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Y ahora que soy medio dos y el antídoto es peor
Zero Café (Valladolid)
2 de diciembre de 2011, a las 23:25
En el momento en que traspasé la puerta del Zero, sentí como si hubiera regresado al hogar después de cumplir una larga e injusta condena musical en la más cruel de las penitenciarías. Al instante, decidí que debía exprimir aquella noche al máximo sacando todo el jugo a cada canción, a cada estrofa, a cada nota. Paco me recibió con el vídeo de Barrel of a Gun, de Depeche Mode. Ver a Dave Gahan con los párpados pintados simulando unos ojos extremadamente abiertos me colmó de gratas emociones.
Párpados.
En aquella tesitura, creo que amé al pincha como nunca he apreciado a nadie en el universo por regalarme tamaña remembranza de mi reciente pasado.
Tras mi periplo por Europa tras la estela de Rammstein, probada la eficacia de mi nueva imagen y con mi resucitada identidad de Javier Fumero, me sentí con la fuerza necesaria para lanzarme al cumplimiento de uno de mis objetivos más importantes: enfrentarme al inspector Sancho, el ejecutor de Orestes. No era algo que quisiera, ni siquiera que deseara; iba mucho más allá: tenía la absoluta necesidad de cobrarme esa pieza. Supuse que ya habría tenido tiempo para saborear la muerte de su madre, de desgarrarse por dentro, de odiar; así pues, resolví que había llegado la hora.
Cada vez me costaba menos reconocerme en el espejo como un medio dos sin antídoto ni posibilidad de cura. Por fin sabía muy bien quién era, y tal circunstancia ayudaba a apuntalar mis propósitos.
Cuando planifiqué mi regreso a casa, me imaginé viviendo en la plaza del Viejo Coso. No existe otro lugar con más embrujo en todo Valladolid, y me atrevería a decir que en el planeta. En la actualidad, las viviendas ocupan los espacios destinados a los antiguos palcos desde los que los ilustres de la ciudad disfrutaban de un espectáculo tan deleznable y cobarde como lo es el taurino. El conjunto se presenta en una equilibrada planta octogonal rematado por una fachada de ladrillo color arenisca que armoniza con la vegetación que puebla el ruedo. Encontré tres pisos en renta y otro en venta. La titubeante situación económica del país tenía algo que ver con el hecho de que hubiese tanta oferta. Dado lo voluble de mi situación, me decanté por uno en régimen de alquiler y sin amueblar sabiendo que, en la misma calle de San Quirce, había una tienda de muebles cuyo surtido y jaez encajaba con mi gusto. No sé si la decoración le habría gustado a Orestes, intuyo que no. Reconozco que me dejé llevar quizá influenciado por el exquisito estilo de la residencia de Adelpho della Valle. No escatimé ni un céntimo. En una mañana, resolví todos los asuntos relativos a mi nueva vivienda y empleé la tarde en buscar un gimnasio decente que estuviera relativamente cerca. Me había propuesto recuperar mi tono muscular y aeróbico, descuidado por las vicisitudes poco rutinarias de mi última etapa.
Desde la puerta de mi nueva casa, apenas me separaban trescientos metros del camino que discurre paralelo al Pisuerga, ideal para correr mis ocho kilómetros diarios. A pesar de que faltaba mobiliario por llegar, ese mismo viernes dejé el hotel Marqués de la Ensenada para tomar posesión de mi nueva casa.
Dediqué aquellos primeros días a recorrer las calles de Valladolid. Como la niebla que envolvía la ciudad, me dejé invadir por un cúmulo de sensaciones contrapuestas: agrios recuerdos de una atormentada niñez e imágenes distorsionadas de mi introvertida adolescencia. Cierta noche, mis erráticos pasos me llevaron hasta el Palacio Real y, contemplando el solemne edificio, me asaltaron unas palabras pronunciadas por el Emperador en tiempos pretéritos. Me relató la historia encerrada entre aquellos muros de piedra noble, efímera residencia de monarcas, lugar de nacimiento de Felipe IV e improvisada vivienda de Napoleón durante la Guerra de Independencia. No pude evitar caer de nuevo en aquel dilema que Magda me planteó sobre la raigambre del ser humano. Es posible que tuviera la solución bajo mis pies, pero aún era pronto para saberlo con seguridad. Sentí nuevamente la necesidad de dar respuesta a la foto que encontré en la casa del psicólogo, pero mi planificación era inquebrantable y, en aquella fase, el duelo con el asesino de mi hermano marcaba el procedimiento.
