LOS CASTILLOS EN EL AIRE DE LUDWIG

1. El monumento más significativo de Ludwig, el infeliz e imposible soberano de Baviera, no es uno de sus fantásticos e improbables castillos, sino una cruz plantada en el agua cerca de Munich, en el lago de Stamberg, allá donde el rey se ahogó misteriosamente el 13 de junio de 1886 junto con el médico que cuidaba de él y lo tenía bajo vigilancia, el decidido y siniestro doctor Bernhard von Gudden. Esa cruz ornada de una fresca guirnalda no representa, como podría sugerir una escenografía moralizante, la verdad y la sencillez de la muerte contrapuestas al fastuoso y prolijo kitsch montado por el rey durante toda su vida; la cruz representa la continuación y el triunfo de ese kitsch, una victoria póstuma de Ludwig sobre la razón de Estado que había puesto fin, con despreocupada brutalidad, a su reino anacrónico y disipador.

En esta orilla curva y materna reina hoy el verano: cuerpos abandonados al agua y desganados placeres de horas lentas y relajadas, indiferentes a las tragedias históricas y al dolor individual de quien está en desarmonía con el fluir de la vida, como el soberano muerto entre estas olas. Pero la banda de la corona, colgada de la cruz «en recuerdo del 13 de junio de 1886», se dirige a Ludwig en nombre de «tus fieles». El monarca políticamente impotente, engatusado por Wagner, manipulado por Bismarck y depuesto por sus propios ministros con irrisoria facilidad, tiene hoy sus fieles, clubs que llevan su nombre, nostálgicos del trono y a un tiempo, de esa realeza que él había interpretado como símbolo de la poesía de la vida, de la belleza opuesta a la opacidad de la prosa cotidiana, al acoso de la modernidad y la industralización.

La guirnalda fue colocada solemnemente hace dos meses en el aniversario de la muerte por el «Club rey Ludwig» durante una ceremonia multitudinaria e imponente, un espectáculo inactual como los que el rey gustaba de organizar en menoscabo de la historia y la realidad de su tiempo, poniéndolos en escena en apartada soledad para sí mismo o para poquísimos elegidos y no desde luego para las masas que él, egocéntrico narciso, odiaba, aun cuando se tratara de masas de sus fieles y devotos.

En la ceremonia del pasado 13 de junio estaban presentes, mezclados con la multitud, los mayores exponentes políticos de Baviera, cristiano-sociales, socialdemócratas y liberales; sin duda no a título oficial, puesto que el gobierno y la oposición del Land de Baviera, que forma parte de la República Federal de Alemania, no pueden profesar nostalgias monárquicas y legitimistas por la corona de los Wittelsbach. Pero los líderes cristiano-sociales o incluso los socialistas ni siquiera podían permitirse faltar sin miedo a ser penalizados electoralmente por haber demostrado escaso patriotismo bávaro, apreciado tanto por los partidos republicanos como por los nostálgicos de la monarquía.

Naturalmente, también entre los cultores de Ludwig hay una minoría de sofisticados, fascinados por la pacotilla y el mal gusto cultivados por el «rey de cuento de hadas»; aunque estos tardíos admiradores, en realidad, son bastante infieles al mundo de Ludwig porque su patriotismo le guiña el ojo a la horterada en cuanto tal, mientras que el soberano solitario sentía una arrolladora pasión por la Disneylandia que construía dilapidando alocadamente las riquezas del Estado y, en aquellos castillos o en aquellos escenarios artificiales, buscaba la belleza, la idea platónica de lo bello, algo absoluto, y no el placer del bricolaje.

