«CICI» Y «CIRIBIRI»
1. «Cicio non xeper barca», reza un viejo dicho triestino, los cici no nacieron para navegan Evidentemente, los pastores y carboneros que siglos antes llegaron de Rumania y se establecieron en el interior de Istria no debían estar familiarizados con el mar, visto que, para las poblaciones vénetas de la costa y las ciudades istrianas, siguen siendo el prototipo de la desconfianza de la gente de la tierra firme hacia las inquietantes aguas marinas en un proverbio que, todavía hoy, en Trieste, indica por antonomasia la ineptitud de un individuo en cualquier campo, algo para lo que no tiene madera. En compensación, los cici —o cicci— han conservado tenazmente en sus valles y mesetas su lengua, el istrorrumano, y su identidad, que en el mar infiel y magnánimo se esfuma con facilidad y se pierde.
Los cici son verosímilmente la minoría más pequeña de Europa, si acaso se les puede considerar una minoría; en el siglo pasado eran algunos millares y en 1991, en el último empadronamiento, ochocientas diez personas se declararon istrorrumanas y veintidós morlacas. Tal vez sean más si se cuenta a los que han emigrado, como sostienen los representantes de la Asociación Andrei Glavina, constituida recientemente en Trieste para salvar a esta pequeña etnia del olvido, pero podrían ser menos, porque muchos de ellos, en especial los jóvenes, se sienten también croatas o italianos y conservan hacia su cultura, más que un sentimiento de pertenencia nacional, la afectuosa pietas que se siente por las viejas tradiciones de familia. La vida es tenaz y en Briani (Brdo en croata), un pequeño pueblo cerca de Albona donde antaño —me dicen con orgullo en una aldea vecina— se celebraban hasta cuarenta confirmaciones al año, hay aún dos o tres personas que hablan istrorrumano, «Bailad, piernas mías, que mañana será tarde», dice un bugarenje —antigua forma de canto típico a una o más voces— que se cantaba hasta hace pocos años en Seiane (Žejane en croata, Jejani en istrorrumano), uno de los dos pueblos donde resisten y sobreviven los cici.
2. Los cici son una pequeña tesela del complejo mosaico istriano, esencialmente italiano y eslavo pero rico en otros componentes menores que el régimen fascista, el de Tito y en la actualidad el de Tudjman han intentado e intentan «purificar» étnicamente. Los cici eran originariamente prófugos valacos, que en su mayoría llegaron a Istria en el siglo XV (aunque se hayan registrado esporádicas presencias más remotas) huyendo de la avanzada otomana, y fueron acogidos por la República de Venecia y los Habsburgo para repoblar las zonas devastadas por invasiones y pestilencias. Con el término vlahi se indicaban generalmente las poblaciones de la península balcánica con origen latino, subdivididas a su vez en varios grupos entre los que figuraban, por ejemplo, los morlacos. También había rumanos mezclados con la mayoría eslava entre los uscoques, los feroces piratas de las costas dálmatas que llevaron de cabeza a Venecia, a los otomanos y a la Casa de Austria, la cual los aguzaba a su vez contra la Serenísima.
Los más modestos pastores cici se establecieron en la región situada al norte y al oeste del monte Maggiore, adentrándose en casos aislados —como atestigua Ireneo de la Cruz, carmelita descalzo e historiógrafo del siglo XVII— hasta la periferia de Trieste. El istrorrumano, tenazmente conservado a lo largo de los siglos, es uno de los cuatro grupos de la lengua rumana, junto al arrumano de Macedonia, el meglenorrumano de Tesalónica y el dacorrumano, el más importante dialecto de Rumanía. La Ciceria —o Cicciaria— se divide en dos enclaves: Seiane (con la cercana Mune) y, en la parte opuesta del monte Maggiore, algunos pueblos donde los cici han asumido el nombre de ciribiri, entre los cuales destacan Valdarsa (Susnjevica en croata, Susnjevita en istrorrumano) y Villanova d’Arsa (Nova Vas, Noselo).