Orestes solía acompañarme durante mis caminatas, pero se esfumaba cada vez que emergía la figura de mi padre adoptivo como si mi cerebro fuera incapaz de conciliar sus espectros de forma simultánea. Paradigmático.
Ese sábado, me desperté agitado. Tenía la fecha marcada a fuego en mi calendario: una sesión remember en el Zero Café de la mano de Paco Devotion. Me privé de ir al Zero durante mi anterior visita a la ciudad, efímera por autoimposición; tal era mi fuerza de voluntad. Así, no había podido acudir desde la pasada Nochevieja a mi refugio nocturno, mi santuario musical, mi verdadero hogar. Hacía casi un año, período que había transcurrido como un pestañeo dadas la concatenación y relevancia de los acontecimientos vividos.
Depeche Mode encabezaba el cartel, como no podía ser de otra forma, y New Order, The Human League, The Sisters of Mercy, Alphaville, Wolfsheim, Simple Minds, Billy Idol, The Cure, Héroes del Silencio, Aviador Dro o Niños del Brasil, entre muchos otros, eran sus teloneros de lujo. La velada prometía y, personalmente, suponía una prueba definitiva y concluyente acerca de mi nueva imagen. Pocas personas me habían visto tantas veces como Paco y Luis; si ellos no me reconocían, no me descubriría ni mi difunta madre.
La mañana fue altamente productiva. Necesitaba cocaína, pero no quería arriesgarme acudiendo a mi proveedor habitual, así que no me quedó más remedio que recorrer el barrio de Los Pajarillos.
Conocía dos locales en los que se pasaba buena mierda. Allí, un tipo que se hacía llamar el Rana y decía ser de los García Curiel me dijo que podía venderme cinco gramos por trescientos euros. Yo no sabía si su apellido era, o no, de un distinguido linaje, pero le saqué seis gramos por doscientos ochenta, que si uno no negocia, le toman por imbécil. Stultorum numerus infinitus est[52], pero no es mi caso. Probé la mercancía allí mismo; no era la mejor que me había metido, pero superaba mis expectativas. Luego, el hombre anfibio me invitó a acompañarle a un lugar reservado y me ofreció dos armas: una Beretta de 9 mm Parabellum y un Astra del calibre 357 Magnum. Nunca había tenido un revólver y, a pesar de no gustarme en absoluto el hecho de que fuera de fabricación española, reconozco que me encapriché con él a primera vista. Me pidió quinientos cincuenta euros, que finalmente fueron cuatrocientos ochenta incluyendo una caja de munición. Me quedé con un gramo y deposité el resto del perico y el revólver en mi nueva caja de seguridad de la oficina de Correos de la calle Ciudad de la Habana, 7, donde ya descansaban mis herramientas.
Dos gin-tonics de Hendrick’s preparados en condiciones, cuatro «lonchas» y una buena dosis de música electrónica a cargo de VNV Nation, Solar Fake, Mesh y Hurts me cargaron las baterías.
Cuando me iba de casa, la vecina de la puerta de enfrente, una vieja de no menos de setenta años, salió al rellano para dedicarme una inquisitoria mirada cargada de animadversión. Sagazmente, supuse que tendría que ver con el volumen al que había escuchado mis canciones. Su gesto no me gustó en absoluto y tuve que tragarme el granítico impulso de arrojarla escaleras abajo que me invadió. Últimamente, los ancianos me provocaban mucho rechazo, rayano en la repugnancia más sincera.
Diez minutos más tarde, estaba entrando en el Zero.
Recuperado del impacto musical con el que me recibió Paco, Apoptygma Berzek firmaba el siguiente tema. Embriagado por la intensidad del momento, no pude acordarme del título de la canción. Decidí regalarme unos minutos de observación y me senté en mi sitio de siempre.