Pero no cabe duda de que los secuaces del gusto camp, como se le llama en Estados Unidos, no habrían sido suficientemente numerosos para abarrotar las orillas del lago Starnberg hace dos meses. Esa multitud le rendía homenaje a Ludwig porque veía en él un símbolo de la vieja Baviera arraigada en la tradición feudal y agraria, no corrompida por la modernización ni la prusianización, decidida a defender —incluso contra la nivelación de la unidad estatal alemana— su propia peculiaridad secular, el vínculo con la tierra y las estaciones, una sanguínea vitalidad campesina y católica. Esta savia bávara, con su robustez popular, también alimenta fuerzas políticas de izquierdas, libertarias y contestatarias que rechazan —en nombre del mismo autonomismo cultural y regional— toda pátina monárquica y feudal: en concomitancia con el homenaje a Ludwig había de tener lugar una manifestación de protesta en nombre de la «otra Baviera» (de etiqueta política opuesta, pero análogo estilo de vida), manifestación prohibida por las autoridades al considerar que un rey anarquista y disgregador del Estado, como era Ludwig, es siempre menos peligroso que el pueblo animado por ideas y sentimientos progresistas.

Ludwig se convierte así, como se pone de manifiesto en este centenario de manera evidente, en el símbolo de un independentismo bávaro dominado por la CSU (Unión Cristiano-Social), que se reafirma también contra la política oficial pero contribuye a mantener el orden y el equilibrio existentes. Los Wittelsbach siguen siendo populares en Múnich; el joven príncipe Leopold —Poldi para los amigos—, corredor de automovilismo y autor de unas memorias pese a su juventud, es un personaje de este folklore bávaro que desempeña un papel político. El novelista y dramaturgo Georg Lohmeier, alma del «Club rey Ludwig» y burlón contestador de la civilización prusiano-industrial, encarna este espíritu popular-conservador a la par que el actor dialectal Gust Bayerhammer, miembro de la asociación de socarrones «Schlaraffe», o sea, los holgazanes que pueblan el Schlaraffenland, el valle de Jauja.

Pero también estos regalones fieles de Ludwig quedan muy lejos de su anhelado soberano, el cual no amaba los crasos placeres de la vida sino la belleza mortuoria y solitaria. Ludwig marcó además el final de la independencia bávara, caída bajo el dominio de Prusia y de la unificación alemana que ella misma realizara en 1871; fue el primer rey de Baviera en convertirse —como decía con profunda y dolorosa humillación— en un vasallo y un prefecto del rey de Prusia coronado emperador alemán.

Por otro lado, Ludwig fue víctima de la razón de Estado de los Wittelsbach y de Baviera, que lo eliminaron porque, siendo políticamente inepto, ejercía la realeza como un sacerdocio o un espectáculo político, como el quijotesco recitado de la poesía del corazón desdeñador de cualquier cálculo de poder. La realeza soñada, vivida y recitada por Ludwig quería ser la imaginación en el poder; a saber, la fantasía poética, anárquica y socialmente inutilizable, inconciliable con las razones del Estado.

Por eso Verlaine pudo celebrarlo como rey de la poesía, de su altiva, sublime y doliente inutilidad, pero a causa de ello sus parientes y ministros lo quitaron de en medio. Por lo demás, Ludwig se había negado a escuchar a quienes compartían su antiprusianismo y su independentismo patriótico popular, bien representado numéricamente en el Parlamento de Baviera, porque su absurda y anacrónica concepción de la realeza absoluta, que lo inducía a adorar e intentar imitar al Rey Sol, le consentía ser un fantoche en manos de sus ministros, nombrados por él, pero no aceptar consejos de parlamentarios, elegidos por el pueblo.

2. Ludwig fue un arquitecto de sueños, construidos literalmente como castillos en el aire —por ejemplo el de Neuschwanstein que parece colgado en la montaña— contra todas las realidades del siglo XIX: el racionalismo, la ciencia, la técnica, la industria, la burguesía, el Estado, el liberalismo, el nacionalismo, la democracia, el socialismo. Su afán de edificar, que el colegio de psiquiatras contratados por el gobierno clasificó como síntoma de paranoia, es una incesante producción de sueños, imágenes que suben desde lo profundo desligadas de todo principio de realidad, fragmentos de fantasías ensamblados sin preocupaciones de estilo ni de coherencia, nubes y pompas de jabón que pasan por la cabeza de cada hombre y sin duda por la de cada adolescente pero que un rey, teniendo acceso a las arcas del Estado, puede traducir en piedra.