Las antiguas crónicas los recuerdan altos y fuertes, sagaces, pendencieros, trabajadores, de palabra e indiferentes a las penas y a la muerte, astrosos, acostumbrados a despachar los negocios contando con los dedos y proclives a las «correrías», a los asaltos en los caminos que inducían al mariscal Marmont, gobernador de las Provincias Ilirias durante el breve período napoleónico, a emanar severos edictos y proceder a las represiones. Los oficios tradicionales de los cici eran el comercio de vinagre, que iban a vender hasta Viena autorizados por una patente de María Teresa, el transporte de la sal, el contrabando cuando su tierra se hallaba en la zona fronteriza entre Austria y la Serenísima y, sobre todo, la venta de carbón vegetal, que llevaban a Trieste a lomos de asno, recuerda Tatiana Silla, gritando por las calles: «Carbuna, carbuna!».
Carentes durante siglos de instituciones culturales, escuelas, reconocimientos oficiales y literatura escrita, fácilmente llevados a asimilarse a los croatas o a los italianos, harto más numerosos, los cici han resistido gracias a su lengua, objeto de interés por parte de los más señalados lingüistas: desde Cattaneo, Ascoli y Bartoli hasta eminentes estudiosos rumanos. Emil Petra Ratio, presidente de la Asociación Glavina, recuerda que en el siglo XIX el historiador triestino Pietro Kandler se presentó en la erudita Sociedad de Minerva vistiendo el atuendo tradicional de los cici para atraer la atención sobre su desatendida cultura; en 1887, los cici apelaron a los italianos de Istria, como súbditos suyos del imperio austrohúngaro, pidiéndoles solidaridad. Una escuela istrorrumana existió solo entre 1921 y 1925 en Valdarsa gracias al maestro Glavina —autor del primer libro escrito en istrorrumano, un calendario-almanaque— y se cerró a su muerte por falta de otros profesores.
En la historia de los cici, al menos en la reciente, todo se desenvuelve entre personas que se reconocen individualmente y se frecuentan entre las mesas de una taberna o en una tienda; es una historia cuyos procesos son observables a ojos vistas y donde la épica familiar todavía no se ha convertido en sociología. Las obras de saneamiento en el lago de Arsa, realizadas por el Estado italiano en 1932, mejoraron las condiciones de vida y atrajeron a gran cantidad de gente transformando la fisonomía étnica de Valdarsa; después de la Segunda Guerra Mundial, muchos cici emigraron a América, donde todavía hoy el istrorrumano es la lengua materna de sus descendientes. En los años treinta, recuerda Ervino Curtis, fueron enviados a Rumanía dos muchachos, un cici de Seiane y un ciribiri de Valdarsa, quienes habrían debido saciarse en la cultura madre para llevarla de vuelta a su pequeña patria. Ignoro cuál fue su destino, que en cualquier caso recuerda al destino melancólico de los jóvenes tahitianos Aotourou y Omai, llevados a París y Londres en tiempos de los viajes del capitán Cook. En la actualidad hay un regreso a la conciencia de la identidad istrorrumana merced a la citada asociación, al Sabor (asamblea) constituido en Valdarsa y a otras iniciativas. Espontáneamente trilingües, los cici y los ciribiri, apunta Fulvio Di Gregorio, fundador de la asociación, se presentan como un concentrado simbólico del crisol istriano, irreducible a una sola nacionalidad.
3. Estoy en Seiane. En 1904, un docto conciudadano mío, el profesor Ugo G. Vram, viajaba por estos pueblos por cuenta de la Sociedad Adriática de Ciencias Naturales con el encargo de medir el índice cefalométrico y facial de los cici, llegando a la conclusión de que pertenecían a la categoría de los branquicéfalos-camesopropios, estableció el diámetro frontal mínimo de los adultos confeccionando tablas de cabezas «elipsoides, esfenoides, esferoides, ovoides», de caras «cuadradas, pentagonales o triangulares» y de narices cóncavas y convexas. En las fotografías que acompañan a sus investigaciones, las caras así medidas sonríen remisas y amables.