Instintivamente, concentré la atención en la barra y, por supuesto, allí estaba Luis, mi Luis, hablando con dos tipos de aspecto siniestro y muy teatral; realmente patéticos, como todos aquellos que pude ver aborregados en las colas de los conciertos de Rammstein: ovejas revestidas de cuero negro. A pesar de todo, acepté a regañadientes su ignominiosa presencia en el bar como parte del decorado. Al fondo, descubrí a dos chicas de unos veinte años mirando la pantalla, absortas, totalmente aleladas. Una de ellas, morena y con un corte de pelo a lo Uma Thurman en Pulp Fiction, se convirtió en un imán para mis ojos. Tenía unas facciones peculiares, diría que hasta bonitas, y un físico voluptuoso que podría calificarse como apetecible. Sin embargo, tales atributos estéticos no compensaban un gran inconveniente, un defecto físico infranqueable, una tara determinante: sus amplios y lóbregos orificios nasales. Pocas cosas en el mundo me provocaban un rechazo tan vigoroso. Asco. Retiré mi mirada para examinar a su acompañante, pero la vulgaridad de su rostro no ameritó más de algunas décimas de segundo.
En total, habría unas veinte personas en el Zero.
Ninguna me llamó la atención, por lo que, consecuentemente y sin más demora, me aproximé a la barra, algo temeroso, he de reconocer. Luis me dedicó un gesto afectuoso aderezado por esa sonrisa que solo lucen quienes disfrutan haciendo su trabajo.
—¿Qué va a ser?
—Cerveza para empezar —pedí para no darle pistas.
—¿Botellín o caña?
—Siempre en botella. ¿Qué tenéis? —pregunté a pesar de conocer el surtido tan bien como él.
—Heineken, Amstel, Paulaner, Guinness, Foster’s, Murphy’s, Coronita, Desperados…
—Quieto ahí. Desperados —ordené contra mi voluntad.
—Marchando.
Antes de darse la vuelta, Luis aguzó la mirada, como si estuviera buscando en su base de datos. Fue apenas un instante, pero decidí aguantar el envite. Al volver, me dijo mientras servía la cerveza:
—Tu cara me suena, pero no sé de qué.
—He venido por aquí alguna vez que otra.
—¿Eres amigo del Pitu?
—No. He venido un par de veces con Raúl; alto, con barba y coleta —improvisé—. No sé si le conoces.
—Ahora no caigo. Bueno, dame un grito cuando se te acabe.
—Cuenta con ello.
Estaba pletórico, quizá sobrecogido, pero definitivamente exultante. Intuí que lo que había llamado la atención a Luis había sido mi voz, pero no supo casarla con mi aspecto, por lo que no tenía motivo alguno para preocuparme.
No creo que tardara más de diez minutos en pedir la segunda cerveza, justo cuando Paco dio comienzo a la sesión con un vídeo de una de las muchas versiones de Personal Jesus, de Depeche Mode. No había visto esa. Mostraba a un grupo de notables de la época victoriana lanzando a una joven atada de pies y manos desde lo alto de un puente. Tras caer, ella desaparecía en las aguas para volver a emerger y vengarse de sus ejecutores. Me encandiló. Hacia la mitad de la canción, levanté la voz para cantar.
Your own personal Jesus.
Someone to hear your prayers,
someone who cares.
Your own personal Jesus.
Someone to hear your prayers,
someone who’s there.
Feeling unknown and you’re all alone,
flesh and bone by the telephone,
lift up the receiver,
I’ll make you a believer.
I will deliver
you know I’m a forgiver.
Reach out and touch faith.
Your own personal Jesus.
Reach out and touch faith.
El Zero había ganado bastante ambiente sobre la medianoche y yo estaba disfrutando con cada vídeo, con cada canción. Cuando alguna no me interesaba, salía a fumar. Para entonces, había sobrepasado el límite de mi tolerancia a la cerveza mexicana y encontré el remedio en una camarera alta, estilizada, de cálida mirada y facciones bizantinas que acababa de entrar a trabajar. Me sirvió mi primer gin-tonic de Hendrick’s y, aunque no alcanzaba el grado de pericia de Luis, lo saboreé como si se tratara de agua bendita. Con Spandau Ballet aproveché para encenderme un purito.
Afuera, parecía que la niebla, densa y seca, estuviera siguiendo una táctica de asedio para entrar en el local. Aquel era un fenómeno meteorológico muy frecuente en Valladolid que no gustaba a algunos, pero que había que entenderlo como algo consustancial con la ciudad, parte de su esencia. Como esas pequeñas cicatrices de nuestro carácter que nos hacen seres únicos.
—¡Coño, Moods! Yo fumaba esa delicia antes, he tenido que pasarme al de liar con la jodida crisis.