Ludwig no deseaba que sus castillos fueran eternos; una vez dijo que, tras su muerte, había que hacerlos saltar por los aires para preservarlos de cualquier profanación del tosco mundo exterior. Mes y medio después de su muerte, el castillo de Neuschwanstein, de donde le sacaron al deponerle, se abría al público con un precio de entrada de tres marcos.

Fue visitado por un millón ciento treinta mil personas en 1984 y este año lo será sin duda por muchas más. El agolpamiento en los castillos, en estos días de agosto en que las ciudades despobladas ofrecen paz y soledad, es impresionante: para visitar el castillo de Linderhof me toca hacer cola: en la hilera de automóviles que se dirigen hacia el parque durante tres horas y tres cuartos, y durante otras dos a pie en fila delante de la caja; al pie del castillo de Neuschwanstein no se encuentra aparcamiento en kilómetros y kilómetros a la redonda.

Visitas, exposiciones e itinerarios de este centenario —desde los palacios residenciales en Múnich a las colecciones de postales— constituyen un imponente espectáculo de turismo de masa, una escenografía gigantesca y disparatada, ha escrito Bruno Visentini, respecto al modesto relieve histórico del personaje.

El castillo de Herrenchiemsee, en el lago homónimo, se encuentra en una isla comprada en 1873 con los fondos obtenidos de extranjis por Bismarck a cambio del aval dado a la asunción de la corona imperial por parte del rey de Prusia. Ludwig amaba este castillo, entre otras cosas, porque el agua que lo separaba de la tierra firme le proporcionaba la ilusión de ser inaccesible a la realidad. El castillo querría ser Versalles, nace del amor visceral de Ludwig hacia Luis XIV, en quien veía la encarnación de la realeza absoluta y a quien soñaba imitar.

En su penoso Diario secreto, publicado ahora por Siegfried Obermeier con un untuoso comentario, Ludwig registra con remordimiento y vergüenza las tentaciones y las caídas en el onanismo y la homosexualidad, y todas las veces se propone no volver a pecar encomendándose a Dios y sobre todo al Rey Sol, emitiendo decretos contra el pecado y la tentación a menudo escritos en francés. Pero su francofilia era tan fuerte como para hacerle idealizar —no obstante su conciencia escrupulosa que consideraba con horror las tentaciones del sexo, en especial las suyas— el desenvuelto libertinaje de la corte francesa, a la Pompadour y la Du Barry, cuyos retratos tenía en sus castillos como si fueran los de pías benefactoras.

El amor hacia Francia estaba tan arraigado en él como para hacer que asistiera con espanto, en 1870, a la victoria de los prusianos sobre los franceses y al «deshonor» de Versalles ocupado por los soldados de Bismarck. Hasta llegó a escupir en el busto del Káiser colocado en el castillo de Hohenschwangau y a acoger con desaires al príncipe heredero prusiano en su visita a Múnich —los psiquiatras, en su certificado, no dudaron en clasificar este amor a Francia como un síntoma de demencia.

Ludwig iba de noche a Herrenchiemsee en góndola a la luz de las antorchas, y allí se encerraba en la vasta galería de los espejos, con más de ochocientas velas encendidas. El castillo, hoy, dice poco, y no solo por el agolpamiento de gente que hace improbable la sugestión de la soledad feudal; se parece a tantos otros, copia de Versalles y de muchas otras copias, tiene la elegancia pero también la monotonía de las aristocracias, iguales por doquier y aparentemente carentes de esa fantasía que confiere una individualidad mucho mayor a las moradas, aun modestas o en serie, de otras clases sociales. Cuán más poéticos son, en la isla, las cabañas de madera para las barcas, los patos que nadan con sus crías entre los juncos, las encinas, los arces o los abedules amados por Ludwig, tanto que los médicos le reprocharon la costumbre de saludar a un árbol querido, acaso ignorando el respeto por los árboles enraizado en la tradición bávara que inducía a los leñadores, cuando abatían uno, a quitarse el gorro con reverencia.

