionero conducido al cadalso por dos carceleros. Se apreciaba claramente que había sido recientemente rehabilitado, pero, aun así, la negra impronta del nutrido tráfico rodado de Londres estaba empezando a aparecer.
Erika intentaba administrar la tensión mientras esperaba a que el semáforo de peatones se pusiera en verde. Tal y como habían acordado, Magda esperaba noticias junto a Ólafur Olafsson en el Starbucks situado en el número 30-32 de la misma calle. El islandés había tenido que encerrarse en el baño para secar el sudor que empapaba su frente.
Se miró en el espejo y apenas encontró reminiscencia alguna de color.
Erika dejó el dedo pulsado en el timbre durante un segundo, lo que Michelson tardó en abrir la puerta. La cancela del ascensor tipo jaula emitió un desagradable chirrido al cerrarse. La cabina parecía ser originaria de un hotel de lujo de los años cuarenta: estructura de hierro forjado pintada una y mil veces de color oro; paños interiores acolchados en un rojo cereza cuya intensidad cromática había sido devorada por el paso del tiempo; botonera de acero dispuesta en una única fila y pasamanos del mismo material, frío y robusto.
El mismo ruido estridente anunció la llegada de la visita.
Michelson esperaba bajo el quicio de la puerta con las manos a la espalda y los labios apretados dibujando una línea recta casi perfecta bajo su nariz.
—Bienvenida, Erika. Adelante.
Ella le devolvió el saludo elevando sutilmente sus cejas.
—Puedes colgar el abrigo ahí —le indicó—. Diciembre no es el mejor mes para visitar Londres —comentó Michelson tratando de arrancar alguna palabra a su invitada.
—No he venido para hacer turismo.
—Sé a lo que has venido. Pasa a mi despacho, por favor, hay algo que quiero enseñarte. Es la segunda puerta a la derecha.
La madera del suelo crujía bajo sus pies y la luz artificial de color miel proporcionaba una atmósfera cálida al pasillo principal de la vivienda. La puerta estaba abierta.
—¿Puedo ofrecerte algo de beber?
—No, gracias —declinó tajante.
—Está bien. Siéntate, por favor.
El despacho era amplio y el orden dominaba en la estancia. En las paredes, pintadas de un verde hoja muy pálido, destacaban las fotografías de corte militar y muchas condecoraciones. Erika se fijó en una.
—La Cruz Victoria, otorgada por la reina Victoria a mi bisabuelo, Mathew J. Michelson. Está fabricada con el bronce de los cañones capturados a los rusos en Sebastopol durante la Guerra de Crimea. Mi abuelo, Robert J. Michelson, asistió a la ceremonia con ocho años de edad y se alistó en el ejército cuando cumplió los dieciocho. Murió en la Primera Guerra Mundial, el primer día de la trágica batalla del Somme. Le concedieron póstumamente la Estrella 1914. Aquella —indicó señalando la pared opuesta—. El resto de las condecoraciones, todas las que están agrupadas allí, son de mi padre, Mathew J. Michelson: distinción como Caballero de la Gran Cruz de la Orden de San Miguel y San Jorge, la Orden del Mérito, la Orden del Servicio Distinguido y otras menores con las que no quiero aburrirte. Como verás, el único que no ha seguido la tradición familiar castrense he sido yo. A mí me tocó otra cosa. Con tu permiso, voy a tomarme una copa. ¿Seguro que no quieres nada?
—Seguro —respondió ella adoptando una postura cómoda en la silla situada frente a la de su anfitrión.
—Como prefieras. No sé muy bien por dónde empezar —reconoció mientras se preparaba un gin-tonic—. En mayo de 1995, mi padre voló a Zagreb desde Londres como miembro de una embajada británica que pretendía recabar información para redactar lo que más tarde se conocería como Acuerdos de Dayton[57]. Me gustaría aclararte que en ningún momento tuve conocimiento de su presencia en los Balcanes. A él le gustaba trabajar por su cuenta, así se lo enseñaron —observó con aroma exculpatorio—. Yo no estaba consiguiendo grandes avances en la venta de los lotes de armamento ligero que teníamos dispuestos para los serbios: cuatro mil fusiles de asalto Galil, de fabricación israelí. De hecho, únicamente pude reunirme una vez con Karadzic y, prácticamente, no quiso escuchar mi propuesta. He de reconocer que había perdido la esperanza de terminar con éxito mi cometido dada la proximidad del final de la contienda. Lo que yo no sabía, pero mi padre sí, era que Slobodan Milosevic[58] ya estaba planificando las operaciones militares contra Kosovo, para lo cual necesitaría renovar su arsenal militar. Aquí está todo —dijo alargando una carpeta de tapa marrón hacia Erika—. Papá tenía la costumbre de dejar todo registrado.
