SPOON RIVER EN CANTABRIA

No sé si existe aún, si es accesible y está en circulación la Beata coorte. Era una serie de breves, a veces brevísimas biografías de santos que pertenecieron a la orden de los jesuitas, un librito que con facilidad caía en manos de un chico de la barriada del Ronco, en Trieste. La parroquia de los jesuitas del Sagrado Corazón era allí un centro divertido y emprendedor, un lugar épico y fraternal donde, como entre los pupitres del colegio, se instauraban amistades duraderas y picaras y se aprendía a encarar sin miedo, con humildad pero también con talante arrojado, el corpulento frío del mundo.

Las biografías de la Beata coorte eran a menudo rápidas, esenciales, tanto que uno de los reverendos padres, todavía hoy amigo mío, se complacía en llamarlas vitellae para conferirles dignidad clásica y donosa levedad. Esta brevedad era de hecho una lección de literatura, la capacidad de aligerar la prolijidad de la existencia con la soltura de un buen barbero al cortar y tirar al suelo los cabellos largos y grasientos que bajan hasta el cuello, y la de poner de relieve, como un epitafio, valores y significados: era el arte de elegir y descartar, indispensable para todo narrador. Las vitellae —también de santos pertenecientes a otras órdenes y publicadas especialmente por los salesianos, menos exclusivos y competidores que los compiladores de la Beata coorte— eran, a su manera, un Spoon River. Quizá la brevedad no fuera solo una elección retórica. Era aneja a la santidad, que no es mortificante renuncia sino decidida capacidad de trasquilar la tentadora y asfixiante morralla de lo inútil (las «pompas» del mundo) que nos envisca por los cuatro costados, de sacudirse oropeles, yugos y cadenas y echarlos a la basura, de reducir la vida a lo esencial y vivir libres, como el santo bebedor de Joseph Roth.

A decir verdad, en esos esbozos biográficos también había inconsistentes pacotillas, ingenuidades edificantes, beaterías sentenciosas, refalsadas y pudibundas reticencias para con el sexo. Pero en su conjunto, a pesar de tales esmenas, esas vitellae despertaban la curiosidad y el interés por las vidas verdaderamente vividas y hacían entender que la santidad se asemeja a la infancia (antes de que los niños, habiéndose percatado de ser diferentes de los adultos, empiecen a recitar su papel, a hacerse los niños) y a la vejez, a esas condiciones en las que una persona sencillamente es, se mueve y actúa con libertad despreocupándose de cómo la miran los demás o quizá —no prestando todavía atención a las reglas o no prestándosela ya más— sin saber siquiera si alguien la está mirando. Así, esas pobres biografías sugerían una benévola y alegre indiferencia hacia las jerarquías y los fastos del mundo, enseñaban a disfrutar de la vida en vez de desperdiciarla en la ansiosa preocupación de afirmarla por encima de la de los demás; hacían entender, de una vez por todas, que todo rey es un pobre comicastro que al final se quita la corona de cartón piedra, y que todos los periódicos que celebran su gloria acaban en la letrina.

Quizá por eso sea más fácil encontrar santos en los márgenes o en la base de la sociedad, entre hombres, empañados a veces por la fatiga y las dificultades, que se hallan en la imposibilidad de identificarse totalmente con el derrotero del mundo, de integrarse interiormente en las jerarquías sociales. Difícilmente podría ser el santo bebedor un administrador delegado o un premio Nobel para la Literatura, porque no ha encaminado su vida hacia esas metas, no la ha encaminado hacia ninguna meta, a lo más a la manera de procurarse la cena del día. No por puro azar la última «beata coorte» que ha caído en mis manos —una beata coorte del todo laica y profana, pero, al igual que las otras, rica en aureolas— es una serie de fulmíneas biografías ínfimas y plebeyas, populares y callejeras, reconstruidas y recopiladas por un primoroso y exacto biógrafo con el cuidado y precisión que los historiadores les dedican a los grandes de la tierra y de la poesía, a las cabezas ornadas por la corona y el laurel.

En las cabezas de los singulares personajes recopilados por Rafael Gutiérrez Colomer, ciertamente, de primeras no se ven aureolas, sino a lo más birretes deshilachados o bien, cuando se trata de mujeres, cajas de pescado o cestos de ropa hábilmente mantenidos en equilibrio. El libro, con el que me topé por casualidad y cuya primera edición salió algunos años atrás, es una galería de figuras populares de Santander y se titula Tipos populares santanderinos. Lo compré en una librería de la ciudad no lejos de la zona del puerto —Puerto Chico—, que es el telón de fondo de la mayor parte de sus vidas e historias, de su deslucida y sanguínea epopeya cotidiana. Los personajes humildes e indestructibles encarnan la vitalidad marinera de su ciudad, vigorosa en sus tráficos, en su brava autonomía, y asomada al mar cántabro en que naciera la marina española, al océano, el Mare Tenebrosum donde según los antiguos se acababa el mundo. Entre estas orillas, estos muelles, estos barcos, se movían los personajes que Rafael Gutiérrez Colomer ha salvado tenazmente del olvido.