También el castillo de Linderhof, ultimado en 1879, está dominado por el gusto del Grand siècle francés, aunque no falta el claustro moruno, símbolo del Oriente poético y fabuloso. En el parque está la famosa gruta subterránea artificial, apogeo del kitsch, construida con material de acarreo, mimetizada en el paisaje y ornada con estalactitas y estalagmitas postizas.

La gruta es una inverosímil concentración de todas las sugestiones predilectas de Ludwig incorporadas a un pastiche heterogéneo y estrafalario, una imitación de las más variadas cosas: la Gruta Azul de Capri, la Montaña de Venus de Tannhäuser, la peña del Oro del Rin, los cisnes de Lohengrin, una barca en forma de concha en la que el rey navegaba sobre las aguas, movidas artificialmente por una máquina celada en el fondo e inflamadas por las bailarinas que personificaban a las Náyades en los ballets.

En esta gruta, en un palco simulado entre fingidas rocas, Ludwig escuchaba ejecuciones musicales o al actor Kainz, obligado a recitar obras poéticas indefinidamente, entre efectos de luces de colores que originaban increíbles tornasoles y cascadas artificiales e intermitentes. La gruta es una de las muchas puestas en escena de la pasión de Ludwig por Wagner y su música, atestiguada por los hasta seiscientos telegramas y cartas de la enardecida y excitada correspondencia entre ambos —embeleso sufrido por Ludwig y hábilmente recitado por Wagner, apodado en Múnich «Lolus» porque había fascinado a Ludwig induciéndolo a apoyarlo sin reservas con el consiguiente derroche de los fondos públicos, tal como la bellísima bailarina Lola Montez, decenios antes, le había hecho perder la cabeza al abuelo de Ludwig, el galante Ludwig I.

Wagner, como es sabido, secundó sin reparos la pasión del rey, adaptándose sin escrúpulos al estilo exaltado que este había querido imprimir en sus relaciones y aprovechando, para las necesidades de su arte, de la inexperiencia del joven soberano, totalmente ignaro de la vida. Cuando habla de Wagner o con él, su tono es grotescamente enfático, pero Ludwig, creador y amante del kitsch, demostró tener una excepcional intuición artística al reconocer la nueva grandeza revolucionaria de la música wagneriana cuando todavía parecía, a muchos, una estridente e inaceptable infracción del gusto tradicional.

Quizá Ludwig, como probablemente Nietzsche, estuviera enamorado de Wagner, pero todavía no lo había conocido personalmente cuando, a los quince años, escuchó por primera vez una ópera suya, Lohengrin. Demostraba ser entendedor más fino que tantos otros; más sin duda que el káiser Guillermo, el cual, tras haber asistido a la representación de Sigfried y del Crepúsculo de los dioses, obras maestras del compositor que entretanto se había convertido en cantor del imperio alemán, tachó de «insoportable» el espectáculo de Bayreuth. Ludwig se había reconocido en el caballero del cisne llegado desde misteriosas lejanías y al final obligado a desaparecer de la realidad, y Wagner lo trató con la prepotencia con la que un artista mueve a sus personajes; Ludwig fue magnánimo con el músico incluso cuando este jugó deshonrosamente con su honor, y hasta le perdonó la apología del imperio prusiano-alemán.

Cuando cubría a Wagner de favores y dinero, Ludwig dijo que le parecía que era el maestro quien daba y él quien recibía; de igual modo Nietzsche se preguntaba, a propósito de cualquier regalo, quién debía dar las gracias, el que donaba o el que recibía. Menos magnánimo por cierto era Ludwig con la servidumbre y los lacayos, incluso con sus favoritos, con quienes alternaba munificencias, ternuras y pequeños caprichos sádicos que inducían al secretario Friedrich von Ziegler a definirlo como «nuestro Ivanucho el Terrible».