Me temo que la gente de Seiane no se mostraría tan paciente conmigo si tuviese intenciones craneométricas con ellos. El pueblo parece medio abandonado en la niebla otoñal, por las calles pasan algunos perros y ovejas, en el aire hay olor a cuadra. El horizonte es un paisaje pelado y dorado, salpicado de negro por los abetos y de rojo sangre por los corros de zumaque. En el único mesón, el Bife Tina, algunos parroquianos hablan mezclando el istrorrumano y el croata. Me cuentan, en italiano, de los zvončari, músicos que en carnaval van por ahí con una flor de papel en la cabeza, vestidos con ropas de rayas de colores y cascabeles atados a la cintura, que suenan gracias a los movimientos rítmicos del cuerpo. Parcos en palabras y pobres de literatura (fábulas, cantilenas, calendarios), los cici tenían danzas con remotos orígenes paganos e instrumentos musicales: Franco Juri Sanković recuerda la cindra a dos cuerdas, el mih o meh, la gaita istriana, las dvojnice o vidalice, flautas dobles.
El carnaval empieza el 6 de enero y dura varias semanas envuelto en un intenso amor por la fiesta, conmovedor, tanto más al haber poco que festejar. Casas y calles evocan la soledad, una vida que se ha ido a otro lugar, una cultura que acaso viva más que nada en la emigración de ultramar, en alguien que en Nueva York habla con acento americano la lengua de una tierra que nunca viera, en los versos de Ezio Bortul —quizá el único poeta istrorrumano— que celebran a los vlahi errando lejos. Pero la joven y lozana mesonera del Bife Tina, una croata emparentada con una familia istrorrumana al casarse, dice ser feliz viviendo en Seiane; el pueblo pasa a ser en sus palabras un lugar de la vida y no del ocaso, como sucede cuando una persona libre y desenfadada se siente satisfecha con cuanto la rodea, porque da sentido a las cosas transformando así en un teatro del mundo aun el lugar más pequeño.
4. Estoy en Susnjevica, Valdarsa, entre los ciribiri. En un viaje, el primer pronombre personal es incierto, casi se reduce a una convención gramatical. ¿Quién viaja? El Yo del viajero es poco más que una mirada, una forma hueca donde se imprime el calco de la realidad, un recipiente que se deja colmar por las cosas dándoles —con sus animadversiones, sus nostalgias e inquietudes— todo lo más una forma, tal como un recipiente da forma al agua que lo llena. Si la literatura, como se dice desde hace tiempo, debe renunciar al fantoche estereotipo del Yo compacto y unitario, restaurado en vano por las novelas de consumo más y menos alto, el relato de viaje es la forma épica que mejor se adapta a una civilización en la que el Yo —del personaje y del autor— es un provisional, oscilante punto de cruce de acontecimientos y sensaciones, el sedimento dejado por una tradición y una historia volatilizadas.
Valdarsa está cerca del dique y las minas del Arsa. Muchas casas están derruidas y cerradas; de los cuatrocientos habitantes de un tiempo han quedado unos sesenta. Un viejo recuerda por la calle, sin tonos patéticos, que antaño había cuatro mesones, dos herreros, un asilo, un zapatero, un panadero y cuartel de carabineros, mientras que hoy un edificio basto y rojizo da cabida al ayuntamiento, la tienda de comestibles y correos. El teléfono llegó hace cinco años, la luz en 1967 y el agua corriente en 1984. A pocos kilómetros, entre las colinas que empiezan a descender hacia el mar, salta a la vista la controvertida central eléctrica a carbón de Fianona. En otros tiempos, los hombres iban a pie todos los días a trabajar en las minas del Arsa, recogían carbón o hacían contrabando de tabaco más allá del monte. Las mujeres eran buenas amas de leche para los alemanes que iban de veraneo al mar en la cercana localidad de Abbazia; otras familias, en el siglo XIX, ganaban algo de dinero criando a esos niños que un estudioso rumano, Ioan Maiorescu, llamaba «los frutos de los pecados de los plutócratas triestinos».