Un tipo rapado al cero me miraba como pretendiendo entablar conversación. Su cara me resultaba familiar, y también la del individuo que le acompañaba, con el pelo engominado, gafas modernas y fumando Ducados. Supuse que serían clientes habituales. Yo estaba de tan buen talante que incluso tuve a bien ofrecerle uno.
—No, gracias —declinó—. Prefiero no caer en vicios que no puedo pagar.
Aquella respuesta me gustó.
—¿Puedo preguntarte cuánto cuesta una caja ahora? —preguntó con el mismo tono respetuoso y cordial.
—No tengo ni idea —mentí—. No suelo fijarme en lo que tengo que pagar para mantener mis vicios.
—¡Olé tú! —exclamó inoportunamente el del pelo engominado.
—Antes te he visto totalmente entregado con Bendecida —observó el rapado.
—Sí, hacía tiempo que no la escuchaba —me justifiqué.
—La canción es la hostia; sin más. Me pone los pelos de punta —reconoció el rapado exhalando el humo.
De repente, sucedió algo que no esperaba. El de las gafas modernas se arrancó a cantar y, acto seguido, el rapado le siguió:
Si la primera mirada es la que vale,
—esto ya lo enseñan las madres—,
recuperaré la cordura
hacia una fosa común cosidos a preguntas.
Sin saber muy bien por qué, me uní a ellos en la siguiente estrofa:
Agrio es el sabor
de la noche en abandono,
hoy será el día en que inicie
el retorno.
Me estorba la memoria,
los sentidos me distraen
y se equivocan.
En el estribillo, recortamos las distancias que nos separaban como integrantes del improvisado trío. Todos elevamos la voz al unísono:
¡En las aguas de la certeza,
nos hicimos la promesa
de los lagos de Pokara!
¡Y el perfume que emane del sexo
se fundirá en nuevo grito!
No me di cuenta de la cantidad de personas que se habían congregado a nuestro alrededor hasta que terminamos de cantar toda la letra de la canción. Algunos miraban sonrientes, otros perplejos y la mayoría con cara de haber hecho lo mismo alguna vez en sus vidas. El de gafas y pelo engominado dedicó, con atrevimiento, unos amables gestos al graderío antes de cobijarnos de nuevo en el anonimato del Zero.
—¿Qué tomas? —me preguntó el calvo.
—Nada. La tengo casi entera.
—Y yo, pero Luis siempre invita a la última, ¿verdad? —gritó el de gafas.
Luis sonrió.
—Jameson cola light, Dyc con naranja en vaso de tubo y…
—Gin-tonic —completé de espaldas a la barra y a Luis.
—No te había visto antes por aquí —comentó el rapado.
—Solía venir mucho, pero llevo una temporada fuera de Valladolid.
—Es el mejor garito de la ciudad a mucha distancia del segundo —aseveró con rotundidad.
Me molestó que él lo dijera primero. Aun así, no modifiqué mi expresión risueña ni un ápice.
—Aquí tienes. Por cierto, yo soy César y él es Miñambres.
El de gafas me estrechó la mano mientras apuraba lo que le quedaba de la anterior copa, que no era poco, de un trago. Entonces, entendí los bríos de aquellos dos. Me animé a imitarle, pero la tónica estalló en mi boca impidiendo que pudiera ingerir tragos largos.
—El secreto está en las burbujas —me explicó Miñambres—. La Fanta naranja, o «sueps» o lo que coño sea que me ha echado aquí, casi no tiene.
—Pero, desgraciado, si tú te bebías de un trago la «dicosa»: Dyc con gaseosa —señaló César.
En ese momento, me percaté de no haber prestado ni un segundo de atención a la pantalla desde que había entrado de la calle.
—¡Hostias, las doce y media! —anunció Miñambres—. Tenía que estar pinchando desde hace media hora. Me piro cagando leches. ¿Qué vas a hacer tú?
—Aquí, el amigo, pincha en varios locales de la ciudad —me informó César—. Yo me termino esta con…
—Javier, Javier Fumero —respondí.
—¡No jodas! ¡Como el personaje de Zafón, qué bueno!
Me quedé un tanto perplejo, pero supe salir de la situación.
—Sí, ya sabía. Es más común de lo que la gente piensa —mentí—. El apellido proviene de Italia, y se extendió por América gracias a la emigración. Posteriormente, llegó a España.
—Interesante —sentenció el calvo casi con sinceridad.