3. Neuschwanstein es el más fantástico e irreal de los castillos de Ludwig, con sus blancas y redondas torres erguidas en el aire, su eclecticismo y las salas inspiradas en la Edad Media alemana y en las óperas de Wagner. El modelo debía ser la fortaleza de Wartburg, mítico lugar de la competición de los cantores y corazón de esa Alemania medieval que para Ludwig era —junto con la corte del Rey Sol, en una híbrida contaminación fantástica— el paisaje de la poesía. Cuando visitó Wartburg, Ludwig mandó que le encerraran dejándolo solo, en meditación, en la sala de los cantores, pero cuando rehízo dicha sala en Neuschwanstein no se inspiró en el original, sino en la escenografía preparada para la representación de Tannhäuser en Múnich.

El mismo Ludwig hablaba de los «sueños de la adolescencia», con cuya indeterminación ignara de realidad identificaba la poesía del corazón: la sed pubescente de autenticidad casi siempre está rociada por sugestiones en diferido, por el déjà vu; se inflama por copias y falsificaciones, canta su propia nostalgia con palabras y ritmos tomados inconscientemente de un repertorio cultural hasta rancio.

En Neuschwanstein triunfa la copia, la imitación; el castillo reproduce la escenografía teatral inspirada en Wartburg; al pie del castillo restaurantes, quioscos, chalés, objetos de recuerdo reproducen de cien maneras sus torres y sus arquerías; el castillo mismo se nos figura conocido y familiar porque ya lo hemos visto en la copia hecha por Walt Disney en el castillo de Blancanieves. Pero en esta orgía de lo fingido aletea, como el eco de un eco, el recuerdo lejano de una poesía auténtica, el castillo del goethiano rey de Thule o de los Lieder románticos, el misterio de una infancia y una felicidad perdidas que reverbera en la quincalla kitsch hacinada aquí sobremanera.

La realeza absoluta, para Ludwig, era la voluntad de reencontrar y reconstruir, con un golpe de varita mágica, los paraísos perdidos de la fantasía, el sueño —individual e histórico— de la poesía de la vida. Esa realeza era la caricatura, pero también la caricatural continuación, de la poesía romántica, de su exigencia de transformar el mundo y hallar la fórmula mágica capaz de instaurar el reino de la belleza negada por la evolución histórica. Tal nostalgia de forzar poéticamente la realidad es un espejismo de la literatura europea —de Novalis a Rimbaud— y está presente también en la tradición de Múnich: tanto en los edificios helenizantes construidos por el abuelo de Ludwig para transformarla en Atenas, como en el sensacional, radical esteticismo profesado a finales de siglo por Stefan George y su escuela poética.

Aunque de lejos resulta sugestivo, este fasto se revela modesto y ordinario si se mira de cerca. El castillo de Miramare, construido en Trieste por ese otro Ludwig más moderado y responsable que fue Maximiliano de Habsburgo, conmueve más, porque se acopla con discreción en la naturaleza que lo rodea y pone inmediatamente en claro su abusiva fragilidad. Los castillos de Ludwig pretenden ser un escenario total pero evocan un sentido de mediocridad, no de grandiosidad.

Ludwig quería ser un Rey Sol en la época en que el papel de los reyes había quedado reducido a simbolizar la respetabilidad burguesa e incluso la preocupación pequeñoburguesa por el acomodamiento de la familia. El rey Leopoldo I de Bélgica le recomendaba a su hija Carlota (más tarde esposa de Maximiliano de Habsburgo) el pretendiente Pedro de Portugal, porque «Portugal tiene futuro y, habiendo allí menos gente, hay, pese a alguna pequeña revolución, un porvenir y seguridad para la familia real».

Precisamente en Neuschwanstein Ludwig fue depuesto no ya como un rey, sino como un pariente engorroso que la familia no logra incapacitar. Los psiquiatras que el 8 de junio lo declararon enfermo mental nunca lo visitaron, puesto que, como le dijeron el 12 de junio cuando fueron a recogerle en Neuschwanstein, no lo habían creído necesario.

