Encerrado entre ti mismo

Prisión Sremska Mitrovica (Serbia)

26 de julio de 2011, a las 08:25

Las matas de pelo se iban acumulando en el diminuto lavabo en el que reinaba la penumbra. La única bombilla era la que descendía desde el techo, desnuda, tímida y solitaria como una araña que se descuelga de su tela.

Sancho apenas podía distinguir su propio reflejo.

Ni falta que hacía.

Porque lo único que realmente necesitaba era escuchar el sonido de la tijera al cortar. Se notó algo más huesudo al palparse la cara para ajustar la profundidad del corte, pero no le dio importancia. Por fin, iba a salir. Diez semanas y un día encerrado injustamente; setenta y un días con todas sus horas, minutos y segundos. Tenía el semblante contraído, pero respiraba de forma rítmica y sosegada, como un paciente anestesiado.

Los pelos del bigote llegaban hasta el labio inferior si los estiraba, así que colocó la tijera en posición y fue rasurando lo más cerca de la raíz que pudo. Después, hizo una segunda pasada con la tijera por toda la barba y, guiándose de nuevo por el sentido del tacto, se propuso igualar la escabechina. La pila estaba completamente cubierta por una espesura cobriza y apenas se distinguía el color plateado del acero. Recogió todo con una mano y lo arrojó al suelo con cierta repulsa, como si eso que le había cubierto el mentón tanto tiempo ahora apestara. Puso el tapón y abrió la llave de paso que hacía las funciones de grifo. Mientras aquel hilo pseudocristalino y de escasa presión llenaba el lavabo poco a poco, el inspector Ramiro Sancho comenzó a repartir la espuma de afeitar por cabeza y barba. Cerró la llave y miró la cuchilla. Hizo un esfuerzo para recordar la última vez que una hoja de afeitar había acariciado su piel. No lo consiguió, pero estaba casi seguro de que fue cuando vivía con Nagore. Hacía demasiado tiempo de aquello; tanto, que ni siquiera conseguía enfocar bien los rasgos faciales de su exmujer. Tratando de identificar y visualizar las distintas etapas que le habían llevado hasta esa celda repleta de humedades, en el penal más importante de Serbia, hizo presión con la cuchilla desde la nuez hasta la barbilla.

Sancho nunca se había planteado el motivo por el cual decidió presentarse a las oposiciones de inspector de policía al finalizar la carrera de Derecho con un expediente académico muy del montón. Tampoco recordaba el momento preciso en el que tomó la decisión, pero se sintió francamente orgulloso cuando sacó la plaza y se lo comunicó a su familia, como si hubiera conseguido algo que hubiera estado persiguiendo durante toda una vida. De su etapa de formación, recordaba las noches que compartió con Paco el Rata en el madrileño barrio de Entrevías. Aquel tipo con careto de roedor que apagaba los cigarros en la alfombrilla del coche y bebía más ponche Caballero que agua le enseñó el significado de la palabra compañerismo. A través de los ojos del Rata, Sancho supo leer el desgaste de un «madero» entregado a su profesión y aún se seguía preguntando si le quedaba tanto por aprender como él le repetía continuamente. Algunos meses más tarde, afrontó con ímpetu su nuevo destino en la Unidad Territorial de Información de San Sebastián y, dos años después, se casó con Nagore. Sancho sabía que no estaban atravesando por el mejor período de su relación, pero no se dio cuenta de que, cada día que pasaba, las grietas iban convirtiéndose en fracturas que conformaron un gran abismo un domingo de mayo; fue imposible atravesarlo, y menos juntos.

Su fracaso matrimonial le hizo replantearse el futuro, y la vacante de inspector del Grupo de Homicidios de Valladolid se presentó como una buena oportunidad para rehacer su vida; nunca imaginó que aquella decisión pretérita pudiera marcar su presente a fuego e hipotecar su futuro.

Tras lavarse la cara, inspiró lentamente y se miró al espejo. Le costó reconocerse, y se encontró de nuevo con la afirmación de Paco el Rata mientras buscaba respuestas.

—¡Hay que joderse! —le contestó.

Su abogado le comunicó la noticia sobre las siete de la tarde: el juez Stanojevic[27] había decretado su puesta en libertad sin cargos tras los últimos acontecimientos relacionados con los hechos que se le imputaban. Horas antes, la fiscalía de Trieste había retirado la acusación contra él y anulaba la orden de extradición cursada a Serbia a través de la Interpol. Estaba totalmente limpio, como su rostro de vello cuando se pasó la toalla; excepto sus pobladas cejas. Solo faltaba la cabeza, y tenía tan claro que iba a rapársela al cero como que se pondría tras la pista de Augusto Ledesma en el preciso momento en que pisara la calle. El inspector Sancho había dispuesto del tiempo necesario durante los últimos dos meses para encajar todas las piezas del puzle Orestes/Augusto. Sin embargo, no conseguía encontrar el sitio para la última petición de Armando Lopategui: «Cuida de ella». Cuando se pasó la mano por el cogote para comprobar la calidad del rasurado, dudó si verdaderamente estaba, o no, capacitado para cuidar de sí mismo como para pensar en terceras personas. Además, ya tenía otra deuda que saldar, esa que había contraído con un moribundo que entregó la vida por salvar la suya.