Con pietas y precisión, ha reconstruido sus mínimas y oscuras existencias, hurgando en sus propios recuerdos y en viejos periódicos, yendo a hablar con testigos igual de desconocidos y oscuros pero fieles y de confianza, recogiendo voces y memorias, los ecos de aquella épica de barrio y de aquellas vivencias desvanecidas. Para cada uno de sus héroes, que vivieron en el extrarradio de la vida y que a menudo eran incapaces de adaptarse —como los santos— a las férreas reglas del mundo, consiguió hacerse con una fotografía o recurrió —cuando no la encontraba— a la ayuda de un dibujante, Indalecio Sobrino, que basándose en las descripciones de amigos y testigos esbozó los retratos, caricaturas afectuosas y envueltas en ocasiones por una sombra dolorosa.

El resultado es un decamerón humilde y plebeyo, un calendario o almanaque de santos irregulares y vagabundos. La galería es bastante variada. Hay personajes pintorescos que la desventura o la extrañeza ponen en un pedestal sublime a su manera. Por ejemplo, el Bohemio, viejo y fascinante donjuán decaído que acaba entre los pordioseros y, cuando un amigo lo reconduce a una existencia ordenada y holgada, no resiste y vuelve a las sombras conservando su única riqueza, los magníficos cabellos largos y la barba bíblica con que se gana algunos dineros posando como modelo para los fotógrafos; hasta que, en un hospicio, lo rasuran privándolo de su único expediente para sobrevivir. O bien don Adolfito, «el loco del violín» delgado como don Quijote, a quien un amor desdichado saca de una familia de alto rango y de sus cabales, y que se mantiene tocando el violín por las calles. También hay quien sabe reaccionar mejor frente a las penas de amor, como el alcalde de una pequeña aldea que pone una multa de cinco pesetas, por agravio a la autoridad, a una muchacha culpable de haberle dado calabazas.

Están los calaveras como Arcilla, que hablaba en verso, se proclamaba campeón mundial de boxeo mental y abogado defensor de la Tierra y quería cambiar el nombre de América, injustamente derivado de Américo Vespucio y usurpado por este a Colón. Están la gloria de quien ha salvado a gente en peligro de ahogarse y el olfato del limpiabotas que adivinaba los lugares de los delitos; o la picara desenvoltura del Gabardina con su escuela de arte cinematográfico que se confundía con la iniciación a artes de diferente y más amable suerte; los infortunios de Fresno, que había montado una agencia de amas de leche y sirvientas pero se organizaba mal, de manera que sus nodrizas eran amas secas mientras las criaditas estaban rebosantes de leche; o la ciencia de Lucas el astrónomo, que se encaramaba a los árboles para estudiar los astros más de cerca, pero también se prestaba a dar la alarma cuando avistaba a un policía.

A veces estas aciagas existencias se cruzan con la Historia, como la del burlón doctor Cambrillón, autor de toda clase de satíricas recetas que una tarde, al empezar la guerra civil, es arrestado por unos hombres mientras se dirige al acostumbrado café. Pero la tragedia y la muerte no necesitan apocalipsis históricos; día tras día, sigilosas y habituales, llegan con la enfermedad, el hambre, el accidente en el trabajo, la tempestad marina, el azar. De hecho la mayor parte de estos personajes vive la simple historia del trabajo y de sus raras pausas de alegría y placer, las duras faenas y algunas horas en la taberna o el café.

Estas vidas se encienden fraternalmente aunadas, pero también se apagan en una oscuridad cuanto más banal, más oscura. Como en la historia del Bota, un zapatero acosado durante toda su vida por la inconsciente crueldad de vanas generaciones de escolares de un colegio cercano. Otras veces la crueldad y la caridad se mezclan, como en el caso de la fingida boda de una pobre retrasada mental, a quien engaña pero hace feliz a un tiempo la pantomima representada en torno a ella.

Un lugar regio en esta coorte lo ocupan las mujeres, pescaderas robustas y generosas raudas con la mano y con la lengua, dispuestas a trajinar el lastre de la vida al igual que las cestas de pescado en sus cabezas, pero también a abofetear a la vida cuando se vuelve prepotente como un cortejador demasiado acuciante: Cruza, la Chata, la Teta, apodada así por su magnánimo seno.

Pero todas ellas muestran en las desdibujadas fotografías que las eternizan —aun a pesar de precoces ajamientos debidos a) cansancio, en los brazos acostumbrados a llevar cargas pesadas y en las manos avezadas a escamar y limpiar el pescado— una impetuosa y materna vitalidad, una generosa opulencia, la tierna e imperiosa sensualidad de cuerpos que atraviesan impávidos el mundo. No debió de ser cosa fácil ser los príncipes consortes, más o menos legítimos, de aquellas reinas. Las breves biografías dejan entrever su vapuleada gloria erótica, si bien, sobre todo, narran episodios de gentileza y auxiliadora solidaridad como corresponde a estas mujeres, libres y completas, que a su manera forman dignamente parte de una beata coorte.

24 de septiembre de 1989