Ciertamente, Ludwig no era una persona equilibrada y había un motivo para desautorizarlo, la ruinosa dilapidación de los fondos estatales que hada de él un irresponsable indiferente a la suerte de los ciudadanos. Pero es impresionante la justificación psiquiátrica de la razón de Estado: el certificado médico, sin dejar de apostrofarlo nunca respetuosamente con el título de Majestad, le achaca —aparte de las taras familiares— síntomas de locura incurable como la predilección por los paseos solitarios y los árboles, la admiración por Franca y la música wagneriana, el menosprecio por los ministros, el amor al color azul (el color romántico de la lejanía, además del de la bandera bávara), la manera desagradable de atiborrarse de comida manchándose con la salsa y otros detalles referidos por la servidumbre. Las revelaciones de notitas encontradas en las papeleras o en el excusado, comentó Bismarck con desprecio, nunca deberían bastar para condenar a muerte a un hombre.

El arresto (si se le puede llamar así) en Neuschwanstein es desgarrador: el rey —la sombra del jovenzuelo de antaño, obeso y adocenado por sus manías, extraviado e indefenso— se queda estupefacto ante la brutalidad con que sus súbditos licenciados en medicina le incapacitan, oscila entre la altivez y el desánimo, pregunta en vano cómo se puede hacer un informe sin un acamen previo, admite su insomnio y que abusa de los somníferos.

Frente a él hay una potencia más fuerte que la realeza, la Ciencia que no se equivoca, el psiquiatra que como el brujo o el sacerdote administra las fuerzas ocultas y encarna la verdad. Personifica y guía la Ciencia el doctor Gudden, autoridad indiscutible y expeditiva; cuando su yerno, el profesor Grashey, a quien había regalado la cátedra, le dice que según su parecer Ludwig no es incurable, Gudden, el verdadero Rey Sol de la situación, replica secamente: «Hablaremos de ello en otra ocasión».

Leyendo los relatos sobre este calvario se comprende por qué, entre las numerosas obras literarias inspiradas por Ludwig, descuella el drama Delirio escrito en 1920 por un loco —que se llamaba, por ironía del azar, Ernst Wagner— encerrado en un manicomio por haber masacrado, en un desvarío de manía persecutoria y de grandeza, a su mujer, sus cuatro hijos y nueve transeúntes. En el drama el loco homicida se identifica con Ludwig, con su megalomanía, pero analiza (mejor que un psiquiatra) los planes satánicos, suyos y del rey, como manifestaciones morbosas de una personalidad enferma. El loco que se retrata a sí mismo y a Ludwig como dos locos revela, paradójicamente, una comprensión y una piedad que Gudden, en su engreimiento, podría envidiarle.

Sin embargo la vida es irónica, y hasta los científicos apechugan con las consecuencias. Cuando Gudden determinó que fuera puesto bajo custodia, Ludwig pidió permanecer en Neuschwanstein, pero el psiquiatra decidió llevarlo al castillo de Berg, a orillas del lago Starnberg, cerca de Múnich, con el fin de poder conciliar su actividad clínica cotidiana en la capital y la diaria observación del rey, paciente de conspicuo interés médico.

La organización era perfecta, pero un día después, el 13 de junio, Gudden moriría junto con el rey en las aguas del lago. Las causas de la doble muerte —indagadas en el reciente volumen de un magistrado, Wöbking— son oscuras: suicidio de Ludwig que arrastra consigo al médico cuando este trata de evitar que se arroje al agua, intento de fuga que el médico trata de impedir, crimen organizado.

En el robusto cuello de Gudden fueron hallados arañazos y señales de manos que lo apretaron; toda hipótesis es aventurada, pero no sería de extrañar que Ludwig, reparando en que no era rey como para morir sin defenderse, quisiera ajustar las cuentas con el doctor. En cualquier caso, un siglo concilia los contrastes; la multitud que el pasado 13 de junio depuso la corona para Ludwig seguramente habría estado dispuesta a echarle una mano al psiquiatra, una autoridad bávara al fin y al cabo, cuando trataba de cerrar a Ludwig el paso en el camino hacia la libertad, poco importa si en la otra orilla o en la muerte, y de retenerlo en la jaula.

24 de agosto-3 de septiembre de 1986