EL SILBATO DE ABEDUL

Jyväskylä - La pequeña ciudad, centro industrial y universitario, se encuentra en el corazón de los lagos finlandeses: aguas taciturnas, bosques de coníferas y de abedules claros como las noches de verano, un encanto embelesador y a la vez robusto como la madera que huele a bueno y a fresco. Aquí Europa del Este, sobre la cual se discute, no es danubiana sino ruso-báltico-escandinava; Finlandia, que hace cincuenta años supo conservar su libertad combatiendo con épico valor, está destinada a desempeñar un papel eminente en el nuevo polo político que se está formando en el Báltico, con sus mezclas de civilizaciones y su reaparición en la escena internacional.

El tema recurrente es la unidad europea extendida a este Noroeste, a la que únicamente se opone un diputado o exdiputado marxista que sueña con una Finlandia autosuficiente, nacional-comunista. Pero lo que mayormente se advierte son los inquietantes crujidos del Estado soviético. El bielorruso Jakub Lopatko denuncia la rusificación de su patria y el ucranio des Zavgorodni carga la mano, plantando en el podio la bandera amarillo-azul de Ucrania y evocando sus glorias pasadas. Galina Starovoitova, rusa, diputada del Parlamento soviético y experta en minorías, lanza un ataque contra el PCUS y las insuficiencias de la perestroika y declara que, frente a la nueva situación, hay que revisar los acuerdos de Helsinki y replantear muchas fronteras europeas.

Los bálticos, implicados en estas perspectivas de manera más directa, son una presencia vivaz, llena de fervor y sentido del humor. Cuando pregunto si, más allá de la actual solidaridad antisoviética, hay tensiones latentes entre ellos, me cuentan que en 1929 o 1930 algunos estudiantes letones entraron en Estonia, subieron al Suur-Munamäki, el monte de mayor altitud del Báltico que con sus 317 metros le saca cuatro a la cumbre letona más alta, y desmocharon a golpe de pala dichos cuatro metros para quitarles esa primacía a los estonios; los cuales, por lo demás, la restablecieron enseguida reamontonando en la cima los cuatro metros de tierra y construyendo una torre por añadidura. «Pero los letones son superiores a nosotros», dice riendo el estonio Gennadi Muravin, «todo es mejor entre ellos, incluso sus vecinos son mejores que los nuestros…».

Estos pueblos han atravesado muchas tragedias, traducidas también en laceraciones individuales: Pirkko Peltonen ha recordado en un artículo que Marju Lauristin, líder del movimiento para la independencia de Estonia, es hija del secretario del Partido Comunista estonio que en 1940 solicitó la anexión de su país a la URSS. Mientras hablo con una joven escritora letona, veo que entre los dibujos de su chal hay algunas esvásticas; me explica que no se trata desde luego de emblemas nazis, sino de viejos motivos ornamentales de su gente, pero en cualquier caso me parece bastante curioso que vaya por ahí con esas cruces y preferiría que eligiera otros antiguos símbolos indoeuropeos.

En este viento báltico de libertad también flota la inquietud. Es como si se diera por descontado que la URSS se haya disuelto, pero esta perspectiva, creo, también puede comportar oscuras amenazas. Oyendo hablar de fronteras que pueden ser discutidas y aun rebatidas, de sentimientos nacionales que legítimamente resurgen pero se cargan fácilmente de resentimientos, reaflora el fantasma de posibles guerras nacionales futuras que creíamos acabadas e imposibles para siempre, y que tal vez habían sido tan solo bloqueadas por el espectro de un conflicto mundial. Aunque Galina Starovoitova diga que los pueblos son eternos, en realidad duran solo algo más que los individuos, y es justo quererlos pero no idolatrarlos. Tampoco me parece justa la ingrata indiferencia hacia Gorbachov y su intento de gestionar de forma ordenada y gradual, también en interés del mundo, la transformación de la URSS: como casi todos aquellos que real izan una acción buena y valiente, corre el riesgo de ser castigado.

El internacionalismo proletario se ha corrompido pasando a ser un instrumento de dominio, pero había creado una conciencia supranacional de la que sigue habiendo una necesidad extrema si no se quiere que la liberación de 1989 comporte a su vez otras regresiones. En este sentido, la herencia ideal del socialismo no debe perderse, y es preciso llevar a cabo todo tipo de esfuerzos para hacer que la unidad europea sea lo más concreta posible contra cualquier tendencia centrífuga: a lo mejor, le digo al delegado ucranio, volviendo a hablar todos en latín como Mazepa, el etmano de la Ucrania del siglo XVIII que hablaba en latín con Carlos XII de Suecia.

Mientras digo estas cosas, encuentro la desaprobación de un viejo campesino finlandés, un comunista a ultranza aislacionista que sostiene vivamente tesis execrables para la totalidad de los presentes; tal vez recuerde los tiempos difíciles atravesados por los comunistas finlandeses, los penosos lager donde acabaron tantos de ellos después de la guerra civil de 1918. Pero no debo de serle antipático del todo; una vez acabada la discusión, sale, corta una rama de abedul, saca un cuchillo y se pone a toquetear y desmenuzar, hasta que me ofrece un silbato tallado precioso que emite silbidos lacerantes. Me lo guardo en el bolsillo con gratitud, la vida me ofrecerá desde luego la ocasión de servirme de él.

1 de julio de 1990