Dio con la clave al terminar de afeitarse: aquella pieza no pertenecía al mismo rompecabezas.

Recorriendo por última vez el pasillo de suelo arlequinado sin dejar de mirar al frente, se juró que, de algún modo, sacaría provecho de haber estado encerrado entre aquellos muros. Grabó para siempre en su memoria el murmullo que provenía de las otras celdas al verle pasar acompañado por dos funcionarios de prisiones. Cuando le devolvieron su pasaporte y el resto de sus pertenencias, echó de menos el Colt Anaconda que le arrebató al señor Kapllani. Supuso que, tras su detención, reposaría en la armería de alguna comisaría de Belgrado. Pensando en la forma de recuperarlo, siguió como un autómata las últimas instrucciones que le dieron los serbios.

La luz exterior le obligó a bajar la mirada durante unos instantes. El último sonido que escuchó a su espalda fue el de la bocina que acompañaba al cierre de la puerta principal de la cárcel de Sremska Mitrovica. El primero de su reconquistada libertad fue la voz que pronunció su nombre con un acento muy familiar. Cuando sus pupilas se adaptaron al entorno, levantó la cabeza.

Gracia Galo le pareció la mujer más bonita sobre la faz de la tierra. Sus labios finos, pintados de un rojo muy vivo, fueron el foco de atención del inspector durante unas interminables décimas de segundo.

Ispettore, a eso llamo yo un cambio de look radical —observó ella—. Me alegro mucho de verte.

Sancho se esforzó por esbozar una sonrisa algo más que amable.

—Si te doy un abrazo, no lo malinterpretaremos en el futuro. Vero?

Vero —repitió él con tono grave mientras rodeaba el delgado cuerpo de la triestina, que quedó envuelto en la envergadura de Sancho—. Yo también me alegro mucho de verte.

—¿Cómo estás? —quiso saber la inspectora jefe.

—Estoy. Gracias por venir a buscarme, no tenías por qué.

—Lo sé, pero quería ser yo quien te pusiera al corriente sobre los últimos acontecimientos. Hay novedades. Muchas —precisó—. Tenemos aproximadamente una hora hasta el aeropuerto de Belgrado. A las 13:10, sale un avión para Londres en el que tenemos dos asientos reservados.

Sancho frunció el ceño. La drástica disminución de vello facial había provocado que sus pobladas cejas se hicieran dueñas absolutas de su expresión.

—¿Londres?

—Sube al coche. Como te digo, tenemos una hora de trayecto por carretera por delante.

—Soy todo oídos.

Cuando el navegador del coche marcaba cincuenta y seis kilómetros para llegar al Nikola Tesla, Gracia Galo ya le había relatado cómo Augusto había asesinado a seis miembros de una familia en Islandia y que, en su huida, se había llevado por delante a un hombre de la tripulación de un ferry del que, finalmente, logró escapar en un puerto de Dinamarca. Allí se le había perdido la pista.

Sancho se pasó la mano por el mentón y tuvo la sensación de estar tocando una cara que no era la suya.

—¡La puta madre que me parió! —protestó—. Entonces… ¿no tenemos ni idea de dónde puede estar?

—No, pero ahora viene lo mejor. La Interpol ha decidido tomar cartas en el asunto. Dieciocho cadáveres, Sancho, dieciocho. Nos enfrentamos con uno de los asesinos más voraces de las últimas décadas.

Sancho hizo un cálculo mental.

—Augusto Ledesma no mató a Armando Lopategui, lo hizo Orestes.

—Se llamaba Mathias Vettin y no, no he contabilizado al psicólogo en el balance.

—¿A cuántas personas dices que asesinó en Islandia?

—Seis. Cinco de la misma familia y al novio de la hija, que estaba de visita.

—Y uno más en el ferry —añadió Sancho.

Certo.

—Por tanto, suman diecisiete en total. Cinco en España, cinco en Italia, seis en Islandia y, por último, uno más en Dinamarca. Diecisiete —repitió.

Porca puttana Eva! Lo siento, hay un cadáver más en Belgrado. Una doctora. No recuerdo su nombre ahora. La policía serbia ha averiguado que, días antes de desaparecer, se la había visto en compañía de un tipo cuya descripción coincidía con la de Augusto. Dos testigos así lo aseguraron, y una enfermera que trabaja en la misma clínica que la víctima afirma que la doctora le atendió por una fractura en el tabique nasal.

El inspector Sancho apretó los dientes al recordar el momento en que tuvo a Augusto a su merced en aquel servicio de Belgrado.

—El bastardo metió la pata —continuó la triestina—. Resulta que la víctima era la hija del embajador de Bulgaria. Llevaba desaparecida desde mediados de mayo, pero no encontraron su cuerpo hasta primeros de julio. Ahí detrás tienes el informe que ha elaborado la Interpol. Están todos los detalles.

