Epílogo
Sophie estaba en ese sitio delicioso entre el sueño y la vigilia y, por un momento, pensó que estaba soñando.
Pero el ruido del mar y el lento movimiento de las olas le dijeron que estaba despierta. Y en su luna de miel con Luka.
Iban desde Córcega a las islas griegas, deteniéndose donde querían y, sencillamente, disfrutando del viaje.
La vida era mejor de lo que hubiera creído posible.
Su padre había aguantado lo suficiente como para saber que estaba esperando un hijo. Había visto un verano y un invierno en su querido pueblo y, por fin, descansaba al lado de Rosa.
Sophie pensó en los últimos meses. Había sido ella quien guardó la cadena con la cruz en el ataúd de su padre. Era de su madre, no suya. Pero conservó los pendientes porque eran el recuerdo de su encuentro con Luka, de los días más felices. Y había habido tantos desde entonces.
–Buenos días –la saludó Luka.
–¿Qué hacías?
–Pensando en nosotros –respondió él–. ¿Estás contenta?
–Mucho –dijo ella mirándolo a los ojos–. No quiero ni pensar en todos los años que hemos perdido.
–Necesitábamos tiempo. Éramos jóvenes y había demasiado dolor a nuestro alrededor, aunque nosotros no teníamos la culpa.
–Aun así.
–Ahora sabemos que lo nuestro es algo precioso. Si me hubiera casado contigo cuando tenías diecinueve años podrías haberme odiado para siempre.
–No.
–Sí.
Luka sonrió y, como de costumbre, a Sophie se le encogió el estómago. Era tan serio con los demás, pero tan abierto con ella.
–Necesitaba descubrir lo canalla que había sido mi padre lejos de ti –solo él pronunciaba ese nombre y agradecía tanto que los ojos de Sophie no brillasen de odio–. Este es nuestro momento.
–Entonces, ¿no crees que yo estuviese equivocada?
–Sophie…
–¿No hice que desperdiciásemos todos estos años?
–Sophie –le advirtió él con una sonrisa–. Venga, vamos a tomar el sol.
–No, vuelve a la cama.
Luka negó con la cabeza y Sophie se puso un sarong antes de salir a cubierta.
El cielo era precioso, tan limpio.
–¿Dónde estamos? –preguntó. Y entonces se dio cuenta de que, por primera vez, podía ver su casa desde el mar.
El sol estaba levantándose sobre Sicilia y el yate estaba lo bastante cerca como para ver la iglesia en la que se habían casado, la casa de Luka, la playa en la que habían hecho el amor.
–Solía sentarme ahí todos los días con Bella –murmuró–. Soñando con el futuro, preguntándonos cómo serían nuestras vidas. Siempre me imaginaba trabajando en un crucero…
–Y ahora estás aquí.
–Contigo –dijo Sophie. Y luego le contó una verdad más profunda, una que no le había contado a Bella, no por miedo, sino porque no se había atrevido a admitirlo entonces.
–Aunque no quería casarme, entonces ya te quería. Lo quería todo, pero no sabía qué hacer para tenerlo. Y, sin embargo, aquí estoy.
–Podemos echar el ancla –sugirió Luka– y pasar un par de días aquí si te apetece.
La gente los recibiría con los brazos abiertos. Todos habían recuperado sus casas y Bordo del Cielo estaba prosperando como nunca. Pero no había necesidad de volver por el momento.
Iban a tener una hija que algún día descubriría su pasado, el dolor y la belleza de esa tierra que llevaban en las venas.
Mientras Bordo del Cielo iba despertando, Sophie y Luka eran el brillo de un barco en el horizonte.
Estaban allí, juntos, y viviendo su sueño.