Erika abrió la carpeta.
—El 18 de julio, tuvo el primer encuentro con Mladic en Banja Luka. No hubo acuerdo en el precio. Ellos solamente estaban dispuestos a pagar un millón de dólares por un lote cuyo valor de mercado era de, al menos, dos y medio. No obstante, él fue más allá; mucho más allá —precisó con cierta acritud—, y elaboró otra oferta en la que incluía la venta de información obtenida a partir de la Red Gladio por un poco más. Así, en un segundo encuentro, también en Banja Luka, se cerró el acuerdo por tres millones de dólares. Fíjate quién estuvo presente por parte de la delegación serbia en calidad de agregada militar para el BIA[59]. Más abajo —indicó con el dedo.
—Erika Eisenberg.
—Tu madre estaba al tanto de estas negociaciones. Ahora, mira las anotaciones al final de la página siguiente. Es la letra de mi padre.
—Investigar.
—Investigar —repitió—. Y eso hizo. Este otro es el informe de VR21RU, que es el código del agente que le facilitó la información. Pasa la página, por favor. Mi padre descubrió que Erika Eisenberg figuraba entre el personal activo del SVR[60], y verás que aparecen todas las fechas de los seis viajes que hizo a Moscú desde 1993. No hace falta que te diga el enorme inconveniente que suponía tu madre.
—¿Y por eso decidió asesinarla?
—No. Pasa la página. Tu madre también hizo sus deberes y descubrió que mi padre no solo estaba negociando con los serbios, sino que también estaba, estábamos —corrigió—, tratando con croatas y bosnios, y el hecho de que siempre estuviera tan cerca de Mladic le hizo tomar la decisión. Tenía que eliminarla, pero antes debía encontrar un motivo para ello. Los viajes a Moscú le dieron la solución. Lee lo que pone a lápiz al lado del fechado el 12 de marzo de 1994.
—Ana Mladic.
—Eso es. Ya solo era cuestión de encontrar el momento, y el caos que reinaba en Srebrenica durante aquellos días se lo puso en bandeja. Aprovechando la ausencia de Mladic, que se aseguró de no estar presente durante la masacre, convenció al responsable de las fuerzas del orden de la zona, Vujadin Popovic, aduciendo que había descubierto que Erika Eisenberg era la causante directa del suicidio de Ana Mladic. Una perita en dulce para ganar puntos de cara al hombre fuerte del ejército. No está escrito en ningún sitio, pero conozco a mi padre y estoy seguro de que él mismo se encargó de apretar el gatillo.
—Sí, lo hizo él —aseguró Erika.
—Es más que probable —reconoció con tono apagado.
—Sé que lo hizo él —insistió e hizo una pausa antes de continuar.
Michelson se dio cuenta de que algo se le estaba escapando.
—Si quieres, puedo decirle a mi madre que suba y te lo cuente ella misma.
A Michelson se le atragantó el gin-tonic.
AVE Madrid-Valladolid
—Sancho, ¿¡ya has aterrizado!?
—Gracia, verás…
—Cazzo! Esa voz.
—Me han llamado cuando estaba en el aeropuerto. Han encontrado a una chica en Valladolid…, en fin. Él ha vuelto.
Gracia Galo tardó en contestar:
—Porca puttana!
—Lo siento mucho, Gracia.
—Sta bene, sta bene…
La voz de la inspectora jefe desvelaba cierto grado de irritación.
—Por tanto, ¿ha regresado a Valladolid?
—Están seguros. Mutilación y poema. Me necesitan. Mataría por estar contigo.
—Appunto!
—¿Perdón?
—¡Pues eso, que espero que termines con ese hijo del demonio de una maldita vez y puedas rehacer tu vida! Que te quites ese lastre que llevas arrastrando… ¿cuánto tiempo ya, Sancho?
—No sé, demasiado.