Sancho se giró para alcanzar la carpeta, la ojeó durante unos kilómetros y comprobó que, en ella, estaban recogidos todos y cada uno de los asesinatos perpetrados por Augusto. Informes policiales, forenses, escenarios e, incluso, varios perfiles elaborados por psicólogos criminalistas.

Sancho no pudo evitar ver la cara de Steve Buscemi y se sorprendió a sí mismo por recordar a Carapocha de forma afectuosa. Se frotó los ojos y buscó el asesinato de la mujer que había mencionado Gracia Galo.

—Aquí está. «Raluca Marichkov —leyó—. Treinta y dos años, metro setenta y nueve, sesenta y un kilos. Soltera y sin hijos. Trabajaba como médico en la Poliklinika Medikom desde hacía cuatro años. Hija del embajador de Bulgaria en Belgrado, Kostantin Marichkov».

—Según parece —interrumpió la inspectora jefe—, este hombre ha conseguido movilizar a todo el cuerpo diplomático europeo y, posteriormente, a la Interpol.

—No, si no hay como saber la tecla que hay que tocar en cada momento. Sigo leyendo. «Denunciada su desaparición el 17 de mayo de 2011 y encontrada muerta en un saco para ropa de lavandería en el fondo del río Danubio el 11 de julio de 2011».

—Mejor ahórrate las fotos del cadáver, no aportan nada. Puedes imaginar el estado de descomposición del cuerpo tras permanecer casi un mes sumergido en el agua. Vete al informe de la autopsia.

—Muerta por estrangulamiento. Es la forma con la que más disfruta. Así asesinó a todas las mujeres excepto a Stefania Gaspari: asfixiándolas.

—Con Stefania, le pudieron las prisas.

—Estoy de acuerdo —dijo sin levantar la vista del informe—. Por lo que veo, no la mutiló.

—No —corroboró ella.

—Eso quiere decir que la respetaba. A su manera…, ya me entiendes.

Certo.

Sancho resopló.

—Por tanto, tendremos un poema, que es lo que ha vinculado los hechos con Augusto.

—Sí, pero has pasado por alto un detalle importante, algo nuevo en su modus operandi. Los forenses aseguran que la víctima mantuvo relaciones sexuales minutos antes de morir.

—¿Han encontrado semen en su vagina?

—No, no hemos tenido esa suerte —apuntó Gracia—. Ningún resto biológico. Tomaría precauciones, pero no hace falta que el hombre deje su semillita para saber si una mujer ha mantenido, o no, relaciones sexuales.

—Lo sé, lo sé. Solo preguntaba por si hubiera cometido un error, sería el primero. El informe de la Científica concluye que la mató en su domicilio entre el 15 y el 17 de mayo, y que, posteriormente, la metió en un saco con piedras y la arrojó al Danubio a su paso por el barrio de Zemun, donde fue encontrada el 11 de julio. No entiendo por qué ha cambiado su forma de actuar, no le importaba dejar los cuerpos a la vista hasta el momento.

—Creemos que responde a que necesitaba tiempo para establecerse en algún otro sitio. Fue como su gran despedida de Belgrado.

—¿Creemos? —repitió extrañado.

—Ahora te explico el motivo por el que hablo en plural. Tienes el poema al final del informe.

—¿Dónde estaba?

—En una pequeña cápsula, en la laringe.

Sancho lo leyó en voz alta.

De enjambres, jaurías y piaras de cerdos.

Alambres de espino.

Enjambres de avispas que zumban al cielo polinizando, esencia de picor y veneno.

Aristas.

Agonías del destino.

Jaurías de perros que aúllan al ciego fecundizando, ausencia de mordiscos y besos.

Artistas.

Taras del camino.

Piaras de cerdos que chillan al cieno estercolando, paciencia a sangre y fuego.

Autistas.

A todos convoco desde este destierro para sacarnos los ojos y vernos en el averno.

Entre tanto, trato de entretenerme.

Mientras tanto, mato. Tratad de detenerme.

—Más de lo mismo —valoró con desprecio—. Nos sigue advirtiendo, retando. Gracia, ahora mismo no tengo ganas de valorar sus malditos versos; mejor se lo dejamos a los especialistas. Quiero escucharte a ti.

Ella asintió.

—Hay un tipo en Londres que es el jefe de la ISUF, Unidad de Búsqueda Internacional de Prófugos. Le han puesto al mando de la investigación y quiere que nos unamos a su equipo.

—¿Nos?

—Sí, tú también. Somos cuatro en realidad, pero no conozco las identidades de las otras dos personas. Me he informado sobre él, tiene un currículum de arrestos a escala mundial realmente impresionante. Narcos, mafiosos, asesinos en serie, criminales de guerra, genocidas… Se dice de él que maneja la red de información más importante del planeta, y su sombra está detrás de las detenciones de hombres como Pablo Escobar, la reciente de Goran Hadzic e, incluso, en el descubrimiento del paradero del mismísimo Osama Bin Laden.

—Me gusta ese tipo, ¿cómo has dicho que se llama?

—No lo he dicho. Se llama Michelson, Robert J. Michelson.