Mi interés por cambiar de tercio me llevó a interrogar al tal Miñambres.
—¿Y qué tipo de música pones?
—Depende del garito en el que me toque. Hoy voy al Lonegan, así que mucho indie español, pop rock británico y movidas de esas.
—Es probable que luego pase por allí más tarde para comprobarlo. ¿Dónde está?
Me lo indicó tres veces a pesar de que lo había entendido a la primera y, tras fundirse con el calvo en un abrazo de mentira, de esos que se dan los amigos de verdad, se despidió. Creo que sentí algo parecido a la envidia o, peor aún, a los celos.
—Si te pasas luego, nos tomamos un cacharro —me dijo el tal Miñambres.
Estaban poniendo Rebel Yell, de Billy Idol, en la pantalla. Siempre me ha parecido una burda copia de David Bowie, pero había que reconocer el mérito de esa canción de mediados de los ochenta. César terminó su copa y se marchó, pero yo seguía con ganas de más. Así, me dejé llevar por alguna fuerza extraña —con mucha probabilidad, la cocaína— hasta la puerta del Lonegan y, sin hacer más cábalas, entré.
Y, contra todo pronóstico, me gustó.
Marx Bar 42-44,
Hollerich Street (Luxemburgo)
Erika le vio entrar arrastrando un andar fatigoso y exhibiendo una expresión que era el fiel reflejo del abatimiento.
El fallido dispositivo de Luxemburgo había sido el último tras haber montado y desmontado sin éxito alguno los de Berlín, Hamburgo, Bremen y Estrasburgo. El Comité Ejecutivo de la Interpol le había advertido que, de no obtener ningún resultado, debería regresar a Londres para continuar esa y el resto de investigaciones en curso. Dada su experiencia, sabía muy bien qué significaba aquello. Tras el concierto, cuando se dio por finalizada la operación policial, reunió a Sancho y a Erika para comunicárselo. El inspector lo digirió con cierta indiferencia, como si se tratara de un merecido descanso antes de continuar él mismo con la búsqueda, e hizo un comentario sobre lo bien que le iría la pausa para cumplir una promesa en el que Michelson no quiso escarbar.
Por su parte, Erika, que llevaba una semana tratando de hablar con él, aprovechó la coyuntura para fijar una cita sin dejarle pasar por el hotel. El de la Interpol supuso que querría conocer los avances en la parte que le concernía del pacto. Esa vez, su intuición no supo advertirle del error.
—Buenas noches —saludó él—. Ya veo que tu taxista te ha traído sin dar tantos rodeos como el mío. Erika, lamento de veras no haber podido dedicarte un rato hasta hoy. Toda esta locura para nada. ¡Maldita sea!
—Lo entiendo —dijo ella con tono aséptico.
—Pero lo peor es que, de repente —prosiguió Michelson—, todo este frenesí se convertirá en un profundo y dilatado letargo que, muy probablemente, desembocará en el olvido. Eso sí, todo muy bien recogido en un archivador del sótano del número 200 de Quai Charles de Gaulle[53]. Allí es donde debería reposar yo, en un archivador —sentenció mientras se acomodaba en el taburete.
Erika se limitó a observarle sin más.
—Y bien, Erika —continuó él—, ¿qué planes tienes?
—Aprovecharé para descansar, aunque mi instinto me dice que no tardaremos mucho en volver a tener noticias de él.
—¿Tú crees? Un gin-tonic, por favor. Tanqueray —pidió en francés al camarero.
—Sí, eso creo. No hay ninguna razón para suponer que Augusto haya decidido poner el punto final a esta locura. Su obra no está concluida —expuso Erika.
—¿Y por qué demonios ha asesinado en todas y cada una de las ciudades en las que ha actuado Rammstein, menos en Praga, y desaparece de repente?
—No tengo explicación para eso —respondió ella con frialdad.
—Se diría que alguien le ha avisado.
—Es algo que no podemos descartar. En realidad, no deberíamos descartar ninguna teoría.
—Estoy cansado, creo que me estoy haciendo mayor. Nunca había estado tan ansioso por atrapar a un fugitivo. Ni tan frustrado —añadió.
—Sé cómo te sientes.
—Por supuesto.
Michelson inspiró lentamente por la nariz y soltó el aire por la boca con los ojos cerrados.
—Supongo que quieres saber qué avances he hecho en la parte que me compete.
