EL BIBLIÓFAGO
Estoy en la Biblioteca Nacional de Madrid, con sus riquísimas colecciones, los laboratorios donde se cuidan y restauran libros y manuscritos con técnicas ultramodernas y paciencia antigua, su telemático Museo del Libro que introduce en el taller de la escritura y la imprenta, y el público de sus encuentros literarios, un público —como en España en general— de los más vivaces y estimulantes del mundo, de los más gratificantes para un escritor.
Me cuentan que, durante la guerra civil española, la biblioteca había sufrido importantes daños y que un hombre, no sé si para huir de la violencia bélica en general o en particular de alguien que lo buscaba para matarlo, se escondió entre los libros abandonados en las salas que podían venirse abajo de un momento a otro, y permaneció allí durante algunos meses. Podemos imaginárnoslo mientras, como un rapaz que tuviera su madriguera entre códigos y vitrinas, sale por la noche para buscar comida y regresa después para cocinarla y comérsela entre los libros. Es difícil adivinar si los leía, si la convivencia con ellos en aquellas circunstancias lo educaba a la indiferencia o a la afición por la lectura; quizá en los ilustres tomos viera tan solo objetos, paredes que lo escondían y lo resguardaban de la intemperie, potencial y afianzador combustible si se presentaba la necesidad.
La experiencia de aquel hombre me crac a la memoria lo que, en el taller de la biblioteca, un amable restaurador que sumergía en una solución acuosa los dibujos de la Tauromaquia de Goya me contó a propósito de ciertos insectos que devoraban los libros y que, por este motivo, son llamados «bibliófagos».
19 de marzo de 1996