Vemos la escuela del maestro Glavina, con sus aulas desiertas. Entre castaños de Indias, pinos, cipreses y algunas palmas, yacen abandonadas las casas de quienes se percataban de que trabajar la tierra costaba más de cuanto se ganaba vendiendo la cosecha; de una familia han quedado tres personas, y las otras cuarenta y tres están en América. Unos pantalones tendidos lanzan una señal de vida; en el muro de una casa medio derruida una rosa roja trepadora disimula la caducidad, escribía el barroco Torcuato Accetto, como si la belleza de su color pudiera hacer olvidar que ella y las cosas a su alrededor son mortales. Alguien cuenta antiguas historias; de los alemanes que quemaron la casa del cura y el ayuntamiento con todos los documentos; de dos viejas hermanas riquísimas y avaras que vivían en una casa con el tejado de paja ahora hundido, tenían dinero a montones debajo del colchón asimismo de paja, no daban de comer a los obreros y acabaron en un hospicio con el dinero podrido o, según maldicientes anticlericales, en las arcas de la parroquia.
El cementerio se halla a poca distancia, con la iglesia del Espíritu Santo cubierta de pinturas al fresco por Biagio (pintor de Ragusa), las lápidas y las vistas de una colina repleta de enebros, detrás de la cual estaba el lago de Arsa. Se dice que el vacío dejado por el lago reseco era un lugar de aquelarres de brujas; una mujer, que recogía ortigas y dormía en los escalones de la iglesia, las veía a menudo. Según una costumbre radicada, las familias excavaban por turnos las sepulturas. Pero no es la muerte, y ni siquiera la melancolía, lo que prevalece en Valdarsa o en la cercana Villanova. Hay casas vivas y bien conservadas habitadas por gente abierta y amable, caras jóvenes y sonrientes, niños que juegan, una hospitalidad afable y señorial brindada al viajero. Alrededor de la mesa, gustosamente aparejada, se habla italiano, istrorrumano y croata. Para esta gente desenvuelta y libre la identidad istrorrumana no es una obsesión visceral, una pureza que defender de cualquier contacto, sino una riqueza más, serenamente coexistente con el vínculo con Italia y la pertenencia a Croacia. Así debería ser la identidad de frontera, un enriquecimiento de la persona, mientras que a menudo es la frontera lo que exaspera las cerrazones, las divisiones y el odio.
Antes de partir, vamos al taller de Barba Frane, el herrero, de quien se dice que posee el único libro de esta comunidad, un abecedario. En la herrería, rebosante de enseres esparcidos entre las mazorcas de maíz para asar, trabajaron su padre y su abuelo; en su casa, con el suelo de madera y espesos muros, no solo se vivía, sino que se nacía, como su abuela, y se moría, como su padre. Delante de la puerta, conejos, gatos y gallinas conviven pacíficamente.
En las piedras de la casa hay fósiles marinos incrustados. También las palabras istrorrumanas son fósiles, bien distinguibles en el mosaico diferente que las comprende. «La agonía y la muerte de las cosas camina parejas con el olvido del nombre que las designa», ha escrito Gian Luigi Beccaria en I nomi del mondo, espléndido laberinto de las palabras perdidas y las historias sepultadas en ellas y desenterradas. Frane, cojo como los herreros del mito, de Efestos a Volund, se despide de nosotros sonriendo: «En el mundo no se para nunca nada». Es difícil comprender si lo dice con pesar o con alivio.
7 de noviembre de 1995