Erika confirmó con una mueca sutil.
—Por supuesto. Según parece, las cosas van despacio en el TPYI, y la estrategia de los abogados de Mladic consiste en retrasar sistemáticamente el juicio alegando motivos de salud. No obstante, creo que he encontrado una forma de…
—Operación Gladio —pronunció Erika cortando en seco la exposición de Michelson, el cual se tomó su tiempo para asimilar el golpe apretando con fuerza los labios antes de dar un trago a la copa.
—Ya entiendo. Operación Gladio —repitió como un autómata al que se le está agotando su fuente de energía.
Erika mantuvo su hierática expresión.
—Yo era muy joven, impetuoso e insensato, y lo único que me preocupaba en el mundo era no defraudar a mi padre. Deja que te cuente una historia. En 1940, con dieciocho años de edad, Mathew J. Michelson se lanzó en paracaídas tras las líneas enemigas y permaneció allí hasta el final de la guerra. Día tras día, se jugaba la piel por unas personas que ni siquiera eran sus compatriotas. Participó en la Operación Chariot y organizó la Operación Musketoon[54], en Noruega. Ambas, con rotundo éxito —enfatizó—, pero vio morir a muchos compañeros y tuvo que hacer cosas de las que jamás ha querido hablarme. En mayo del cuarenta y cuatro, su madre enfermó gravemente y le dieron permiso para regresar a casa. Lo rechazó. No podía abandonar su puesto justo antes del desembarco. Era un hombre comprometido, leal y responsable. No pudo despedirse de su madre —expuso antes de dar un largo trago a su copa.
Ningún músculo de la cara de su interlocutora registraba actividad alguna. Podría decirse que Erika estaba contrastando la información en sus pupilas.
—¿Sabías que los comandos ingleses estaban a las puertas de Berlín tres semanas antes de que llegaran los rusos? —retomó él sin esperar contestación—. Sin embargo, los soviéticos se quedaron con el pastel. La maldita diplomacia arrebató a mi padre un premio que se había ganado con creces. Luego, pasó dos meses tratando de poner orden en el sector británico antes de poder regresar a casa. Cuando lo hizo, tenía la certeza de que un enemigo más temible que al que acababan de vencer alzaría su puño contra las democracias occidentales: el comunismo. No podía quedarse de brazos cruzados. Así, en 1951, estando destinado en Israel organizando lo que más tarde sería el Mosad, conoció a James Jesus Angleton. Allí empezaron a pensar en una red de agentes que estuviera a salvo de las garras de la política, un «ejército paralelo» entrenado para combatir el avance de la sombra de Stalin desde dentro. Tres años más tarde, a Angleton le hicieron responsable del Servicio de Contrainteligencia de la CIA, y así fue como nació la criatura. Yo era hijo único, pero no sería exagerado afirmar que he crecido junto a mi «hermano» Gladio; me resultó imposible quedarme al margen —añadió—. No pretendo justificarme, solo trato de que me entiendas. Te aseguro que, hasta la caída del muro, todos estábamos convencidos de que el conflicto contra los soviéticos estallaría en algún momento. Estábamos preparándonos para ello, para preservar al mundo libre de las garras del comunismo —concretó el de la Interpol—. Es cierto que utilizábamos métodos poco convencionales y que cometimos graves errores en ocasiones, pero se consideraban víctimas colaterales en aquellos años.
Erika no quiso interrumpirle. Tocaba escuchar.
—En 1989, cuando nuestro enemigo dejó de existir, a mi padre le entró el pánico. Le consumía pensar que el trabajo de toda una vida podía volverse en su contra y manchar su nombre. Él vivía en un mundo distinto al nuestro, y sostenía que solo había una gran verdad en ese mundo; todo lo demás era una enorme mentira. El gran Mathew J. Michelson tendía a simplificar y sintetizar todo con una única frase: «Normalmente, lo que parece es simplemente eso: lo que parece que es».
Erika frunció el ceño levemente.
—Y, precisamente, lo que parecía era que, sin un antagonista evidente, la Red Gladio dejaba de tener sentido y, en consecuencia, corríamos el riesgo de pasar de ser héroes a villanos en un abrir y cerrar de ojos. El tiempo jugaba en nuestra contra, y mi padre seguía al frente de todo en aquellos años a pesar de tener casi setenta años. Ya ves, me tocaba desmantelar en unos meses lo que él tejió durante más de treinta años. No podía darle la espalda, ¿sabes? Se trataba de mi padre. De mi padre.
