ANÓNIMO VIENÉS

La fotografía no es muy buena, lo cual no sorprende en absoluto visto que la saqué yo. El río es un brazo del Danubio en Fischamend, en los alrededores de Viena y no lejos de la frontera eslovaca, helado en los días del rigidísimo frío invernal. Las tres pequeñas figuras de espaldas, a la izquierda, son Alberto Cavallari, su hijo Andrea y Marisa. Como en una poesía o un cuadro chinos, las personas no están presuntuosamente en el centro sino en las márgenes del paisaje, presencias laterales en el amplio escenario pero que dan sentido a ese horizonte y sin las que sería difícil amar los bosques, el cielo alto sobre ellas, esa barca encallada en el hielo, la luz de la estación. La muerte de una persona amada se lleva consigo un pedazo o un color del mundo; quien sobrevive intenta recuperarlos parcialmente, como en las terapias de recuperación después de una lesión, pero la mengua queda ahí.

La fotografía, en verdad, es solo el marco de otra, de autor desconocido, que encuadra esta pequeña historia. Era marzo de 1985, un marzo friísimo de nieve y vendavales. Yo estaba pasando dos semanas en Viena para visitar los lugares y las riberas de ese tramo del Danubio, huésped de la Sociedad Austríaca de Literatura que durante muchos años —también en los momentos más oscuros de la guerra fría— ha propiciado, bajo la guía inteligente y generosa de Wolfgang Kraus (entonces presidente), una posibilidad de encuentro en ocasiones única con escritores e intelectuales del Este, El apartamento puesto a mi disposición en el Hotel Academia era confortable y aproveché de ello, manteniendo una vieja promesa, para invitar a Cavallari y los suyos.

Él llegó con uno de sus dos hijos, yo estaba con Marisa. Varías razones habían bloqueado en el último momento a nuestros otros familiares, que habrían debido ser de la cofradía; probablemente algunas de esas razones fútiles que parecen importantísimas, con las que el engranaje cotidiano —maestro en la invención de trampas y estorbos haciéndolos pasar por necesidades y deberes inderogables— tan a menudo logra impedir vivir, recuperar el aliento, y sofoca en su nacimiento la felicidad de las horas vagabundas.

Desde algunos meses atrás Alberto Cavallari ya no era director del Corriere della Sera, que en el legendario trienio de su dirección —en un momento de Italia oscurecido por misterios infames y sanguinarios— él había defendido y salvado enfrentándose a increíbles dificultades e insidias y con un trabajo intrépido y agotador, manteniéndolo en su lugar de primer diario italiano. Pocos meses antes, Cavallari había perdido además el famoso proceso contra el Partido Socialista Italiano —que se había querellado contra él por un artículo en que se preguntaba por qué al PSI no le gustaba un Corriere que escribía preferir los carabineras a los ladrones— y sacado de su bolsillo los cien millones de liras establecidos por la sentencia. El proceso, como es obvio, había causado sensación.

Por otro lado —hecho que de por sí no tiene nada que ver con este asunto y que se entrecruza con él solo en la historieta de la fotografía— era bastante reciente el escándalo suscitado por la acogida que Austria le había deparado a Reder. Italia había concedido el indulto a Reder, el criminal oficial nazi condenado a cadena perpetua por la monstruosa matanza de Marzabotto, y él, tras aterrizar con un avión en Graz, había sido acogido increíblemente con honores por el ministro de Defensa austríaco, Frischcnschlager, como si se tratara de un glorioso superviviente y no del responsable de una de sus masacres más viles y atroces. En aquella ocasión, el indultado se comportó en cualquier caso mejor que sus inopinados admiradores, puesto que no apadrinó aquella fiesta ni dijo nada.

Dios, dice un personaje de Singer, pone en marcha acontecimientos grandiosos y complicados aunque solo sea para vapulear o poner a prueba a un pobre diablo cualquiera, tal como la historia parece a veces derribar imperios solo para que alguien se rompa una pierna. También detrás de una graciosa y modesta fotografía puede haber hechos más grandes que ella, como un proceso o un saludo público en un aeropuerto que han causado sensación en la opinión pública y puesto en entredicho a la justicia y la clase política de dos países. Mientras el destino preparaba ese encuadre, nosotros cuatro pasábamos días felices hechos de naderías, risas, vagabundeos, concienzudas visitas a monumentos, iglesias, cafés y mesones, de deslices y equívocos entrañables, de tiempo bebido hasta la última gota sin afanes de los que escapar ni metas por alcanzar, tiempo del que nos desprendemos despreocupadamente como de la moneda que se deja en el sombrero de un mendigo, como si no existiese necesidad alguna, como si el mundo estrambótico y gozoso estuviese siempre al alcance de la mano y la muerte, en el juego de la oca, hubiera debido dar un buen salto para atrás hasta perderse casi de vista. Todo lo que sucedía era bien recibido, ocasión de risa y abandono como cuando, en las excursiones del colegio, cuanto más se tuercen los programas más nos divertimos.