—Mucho más de lo que estamos preparados para aguantar, inspector. Por favor, mantenme al corriente de todo.
—Lo haré.
—Y cuídate mucho.
—Lo siento, Gracia.
—A presto.
—A presto —repitió Sancho con la mirada perdida en el blanquecino paisaje de la meseta castellana.
Miró su reloj. El AVE llegaría en cincuenta y cinco minutos. Desde la comodidad de su asiento, no se percibía la velocidad; casi trescientos kilómetros por hora. Entonces, se acordó de la conversación con Carapocha en el restaurante de Belgrado, cuando estaban planificando la batalla de las percepciones con su Orestes.
Desmenuzando el sentido de cada palabra, el inspector apoyó la frente sobre el cristal de la ventana y cerró los ojos para ver las facciones de Augusto Ledesma con mayor claridad.
Su gyrus fusiforme se puso a trabajar a la misma velocidad que el tren.
Residencia de Robert J. Michelson (Londres)
Robert J. Michelson había permanecido con la boca entreabierta y la mirada fija durante la explicación de Erika. La falta de costumbre le dificultaba enormemente la digestión de las noticias inesperadas.
En cuanto ella dejó de hablar, el de la Interpol extendió los brazos para alcanzar sus manos.
—No sabes cuánto me alegro de que esté viva.
Erika analizó aquellas palabras y llegó a la conclusión de que, por lo menos, sonaban sinceras.
—¿Y ahora qué? —quiso saber el británico.
—Necesita verle. Tiene que enfrentarse de nuevo a su rostro. Es lo único que no recuerda.
—Hace tiempo que mi padre no es capaz de mantener una conversación. Difícilmente puede respirar por sí solo. Tiene un asistente las veinticuatro horas del día. No sé qué espera encontrar tu madre.
—Quizá únicamente ponerse delante de él y decirle que sigue viva.
Michelson apretó los labios y soltó el aire por la nariz asintiendo levemente con la cabeza.
—Voy a llamarla —anunció ella.
—Espera. Tu madre necesita verle, correcto. ¿Y tú?
—Yo necesitaba verte a ti. Quería saber si estabas, o no, al corriente. Si traicionaste a mi padre.
—Ahí está todo —dijo señalando la carpeta marrón.
—Aquí no hay más que palabras escritas. Si me hubieras mentido, lo sabría —aseguró con vehemencia mientras deslizaba el dedo por la pantalla de su teléfono—. Por cierto…
Michelson apartó la copa de los labios.
—Nuestro pacto sigue en vigor.
Avenida José Luis Arrese, 21-2.º A (Valladolid)
A las 15:39, el inspector Ramiro Sancho estaba bajando del taxi.
Se detuvo para examinar la parcela; le resultaba extrañamente familiar, pero no lograba recordar por qué. El frío le obligó a levantarse el cuello del abrigo y meter las manos en los bolsillos.
Dos agentes de uniforme custodiaban la entrada del portal. El inspector les saludó con un escurrido «Buenas tardes» cuando una voz a su espalda le hizo girarse.
—Inspector.
Áxel Botello le hizo un gesto con el brazo. Estaba acompañado por el agente de la Motorizada Dani Navarro.
—Buenas tardes, muchachos —saludó—. ¿Cómo está el tema?
—Tenso, muy tenso —contestó Áxel—. ¡Con lo bien que estaba yo hace solo unos días en Tailandia!
—El forense ha terminado y acaban de llevarse el cuerpo —dijo Navarro.
—¿Y quién ha sido el agraciado?
—El juez Sanz San Antonio.
—El Malahostia. Cojonudo, contadme.
—El padre estaba fuera de sí, en el descansillo —informó Navarro—, rodeado de vecinos que trataban de calmarle. Parece que no ha tocado nada, o eso nos ha dicho. La chica se encontraba recostada en el sofá. Nos dimos cuenta de las mutilaciones inmediatamente, y lo notifiqué a la sala. El folio con el poema estaba encima de la mesa. ¡Joder, Sancho…!
—Está dirigido a ti —apuntó Áxel.
—Ya me ha dicho Peteira —confirmó Sancho con voz queda pasándose la mano por el mentón—. ¿Quién está arriba?
—La gente de Salcedo y Peteira.
—¿Matesanz?