Michelson se humedeció la garganta con el amargo licor.
—Me encargó la parte más comprometedora: deshacerme de los arsenales. A principios de los noventa, el conflicto militar más importante en el planeta era el de los Balcanes. Había otros, sí, pero no se puede hablar de negocios con dictadores del Tercer Mundo. Me tocó bailar con la más fea, así que busqué una tapadera para poder operar desde Belgrado. De ese modo, volví a ver a tu padre. Le había conocido años antes en unas conferencias y, aunque pertenecía al otro bando, le admiraba profundamente; puedes estar segura de ello. Además, no era un soviético al uso. Bueno, lo cierto es que tu padre no era «al uso» en nada. —Una tímida sonrisa cargada de melancolía se esculpió en su boca—. Compartimos juntos muchas noches en la barra del bar del hotel Moskva. Lo que Armando Lopategui no sabía en materia de comportamiento de la mente criminal no merecía la pena saberlo —subrayó chasqueando la lengua—. Nos hicimos buenos amigos. Debo mucho a tu padre.
—Ya. ¿Y cómo es posible que, siendo tan buen amigo tuyo, mi padre no supiera nada sobre tu verdadero cometido en Yugoslavia?
—Armando nunca preguntaba, y la tapadera estaba muy bien construida, te lo aseguro. Estuve tentado de contarle la verdad en varias ocasiones, pero no quería comprometerle. No le beneficiaba en nada saberlo, todo lo contrario. Al margen, los serbios no querían que, bajo ningún concepto, Rusia se enterara de que estaban nutriendo sus arsenales mediante una organización clandestina creada para combatir al comunismo. Debes creerme, a tus padres no les convenía en absoluto saberlo. Los serbobosnios no eran gente de fiar, había que tener mucho cuidado con ellos, y creo que el error que cometió tu madre fue olvidarse de dónde estaba.
—Mi madre sabía muy bien dónde estaba —replicó—, pero no quiso quedarse de brazos cruzados mientras asesinaban a ancianos, mujeres y niños a su alrededor.
—No quería decir eso, Erika, lo sabes.
—Entonces, ¿por qué murió? ¡¿Me lo puedes explicar?!
Michelson agarró su copa e hizo bailar lo que quedaba en su interior describiendo una elipse en el aire con ella.
—Creía que tu padre te lo habría contado —dijo antes de beber.
Erika no contestó, generando un silencio atronador que obligó a Michelson a seguir hablando.
—Aprovechando que Armando estaba en el frente, tu madre viajó a Moscú para hablar con la hija de Mladic y contarle quién era su padre. Nada más regresar, Ana, que así se llamaba la chica, se pegó un tiro con la pistola preferida de papá. Creemos que, en algún momento, Mladic se enteró de aquello y se lo hizo pagar, pero ya nunca podremos demostrarlo. Ya no.
Erika endureció su expresión.
—Ya conocía esa historia. Me la contó mi padre.
Robert J. Michelson no ocultó su estado de confusión.
—Mi madre jamás tuvo ese encuentro con Ana Mladic —aseguró con un tono que no gustó al de la Interpol.
—¿Y cómo puedes saberlo?
Por un instante, estuvo tentada de darle una noticia que no se esperaba.
—Lo sé.
—Lo sabes —repitió sin ocultar los evidentes signos de fatiga que la conversación le estaba provocando—. Erika, ¿adónde quieres llegar? Tengo que reconocer que me tienes absolutamente desconcertado.
—Quiero saber quién disparó a mi madre.
—Mladic asesinó a tu madre.
—¿Y cómo puedes saberlo? —inquirió.
Michelson invirtió unos segundos en leerle el pensamiento.
—¿Piensas que yo estoy involucrado en su muerte? ¡¿Es eso lo que estás insinuando?!
Erika intentó encontrar la respuesta en el lenguaje corporal y gesticular de Robert J. Michelson.
—Por el amor de Dios, Erika, tu padre y yo éramos buenos amigos. Él me ayudó y yo le rescaté de la ciénaga en la que había decidido encerrarse tras la muerte de tu madre, ¿sabes? Me he jugado mi carrera durante años proporcionándole el aire que él necesitaba para respirar.
—Quizá te sintieras culpable.