En nuestra existencia consueta, estábamos todos condenados por la obsesión del trabajo, pero en esos días nos dejábamos llevar por la realeza de lo fortuito. Vivir de esta manera es un don que los dioses conceden raramente y que es preciso merecerse, porque para una hora o una semana de este abandono se necesitan amor y amistad, esa complicidad instantánea que es el fruto de vida, experiencias, sentimientos y valores apasionadamente compartidos. Hace falta saber recorrer juntos el camino hacia el crac final, haciendo el menor número posible de reverencias al Príncipe de este mundo (y Alberto era un maestro en esto) o bien, si insiste mucho, haciéndole la reverencia al contrario y mostrándole la espalda, es un decir, como Bertoldo.

Estos momentos mágicos de agregación llevan en sí la consciente melancolía de la fugacidad, de la desagregación que deshace la ganga y pone fin no ya a lo que liga sus componentes, sino a su posibilidad de estar juntos. No me resulta fácil hablar de esos días, porque Marisa y Alberto ya se fueron, pero haberlos tenido no es poco, ni para quien se fue ni para quien se ha quedado, ayuda a seguir adelante aun cuando el corazón se sobrecoge, y a no agachar la cabeza. Sin aquellos paseos bajo la nieve, sin aquellos encuentros con personajes raros de la Viena más escondida —que nuestro amigo Hans Haider, finísimo periodista literario de la Presse y magnífico jugador de cotecio, nos llevaba a descubrir como un infalible sabueso—, sin esos escorzos grotescos y grandiosos de una civilización majestuosa y ajetreada, no habría podido retratar el Danubio como un mundo sensualmente denso y a un tiempo precario como una pompa de jabón.

Con esa mirada suya que —ha escrito genialmente Bernardo Valli en el diario La Repubblica— aferraba las cosas como un garfio, Alberto captaba con fulmínea rapidez fragmentos de realidad particulares, los arponeaba como un pescador y nos los ponía delante de los ojos. Tenía sus hocicadas y sus lóbregos ataques de ira, en ocasiones injustamente perentorios, pero sabía ser irresistible en la invención cómica y hacer que quien estaba a su lado se sintiera más alegre; como cuando consiguió, con un golpe de lo más imaginativo, transformar una visita que hicimos al Instituto de Tumores de Milán (comprensiblemente ansiosa) en ocasión y motivo de carcajadas. Ciertamente, los otros tres no eran menos en el complejo arte de holgazanear.

Eran días gélidos, que obligaban a refugiarse en las cervecerías todavía más de lo habitual. De vez en cuando llegaban insoportables ráfagas de viento, especialmente a orillas del Danubio, que afrontábamos bajando la cabeza. Alberto llevaba una especie de gorro negro de lana bastante impresentable. Una alumna mía, estudiante de psicoanálisis y docente hoy en la Universidad de Viena, Patrizia Giampieri, estaba al acecho junto con algunos de sus amigos, y un día, sin que lo supiéramos, alguien nos sacó una fotografía que la mañana siguiente salió en Falter, una revista político-cultural vienesa a menudo propensa a la sátira. Con la Hofburg como fondo, en un soplo de neviscas y una atmósfera de la Viena de El tercer hombre, trato de asumir un aire de viril energía, mientras Cavallari se inclina como un secretario. Bajo un vistoso título, ¿En misión secreta?, la leyenda de la foto decía: «El conocido germanista y experto en asuntos austríacos Profesor Doktor Claudio Magris deja la Hofburg seguido por su asistente Roberto Cavallari, hasta hace poco director del Corriere della Sera. Según voces que circulan en ambientes habitualmente bien informados, ambos están en Viena en misión secreta, para arrojar luz sobre el asunto Reder. Parece, conforme a las últimas investigaciones, que la harto discutida acogida dispensada a Reder en Graz puede considerarse un malentendido entre Austria e Italia. Esto es, parece ser que, en virtud de los acuerdos establecidos entre los dos países, no era Reder quien había de llegar a Graz, sino Craxi, lo cual explicaría el recibimiento oficial».

Acerca de la mano que escribiera estas líneas no firmadas, aparecidas bajo la fotografía del número cinco de Falter del 7-20 de marzo de 1985, así como sobre la que sacó la fotografía, circulan varias ilaciones imposibles de verificar. Alguien mandó la página de Falter a la casi totalidad de los periódicos italianos, los del arco constitucional —como se decía en aquel tiempo— y los que no lo eran, pero estaban todos muy serios y ninguno de ellos retomó la noticia de la misión secreta. Al final mandé una copia, con mi tarjeta de visita, a Craxi, entonces presidente de la cámara; ignoro sí la recibió y si apreció la broma del Anónimo vienés.

23 de agosto de 1998