LA VÍA PRUSIANA HACIA LA PAZ

En 1849, Federico Guillermo IV de Prusia rechazaba la corona imperial alemana que le ofrecía la asamblea nacional de Frankfurt; la recusaba, al cabo de muchas vacilaciones, porque le parecía indecoroso que un soberano fuera legitimado por un parlamento, pero también porque temía que su reino, Prusia, se disolviese en una unidad más vasta como la de Alemania: «Los colores negro-rojo-oro, o sea, los del imperio alemán», había dicho algunos meses antes, «no deberán subyugar a los gloriosos colores negro y blanco de mi escarapela», la prusiana. En el mismo período, hasta Bismarck le replicaba irónicamente a un diputado que predicaba la idea nacional alemana: «¿Así que también a usted le ha picado la tarántula germánica?».

El nudo secular de la historia alemana es la contradictoria relación entre el patriotismo particularista de cada uno de los Estados que componían el fraccionadísimo imperio y la tendencia a la unidad nacional. Los principales guardianes e intérpretes de dicha tendencia, en los siglos pasados, fueron los escritores y los poetas que a menudo estuvieron en contraste con los políticos, con los príncipes y ministros que andaban tras los intereses de su reino o de su ciudad-Estado. Lo recordaba con vehemencia Günter Grass hace pocos días en un debate que tuvo lugar en el teatro Hebbel de Berlín, en el marco de los acontecimientos que acompañan a las treinta exposiciones berlinesas sobre Prusia.

Debatiendo sobre el legado prusiano con Klaus von Bismarck, bisnieto del canciller de hierro y presidente del Goethe-Institut, y con el editor y ensayista Wolf Jobst Siedler, Grass se refirió a la inspiración progresista del sentimiento de la nación profesado por los grandes poetas del pasado contrarios a todo chovinismo y abiertos fraternalmente al mundo —como Lessing— y reivindicó para los escritores alemanes contemporáneos un papel ético-político análogo, según su parecer particularmente necesario en el momento actual. Al margen de los méritos y deméritos de la vieja Prusia, para Grass se trata de una tarea moral que el escritor debe cumplir con rigor prusiano, recogiendo la lección del estilo ético fundado en la dedicación superpersonal a un imperativo categórico. Esta tarea —decía Grass pocos días después de los duros enfrentamientos callejeros que habían acompañado a la visita del secretario de Estado americano Haig a Berlín— consiste en la lucha por el sentimiento de la unidad nacional alemana y por la paz.

Estos dos aspectos se le figuran a Grass momentos inseparables de un único problema. Alemania Occidental y Alemania Oriental le parecen dos mundos cada vez más distantes y ajenos uno a otro, cuya recíproca extranjería es cultivada y acrecentada por el poder político de ambas partes, más preocupado por la salvación de su propio dominio y de su sistema de alianzas que por el país, como lo estaban los príncipes del siglo XVIII que vendían sus soldados a potencias extranjeras. Alemania Oriental parece exasperar hasta llevarlo a la caricatura al peor prusianismo, el despotismo; mientras que la de Bonn, que Grass ve cada vez más subyugada por una ideología materialista del bienestar inmediato, según él es la expresión del vengativo desquite de los viejos Estados católicos del suroeste contra la hegemonía prusiana que había unificado al país entero.

Hay un vacío de memoria patria, observaba Siedler, que propicia un creciente desinterés afectivo: en el Oeste a un accidente ferroviario en Marsella se le da más cobertura que a uno en Halle, pocos jóvenes tienen una idea clara de Dresde y ni tan siquiera el año de las celebraciones prusianas induce a los ciudadanos federales —millones de los cuales son prófugos del Este— a sacrificar las excitantes playas mediterráneas para dedicar las vacaciones, sin duda con algunas molestias e incomodidades, a las aguas, los páramos subalpinos y las poblaciones de la vieja Marca de Brandeburgo, tan rica en encanto natural y antigua historia alemana.

Si no se quiere que renazca un nacionalismo perverso y agresivo, tronaba Grass envuelto por el humo del puro que pendía entre sus bigotazos caídos, es necesario dar una respuesta abierta y progresiva a la exigencia real de un sentimiento de la patria común. Grass propone instituir una fundación cultural común para ambas Alemanias, que, renunciando a toda imposible y según él peligrosa unificación política, conserve o reavive la unidad espiritual por encima de las separaciones estatales.

Es el viejo sueño alemán de la «república de los doctos», de la nación cultural contrapuesta al Estado que la niega obedeciendo a su lógica de potencia; una nación que —en las aspiraciones de los patriotas de los siglos XVIIIXIX— había de trascender las fronteras territoriales para hacerse portadora de un espíritu cosmopolita, renunciando incluso a la unidad estatal con tal de ser portavoz de valores supranacionales Grass identifica estos valores con la lucha por la paz, contra la política de potencia rusa y americana que, a su entender, atiza la amenaza de guerra manteniendo entre otras cosas bajo su vasallaje el corazón de Europa central y recrudeciendo sus escisiones. La lucha por la nación cultural alemana sería, pues, una lucha por la humanidad, porque, despertando las fuerzas contra la voluntad de potencia de los grandes Estados, refrenaría su mecanismo agresivo.

Sus interlocutores se oponían a Grass con el escepticismo del pragmático, y él les reprochaba a su vez la miopía del pragmático, que no mejora el mundo porque está persuadido de la imposibilidad de mejorarlo. Su utopía resulta desde luego ingenua en un momento en que la lógica de la destrucción vuelve a cobrar empuje entre las grandes potencias, y tal vez las esté llevando ya hacia una foedus sceleris que podría comportar el sacrificio de una nación empeñada en llegar ella misma a la codicia de un Estado, a cambio de las manos libres que se conceden en otras partes del mundo. Pero la conciencia de las cosas tal como son no puede hacer olvidar la exigencia de las cosas tal como deberían ser. Sin embargo, para ser válida, la utopía de Grass no debería tener la descarada seguridad justamente contestada por Klaus von Bismark: debería darse cuenta de su irrisoria debilidad y luchar sabiendo que será derrotada enseguida, pero sabiendo que también las derrotas modifican el mundo.

También este podría ser el estilo ético prusiano evocado por Grass, aunque él mismo lo viole cuando, con una desenvoltura no infrecuente en los literatos, emite juicios superficiales sobre la situación económica o sobreestima la importancia de lo que sucede en la sociedad cultural, con la quimera de que un encuentro entre escritores del Este y el Oeste es ya, en cualquier caso, un paso hada la abertura del mundo, mientras que en realidad puede ser solo el rito de una corporación, la usanza de un club internacional. La poesía que se rebela a la potencia tiene que mirar a la cara a su propia fragilidad, que la aboca a una inmediata derrota pero no le quita valor a su buen combate; y, como la semilla evangélica, ha de saber además sacrificarse y morir para dar fruto.

24 de septiembre de 1981