—Se ha marchado a comisaría con Copi…, con el comisario Alfageme y Travieso.
—Voy a subir. Nos vemos luego.
—Inspector —intervino Áxel—, ¿vuelves a la primera línea?
—No lo sé, Áxel, eso no depende de mí.
Sancho subió las escaleras hasta el segundo piso. En el descansillo, se encontró con Peteira, que le recibió con un fuerte apretón de manos.
—Poco podemos hacer ya aquí. Los de la Científica están sacando brillo a todo.
Agarrándole del brazo, Peteira le indicó con la cabeza que le acompañara. Bajaron un piso y el subinspector le informó en voz queda:
—El comisario me preguntó por ti —expuso adornando las palabras con su peculiar acento—. Le dije que venías de camino. Seguidamente, le escuché hablar con Travieso y, al rato, me pidió que te dijese que pasaras por la comisaría cuando llegases. Creo que van a ponerte al frente del caso.
—Gracias, Álvaro. Voy a subir para echar un vistazo y, si te parece, nos vamos juntos y vemos qué regalo me han preparado.
El gallego asintió.
—Te espero abajo echando un pitillo. Por cierto, me alegro mucho de que estés aquí.
—Pues yo no, Álvaro, yo no.
Residencia de Robert J. Michelson (Londres)
Robert J. Michelson no supo reaccionar cuando vio a Erika Eisenberg después de quince años. A pesar de que la edad había dejado huella en su rostro, conservaba esa mirada tan reflexiva, tan heterodoxa.
—No sé qué decir —reconoció el de la Interpol—. Estoy confundido, avergonzado.
Erika posó la mano en el hombro de aquel hombre corpulento que parecía que iba a derrumbarse en el acto.
—No tienes que decir nada, Robbie, solo llévame hasta él.
Michelson sintió un latigazo en el alma cuando le llamó como solía hacerlo Carapocha y bajó la cabeza como muestra de respeto.
—¿Ólafur? —intervino intencionadamente Erika.
—Luego nos llama. Se sentía algo indispuesto y le dije que se fuera a descansar.
Michelson frunció el ceño, pero prefirió no hacer ningún comentario.
—Es por aquí.
—Yo os espero —anunció Erika señalando al despacho—. Creo que ahora sí voy a aceptar ese trago.
—Te acompaño en cuanto baje —indicó el anfitrión.
Con cada peldaño que ascendía, Magda Voosen notaba que le iba faltando el oxígeno, como si estuviera escalando un ocho mil y se encontrara a punto de hacer cumbre. Intentó vaciar la mente de imágenes, pero el semblante de su marido era absolutamente indeleble. Antes de pararse frente a la puerta, comprendió que debía compartir el momento con él y se dejó llevar por la emoción.
—Te dejo sola. Está al fondo, en ese sofá. A esta hora, siempre está despierto. Tómate todo el tiempo que necesites.
Erika no dio un paso hasta que dejó de escuchar el crujir de la madera en el descenso de Robert J. Michelson. La luz que entraba de la calle perdía intensidad al filtrarse entre las cortinas de color beis; sin embargo, podía distinguir la parte posterior de una cabeza, inmóvil, sobresaliendo unos centímetros por encima del respaldo de un antiguo sofá.
En el despacho de Michelson, sonó el teléfono. Nunca le llamaban en domingo si no era estrictamente necesario. Se le iluminó el rostro cuando escuchó lo que Charly, su asistente personal, tenía que contarle.
Magda avanzó despacio, vacilante, escuchando sus propios latidos, que se superponían al ruido del tráfico de la calle. Se detuvo a menos de un metro de distancia del sofá y se palpó la cicatriz de la cabeza.
Imágenes inéditas empezaron a aparecer en sus retinas como cegadores fogonazos. Era como si se hubiera abierto un grifo por el que manaban los recuerdos más preciados, los más preciosos: los paseos con Armando por el Kremlin, las sesiones de cama en la casa de Unter der Linden, la cara de Armando cuando cogió a su hija recién nacida por vez primera, la rehabilitación de Siberia, los atardeceres en los acantilados de Barrika, las primeras batallas de la pequeña Erika contra las olas del Cantábrico… Todas en una sucesión interminable de emociones que la obligaron a apoyarse en el respaldo del sofá en el que estaba sentado quien tanto le había arrebatado. Perdió la noción del tiempo hasta que, por fin, lo comprendió.
