EN EL MENTIDERO
Madrid - En el espléndido barrio en que se hallan las casas de los grandes poetas del Siglo de Oro español —Lope de Vega, Cervantes, Quevedo—, una lápida conmemorativa en la calle de León recuerda un lugar, una especie de circulo —hoy se diría un «espacio»— donde se reunían en el siglo XIX comerciantes, intelectuales, escritores, políticos de café, periodistas, empresarios… En aquellas habitaciones se discutía sobre política y arte, se trataban negocios, se proyectaban especulaciones o revistas literarias y se formaban o deshacían grupos de todas clases, de vanguardia cultural, de interés económico o ideológico. Sobre todo, se hablaba y se hablaba.
Ese lugar, como recuerda la lápida, tiene un nombre, Mentidero de representantes: un sirio donde se habla pero sin demasiada deferencia por la verdad, un lugar donde se miente. Por franca admisión general y hasta formalizada en la inscripción, la conversación, el entretenimiento y en especial el trato y la discusión social se identifican con la mentira, y el sagrario donde se desarrollan los ritos socioculturales es por definición el lugar donde se va a mentir.
Naturalmente, el que no se oculte esta falsedad sino que se reconozca, es más, se proclame, puede tener la función de un exorcismo, puede ser el truco para hacerse con una patente de sinceridad denunciando lo falso; si todos saben que mienten —y lo reconocen— cabe figurarse que no hay engaño, porque nadie se ve inducido a fiarse de la buena fe de los demás. En realidad el jueguecillo no redime en modo alguno al embuste, así como la vulgaridad ostentada —y casi citada en falsete en los círculos esnobs— ciertamente no es rescatada sino agravada por la ficción de ponerla en solfa; una blasfemia dicha con coquetería por quien cree ser tan refinado y estar tan por encima de la trivialidad como para poder permitirse cualquier chabacanería, es más trivial que la blasfemia que podemos soltar cuando nos machacamos un dedo.
Esa ancha calle de León no parece empero ser broncamente moralista ni invitar, en contra de la vacía y engañosa vida mundana, al severo y ascético retiro en la silenciosa y profunda interioridad donde no llega el eco de las frívolas vanidades exteriores; y el alma dialoga consigo misma y con Dios. Probablemente, los sonrientes autores de la lápida —y, antes que ellos los todavía más sonrientes inventores populares de ese nombre— sabían perfectamente que la cavernosa soledad interior no garantiza para nada la verdad más que el chismorreo mundano. A menudo sucede que creemos hablar con nosotros mismos o con Dios y, por el contrario, solo hablamos con los míseros y presuntuosos fantasmas de nuestros miedos y nuestros ídolos, y confundimos el eco de nuestro delirio con la voz de la verdad; al menos en una velada es más fácil darse cuenta de ser fatuos y banales como quienes están a nuestro alrededor, mientras que en un soliloquio se corre el riesgo de convencerse de oír una verdad absoluta y de convertirse en su profeta y esclavo.
Acaso la placa quiera recordar que aquel lugar de la representación social es un teatro y que —como enseñan los grandes poetas barrocos que vivieron en aquellas calles— todo el mundo es un teatro donde cuanto ocurre puede remitir, según una u otra fe religiosa, a una verdad que lo trasciende y que sin embargo no ha de tomarse a la letra ni demasiado en serio. Los que mienten, dice el nombre del círculo, son sobre todo los «representantes», todo aquel que se arroga representar a algo (poco importa si una empresa, una ideología, una institución) y por tanto va y habla —presume, pretende hablar— no por sí mismo sino por alguien o por alguna otra cosa. Y también cuando crees hablar en tu nombre las cosas a veces cambian poco, es como si fueses el sosia o la contrafigura de ti mismo, un actor que interpreta un papel con su nombre y sustituye a la persona verdadera, como los dobles que, en una película, ruedan las escenas más peligrosas y se caen del caballo en lugar del protagonista.
La modernidad ha hecho que sea cada vez más universal e imposible a un tiempo esta función representativa, así como ha hecho imposible escribir poemas dirigidos a la gloria del rey o del presidente de la república. Nos sentimos siempre a disgusto cuando nos encontramos en lugar de otro, cuando debemos hablar en nombre de una escuela, un partido, una Iglesia, una asociación filatélica, de combatientes o de filósofos, acaso de un Estado; al mismo tiempo nos damos cuenta de que estamos casi siempre en lugar de otro, de que no podemos hablar casi nunca en nuestro nombre, es más, de que hemos olvidado qué voz tiene ese vago, presunto «Yo» verdadero al que oímos expresarse cada vez menos a través de nuestras palabras (en particular las oficiales y de circunstancias) en los debates y las mesas redondas, en las conferencias o en las intervenciones en público.
En ese mentidero nos encontramos más o menos todos. Intentamos valernos como podemos entre las mentiras que fluctúan y estallan sin tragedias, como pompas de jabón. El parloteo que resuena alrededor es una buena medicina mundana en algunas ocasiones; es como una resaca, un murmullo que cubre el crujido del tiempo que pasa y amortigua la conciencia del dolor y el vacío. Como sabían los grandes poetas del teatro del mundo que vivían por estos barrios, la verdad puede ser dolorosa, como un nervio que duele y ha de ser adormecido. La verdad, decía otro gran escritor barroco español, Gracián, puede ser peligrosa, porque es una sangradura en el corazón.
25 de noviembre de 1998