EL BAILE DEL RABÍ

Hace algunos años, durante un simposio de literatura que tuvo lugar en Austria, en el museo judío de Eisenstadt, un rabí procedente de Viena que participaba en nuestro debate me preguntó con un ligero tono de cautela: «Pero usted no es judío, ¿verdad?». Yo casi no había terminado de contestarle, diciéndole que no lo era, cuando el rabí se apresuró a precisar, extendiendo las manos hacia delante como para disipar un posible equívoco: «Solo era una pregunta».

Al igual que casi todas las historietas judías, esta mínima anécdota está impregnada por la comicidad talmúdica, su sabor le viene de aquello a lo que alude y de lo que pasa bajo silencio, de la milenaria historia de la diversidad judía que, no dicha —con su grandeza y su miseria, su humor y su tragedia—, envuelve esa salida del rabí y el arte de la paradoja y lo abstracto que hay en ella, la capacidad de poner del revés el problema tranquilizando al interlocutor, al no judío, al otro, e invitándolo a no preocuparse. Esta es la imperturbable e irónica conciencia de sí mismo que el judaísmo ha contrapuesto a las persecuciones, sabiendo bien que nacían del miedo y la inseguridad y que era necesario liberar a los otros, los perseguidores, del miedo insensato que le tenían, hacerlos entender que no había nada que temer.

La realeza sabática del judío y su indomable invulnerabilidad frente a la historia han hecho de él una figura mítica, mirada con nostálgica envidia. Ante el judaísmo nos sentimos a menudo como se sentía Kafka —un judío melancólicamente persuadido de serlo demasiado poco, de estar desarraigado de la unidad religiosa y vital de su civilización— ante los judíos orientales del teatro yiddish que le parecían encarnar todo aquello que la conciencia occidental estaba perdiendo: un sentimiento intacto y total de la unidad de la vida, la integridad afectiva y vital de la persona, la épica y armoniosa familiaridad con toda la existencia.

Bajo las ventanas de la inteligencia occidental, que cada vez se apercibía más de su escisión y su laceración interior, el judío, pobre o rico, iba de un lado para otro como el rey de los «Schnorrer», los impertérritos y tenaces mendigos-gorrones: vagabundo e insistente, expuesto a la irrisión y la agresión pero listo para sacudírselas de encima con indiferencia, sin patria pero radicado en un Libro y en una Ley, asentado en la vida como un rey y capaz de sentirse en casa dondequiera, como si el mundo entero fuese para él un barrio familiar, la calle de la niñez donde se habla el dialecto natío.

El judaísmo ha sido y es el ejemplo de una eterna diversidad, de una altivez irreducible que parece inaccesible y extranjera por sus ritos, sus costumbres y su lengua, pero que coincide misteriosamente con lo universal-humano. Desde hace por lo menos cien años, si se quiere reencontrar el sentido de pasiones y sentimientos perennes como el homérico escudo de Aquiles, es necesario abrir, en múltiples ocasiones, las páginas de la literatura judía que cuentan del amor paterno, el misterio conyugal, la anarquía de Eros, la Ley y su infracción, la evidencia y el valor de la cotidianidad al comer, trabajar, hacer el amor, dormir y rezar. La literatura judía, nacida de una cultura que a menudo es indescifrable para los profanos, ha expresado con intensidad incomparable un proceso que no afecta solo a los judíos sino que concierne a todos los hombres modernos: la disgregación de una unidad de valores —identificada con la unidad religiosa de la Ley por el judaísmo— en la centrífuga multiplicidad de la existencia contemporánea, que Nietzsche definía como «una anarquía de átomos» y Musil como «un delirio de muchos».

Hasta hace algún tiempo, hablar del judaísmo en nuestro mundo significaba reconocer libremente lo que tiene de vínculo y de valor, sin sombra del ansioso e impetuoso filosemitismo que denota mala conciencia y turbación; el antisemitismo, tanto el atroz como el más superficial, parecía una horrible enfermedad contra la que la humanidad estaba vacunada para siempre Pero ahora se tiene la inquietante sensación de que algo está cambiando, aunque lo haga en grado mínimo; es como si estuviera resurgiendo la desconfianza hacia el judío, la inconfesada y abyecta persuasión de que su diversidad —su peculiaridad individual y cultural— hace que sea inexorablemente otro, inalcanzable en su ambiguo secreto y a la postre nada de fiar; como si se pusiera en duda que pueda ser de verdad, en el múltiple coro de la familia humana, el portador y el representante de valores válidos para todos.