Entonces, se giró para deshacer el camino. Magda avanzó despacio, segura, escuchando sus propios latidos, que se superponían al ruido del tráfico de la calle. Al encontrarse con los ojos expectantes de su hija, se adelantó a la pregunta con la mejor de sus sonrisas.
Oxford Street (Londres)
Ólafur Olafsson trataba de hacer zoom con la mirada a través del escaparate esquivando a los maniquíes, que no eran sino obstáculos que se interponían entre él y su objetivo. Tenía la boca seca y los ojos húmidos. La última vomitona en el baño del Starbucks le había provocado un intenso dolor de cabeza, y podía sentir que sus manos temblaban incluso dentro de los pantalones. Aun así, sacó fuerzas de donde no tenía para llegar hasta la calle londinense.
La información que le había proporcionado Connor era precisa. El negocio parecía ir viento en popa, la tienda estaba repleta de clientes haciendo sus compras de Navidad, pero reconoció a Sinéad de inmediato a pesar del tumulto. Ella estaba tras el mostrador más cercano a la puerta de entrada, y la distancia que les separaba todavía estaba dentro del rango de visión del comisario.
Se había cortado el pelo, llevaba gafas de pasta roja y vestía de forma elegante, o eso le pareció ver.
Quería entrar, pero sus pies no se movían; en realidad, lo único que lo hacía era su entorno.
Tardó en darse cuenta de que el móvil estaba vibrando en el bolsillo interior de la gabardina. Se apoyó de espaldas contra la pared para mantener el equilibrio y contestó sin mirar la pantalla.
—Olafsson.
—Acaban de avisarnos —le informó Erika—. Ha vuelto a actuar en Valladolid. Michelson está a punto de comprar los billetes de avión. Salimos mañana.
—Entiendo que las cosas han ido tal y como esperabais.
—Sí, perdona, debí habértelo dicho.
El comisario seguía cada movimiento de Sinéad con los ojos.
—Te llamo para saber si te unes al grupo. Sancho ya está allí —informó Erika.
El comisario carraspeó antes de contestar. En realidad, no había mucho que pensar.
Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
Sancho sabía que no debería estar allí, pero no se sintió como un usurpador cuando se sentó en su antigua mesa. Tampoco le extrañó la familiaridad con la que los agentes Arnau, Montes y Garrido le dieron la bienvenida. Era como si hubiera regresado de unas infernales vacaciones de nueve meses.
—Matesanz no ha querido tocar nada. Todo está tal cual lo dejaste —observó Álvaro Peteira. Junto al subinspector, visualizaron una a una las más de doscientas fotos tomadas en el lugar de los hechos mientras esperaban a que el comisario Herranz Alfageme les avisara para unirse, junto a Travieso y Matesanz, a la reunión que mantenían desde las cuatro de la tarde.
—Sancho, es Matesanz —le informó pasándole el inalámbrico.
—Buenas tardes, amigo —dijo el inspector.
—Buenas tardes, Sancho. Te invito a tomar un café asqueroso en la asquerosa máquina de abajo. Todavía hay que esperar a que vengan Pemán y Miralles.
—Claro. Bajo.
El subinspector Matesanz, que se había hecho cargo del Grupo de Homicidios durante su excedencia, le apretó la mano con fuerza.
—Te veo bien —le saludó Sancho—. Para la edad que tienes, claro —añadió tirando del repertorio de bromas de comisaría—. ¿Cortado sin azúcar?
—Gracias, hombre, gracias. Tú, en cambio, estás hecho un trapo. ¿Has adelgazado?
—He perdido un par de kilos, sí, y acabo de descubrir quién los ha encontrado.
—Me cuidan bien, ya sabes.
Matesanz sonrió ampliamente, lo cual era tan raro como reconfortante, a pesar de la fugacidad del gesto.
—Sancho…
—No —le cortó el inspector—. No hace falta.
—Mira, a mí me enseñaron que un hombre no es hombre si no es capaz de reconocer sus errores y pedir disculpas, y yo me equivoqué. Siento muchísimo no haberte creído en su día, y también siento muchísimo lo de tu madre.
Sancho sostuvo su mirada y asintió al tiempo que le ponía la mano en el hombro.
—Centrémonos en agarrarle.