Michelson masticó la acusación y se la tragó con lo poco que quedaba de gin-tonic.
—Tienes razón, no tengo forma de saber con certeza si fue Mladic quien apretó el gatillo —dijo con voz sosegada—. Lo único que sé es que lamento mucho que creas que puedo tener algo que ver. Cuando hayas resuelto el dilema, ya sabes dónde encontrarme. Yo no huyo, yo persigo a criminales —concluyó elevando el tono de voz antes de lanzar un billete encima de la barra y desaparecer.
Erika se mordió el labio, pidió otra cerveza y lio un cigarro. Fuera, estaba helando. Podía sentir millones de finas agujas invisibles clavándose en su piel. Trató de dejar la mente en blanco, pero no lo logró.
Dio una calada muy profunda antes de apagar la grabadora de su teléfono móvil.
Plaza Mayor (Valladolid)
Envueltos por un denso y renegrido manto gris, los edificios apenas podían distinguirse desde el centro de la plaza a pesar del color teja que lucían sus rehabilitadas fachadas. El reloj de la Casa Consistorial marcaba las 07:21 de la mañana y los efectos del alcohol y la coca aún estaban lejos de diluirse. Inspiré hondo sintiendo cómo la niebla inundaba mis pulmones y posé mi mirada en los ojos vacíos del conde Ansúrez. Los rasgos de Orestes se fueron perfilando en su rostro, esos que yo había borrado de mi cara tras la operación.
«La última vez que estuve aquí, huía del inspector Sancho. A punto estuvo de agarrarme. ¿Recuerdas? Lo de la doctora Corvo fue sumamente arriesgado, aunque nunca lo reconociste. Asumir errores no era una opción, ¿verdad? Sí, es cierto. Mereció la pena. No hace mucho, estuve leyendo los versos de aquella primera etapa. Son casi primitivos y, sin embargo, me ayudan a discernir entre lo sumiso y lo ufano.
»Todo está dispuesto.
»El lunes empezaré su búsqueda. Estoy preparado para actuar con la diligencia y frialdad que la situación requiere. Lo estoy y asumo el riesgo que ello conlleva. Algo me dice que nos acercamos al final. Doy por supuesto que, a estas alturas, habrán relacionado el rastro de cadáveres con la gira de Rammstein. Quiero pensar que es así. No infravaloraré a nuestros enemigos. No, no lo haré.
»Hermano, quiero dedicarte el poema más bello de cuantos haya escrito, y sé que solo me sentiré lo suficientemente inspirado para hacerlo cuando tenga los ojos y los dientes de tu verdugo en mi mano. Recientemente, he empezado a leer a Ladislav Klíma y me está ayudando a reafirmarme en mis convicciones. Como él, yo también me he alimentado de gusanos y, al margen de mi prosapia y opulencia, me atrevo a decir que soy un Adonis.
»Hasta el sol tiene manchas.
»Estoy madurando. Puede que mi subconsciente me lleve a querer ocupar la oquedad espiritual que me ha provocado tu ausencia. Empiezo a vislumbrar algo de luz en esta oscuridad que me rodea. Soy un ser evolucionado, solidificado desde mis propias grietas.
»Tengo que descansar, he maltratado a mi cuerpo esta noche.
»Me vienen a la cabeza todas nuestras conversaciones aliñadas con alcohol. Tengo una canción para ti que podría resumir el estado de ánimo en el que me veo sumido. Es de Fon Román: Colegio vacío».
Tengo la sensación de un colegio vacío,
de un viaje de vuelta.
Nada me sabe a nada,
mejor encerrarlo en cajas.
Con todo lo que me equivoqué,
y lo que dejé…
Detrás de mí; detrás de mí.
Bajé la cabeza y comencé a caminar amparado en aquella álgida espesura.
Me trasladé un momento.
Cierro los ojos
y oigo que ruedan canicas
en el patio cubierto.
Chocan en mi memoria,
que el tiempo de goma borra.
Al ver recuerdos que pasé,
y lo que dejé…
Detrás de mí, detrás de mí.
Me dejé engullir por un proceso de reafirmación vitalista con la certeza de que me acercaba más a Orestes con cada paso que daba. No sentí miedo.
En realidad, no sentía nada.
Tengo la sensación de un colegio vacío,
de un viaje de vuelta.
No hay viaje de vuelta.
No hay vuelta.
No hay viaje de vuelta.
No hay vuelta.