Los atentados y las serpenteantes violencias hacen eco clamorosamente a un imperceptible cambio que acaso se haya producido en el tono de voz usado al hablar de los judíos, a un leve engorro que quita libertad a esta voz, a sus consensos y críticas; como si la otredad del judío volviera a ser, aun por muy poco, un problema, o como si la pregunta que me hiciera el rabí pudiera implicar un atisbo de recíproca turbación.

La polémica actual sobre la invasión israelí en Líbano contribuye a esta tirantez, pero no es su única causa. Ciertas actitudes del gobierno israelí ofenden por la gravedad de las acciones bélicas, que no parecen justificadas por la situación político-militar, pero sobre todo por el tono arrogante de algunas voces, que no revelan la voluntad consciente de tomar medidas consideradas, con razón o sin ella, necesarias pero trágicamente dolorosas, sino que dejan ver un sentimiento de despreciativa superioridad. Es sin duda una actitud brutal, destinada a provocar irrazonables movimientos reactivos de los que debemos guardarnos.

Tal vez la polémica sobre Israel y la campaña que la alimenta se mitiguen pronto si en Beirut se consigue evitar la tragedia final: no solo porque el mundo tiene la memoria corra, sino porque los palestinos que se han librado de Israel seguirán siendo víctimas de los Estados árabes y dé la trágica danza que estos entrecruzarán en torno a su destino, sin atreverse a ayudarlos y sin renunciar a soliviantarlos contra Israel y, por tanto, sin querer permitirles que se acoplen e integren en un nuevo país echándose a las espaldas el desmán y el trauma sufridos con la pérdida de su tierra, como han podido hacer tantos otros Estados después de la Segunda Guerra Mundial, tantos otros prófugos análogamente privados de su patria.

Ningún gobierno israelí representa al Judaísmo y ninguna crítica hecha al primero, certera o equivocada, afecta al segundo ni puede ser rechazada solo por la preocupación de defenderle. La diversidad judía, y su destino, es una parábola ejemplar y universal de lo humano. Nadie nos puede privar de esta diversidad ni hacer que sea ajena a nosotros sin hacernos perder una parte fundamental de nuestra realidad. Por eso ha de mirarse a la cara al tenue pero peligroso antisemitismo serpenteante: sin turbación y sin contemplaciones, porque la apuesta es demasiado alta. Todo aquello que lo alimenta debe ser desmentido.

Existe, por ejemplo, un complejo respecto a Israel que se expresa tanto en las críticas como en los consensos y ha de resolverse con el racional y libre juicio sobre un Estado como los demás, que no ha sido llamado a realizar el reino de Dios y no tiene el deber de comportarse mejor ni el derecho de comportarse peor que los demás. Hay un falso filosemitismo en el que se refugian cómodamente quienes buscan en la ostentada solidaridad con los judíos, perseguidos en el pasado y en países lejanos, la coartada para hacer el avestruz con las víctimas de otras persecuciones más próximas en el tiempo y el espacio, cuya voz no tiene fuerza suficiente para alzarse y gritar.

El terrible récord judío de sufrimiento padecido y dignidad al afrontarlo no nos autoriza a conferir a los judíos el monopolio del sufrimiento y la solidaridad; ellos son el pueblo elegido, un símbolo universal de lo humano, tan solo si en su tragedia se sabe leer la tragedia de todos y si la solidaridad que se les debe no se estanca en ellos, silfo que se extiende al dolor de todos, también de quienes no logran hacer llegar su grito hasta nuestros oídos. De otro modo, el filosemitismo pasa a alimentar la delirante hipótesis antisemita de la conjura judía, como en el caso de los revisionistas que consideran los campos de exterminio una invención judía.