—Ha vuelto a por ti.
—Lo sé. Y yo a por él, así que no tenemos más remedio que encontrarnos.
—Estaré cerca cuando eso suceda —afirmó Matesanz con tono severo.
Sancho hizo una mueca tras dar el primer sorbo al café.
—Hay cosas que nunca mejoran —apuntó el subinspector.
—Pero tampoco empeoran —completó Sancho.
Minutos después, el inspector comprendió el mote del comisario Herranz Alfageme. Su piel era de un color blanquecino muy turbador. Era como si fuera portador de las cepas de todos los virus conocidos y estuviera a punto de perder el conocimiento en cualquier instante. Al margen de su aspecto, el comisario se ganó el respeto de Sancho durante los primeros minutos de la reunión, cuando contradijo de forma respetuosa —por segunda vez— al comisario provincial Travieso, provocando el enrojecimiento de su superior. La juez Miralles le había saludado afectuosamente, pero adoptó una actitud reservada de inmediato, casi distante. Por su parte, el subdelegado del Gobierno, Pablo Pemán, todavía no había intervenido y se le notaba impaciente, como el alumno aventajado que se sabe la lección y está esperando a que la señorita le permita lucirse.
—Muy bien, señores. Hasta aquí, los hechos —estalló Pemán—. Todo apunta a que volvemos a tener un asesino en serie en nuestra ciudad y que no queda otro remedio que reabrir el caso Bragado. En su día, se cometió un error y es nuestra obligación rectificar cuanto antes.
—Si me permite —intervino Sancho—, hace meses que la Interpol ha llegado a esa misma conclusión incluyendo los homicidios perpetrados en Valladolid en la carrera delictiva de Augusto Ledesma. Que en esta jefatura no lo hayan admitido hasta hoy no significa que la Interpol estuviera de acuerdo. De hecho, les aseguro que no tardarán en recibir un comunicado de la OCN de Madrid solicitando la colaboración de nuestros efectivos con el grupo que dirige Robert J. Michelson, jefe de la Unidad de Búsqueda Internacional de Prófugos, del que formo parte.
Por la reacción del comisario provincial, Sancho supo que el comunicado ya había llegado.
—No teníamos pruebas para reabrir un caso que dimos por cerrado —se justificó Travieso.
—Equivocadamente. Querrá decir que dimos por cerrado equivocadamente —completó la juez Miralles—. El significado de la frase cambia por completo. No sé si son ustedes conscientes de un hecho: nuestro error lo han pagado en otras ciudades con más víctimas. Muchas. Demasiadas —puntualizó con acre acritud—, así que dejémonos de rectificaciones burocráticas y pongámonos el traje de faena.
—A eso me refería yo precisamente —repuso el político—. Opino que deberíamos poner al inspector Sancho al frente del caso. Si él está de acuerdo, yo mismo me encargaré de hacer las gestiones necesarias para suspender su período de excedencia y restablecerle en el cargo de forma inmediata. Esto ya lo hemos hablado con las personas implicadas, aquí presentes, y hay unanimidad.
Las miradas confluyeron en el pelirrojo.
—Estoy de acuerdo —corroboró.
—Perfecto, señores. Como ha dicho la juez, pongámonos a trabajar —concluyó Pemán levantándose de la mesa.
—Me gustaría añadir algo —intervino Matesanz para sorpresa de los presentes y provocando el gesto de rechazo del subdelegado—. En su día, ensuciamos el nombre de un hombre y el de su familia. Debemos remediarlo.
Pemán chasqueó la lengua y Travieso desvió la mirada como si hubiera escuchado un chasquido en la profundidad del bosque imaginario en el que trataba de ocultarse.
—Es nuestra obligación —secundó el comisario Herranz Alfageme.
—Por supuesto —indicó la juez.
—Encárguese usted —ordenó Pemán a Travieso a regañadientes.
El comisario provincial tragó saliva con sabor a hiel.
—Disculpen —dijo el inspector Sancho sin moverse de su sitio—. Sin duda, es algo que tenemos que hacer y que haremos, pero no hasta que atrapemos a Augusto Ledesma.
Cuando hubo argumentado su propuesta y convencido al foro, la reunión se dio por concluida. Sancho buscó un lugar apartado y marcó el teléfono de la periodista de El Norte de Castilla.