En un mundo que, por un lado, se disgrega en el delirio de los muchos que no se entienden y, por otro, nivela las diversidades en un aplanamiento anónimo, el problema central es el de la diversidad que no niegue, sino que encarne en su peculiaridad lo universal-humano. Y el judaísmo es una de las caras de esta universalidad abigarrada. Hace dos meses, en Ciudad de México, nos invitaron a la celebración de una boda judía. Se casaba el sobrino de una amiga nuestra, la última de diez hijos de un rabí y más joven que el sobrino mismo. Hacia las diez de la noche, después de la ceremonia celebrada en la sinagoga de la comunidad ludía siria, en un hotel gigantesco comenzó la fiesta que iba a durar hasta las ocho de la mañana.

Los invitados eran ochocientos y bailaban al son de cuarenta violines. Reinaban una alegría franca y la vitalidad de la pietas familiar, el secreto de la fuerza y la ternura judías. Los hermanos, las hermanas, las cuñadas y los cuñados de nuestra amiga eran cariñosos y estaban contentos; en sus rostros se veía la expresión de la satisfacción. Quizá algunos de aquellos matrimonios fueran apañados, pero hombres y mujeres se mostraban felices y resueltos: las hermanas y las cuñadas de nuestra amiga, una mujer joven, parecían amables mozas parlanchinas y alegres; algunas de ellas eran abuelas, una estaba a punto de ser bisabuela, y en aquella invencible alegría de la familia judía me sentía acogido como si estuviera entre compañeros y compañeras del colegio. Me sentía uno de ellos, como poco antes en el banco de la sinagoga entre los parientes del novio.

En un momento dado, en la enorme sala, los valses y el rock languidecieron y empezó la hora, la danza circular judía. Los bailes eran cada vez más rápidos, desenfrenados, llenos de jubilosa y salvaje energía, de esa exuberancia dionisíaca que Roth vislumbraba en los judíos orientales, y pese a ello mantenían siempre la compostura dentro del alborozo familiar. El rabí que había celebrado la boda, un hombre más bien menudo, se acababa de echar a hombros al corpulento novio y saltaba como un muelle bailando sin ceder bajo semejante peso, demostrando que el hombre de Dios está lleno de vitalidad inmune a esa melancolía que los santos hasídicos señalaban como el más negro de los pecados. De pronto el rabí se bajó de los hombros al novio y se colocó en la cabeza, bien derecha, una botella de licor, dando rápidos saltos mientras bailaba sin que la botella cayese y desafiando a los demás a imitarle, cosa que muchos intentaron hacer con ímpetu pero, al no ser hombres de Dios, sin éxito y en medio del fragor de las botellas que se rompían contra el suelo al caer.

Era la fiesta del judío «eternamente ileso», como lo llama Joseph Roth, indestructible y aferrado a la vida al igual que sus padres cuando seguían procreando hijos durante las persecuciones del faraón y en los campos de concentración nazis. Nosotros veníamos de un viaje por algunas aldeas mexicanas pobladas por indios, todavía teníamos ante nosotros la imagen de esa raza apagada y sofocada, estéril ya e incapaz de hacer llegar al mundo su lamento. Precisamente en aquellos días, solo breves noticias en los diarios locales y brevísimas en los europeos informaban sobre la destrucción de poblados enteros en Guatemala, con atroces matanzas de indios exterminados entre torturas.

También ellos, como todo ser oprimido, habrían necesitado la fuerza desplegada ante mí en aquel baile, esa invulnerable resistencia frente a cualquier violencia infligida a los hombres, a su sangre y a sus dioses. El pueblo elegido, que se confirió en el Sinaí una Ley universal y no tribal, es tal cuando su dolor habla en nombre de todos. También yo era uno de ellos esa noche, pero comprendía que la heredera más legítima de esa civilización era nuestra amiga, la muchacha que en su día salió de aquel mundo y había vuelto a él reencontrándolo en la libertad del afecto, y no en el vínculo visceral; la mujer que quería a su familia de diez hermanos y unos sesenta entre sobrinos e hijos de sobrinos, pero que también había sabido trascenderla. Dante sabía que el amor a Florencia aprendido del agua del Amo había de llevarle a sentir que nuestra patria es el mundo, como para los peces el mar.

18 de agosto de 1982