ENTRE LOS SORBIOS DE LUSACIA
1. El viaje entre los sorbios —o sorabos— de Lusacia comienza en Dresde, aunque la capital sajona, antaño espléndida «Florencia del Elba» y arrasada por las bombas aliadas en febrero de 1945, no forme parte de ese territorio que habita, además de la mayoría alemana, uno de los pueblos más pequeños y menos conocidos de Europa, un pueblo eslavo con una individualidad nacional y lingüística toda suya, mencionado por primera vez en las crónicas en el año 631 d. C. Pero el nombre de Dresde deriva de una antigua palabra sorbia que indica un asentamiento de hombres de los pantanos, y Michal Frencel, uno de los primeros poetas cantores de la conciencia nacional de su gente, escribía orgullosamente al zar Pedro el Grande, apelando al formidable hermanazgo eslavo, que Dresde había sido construida por los sorbios. Tal vez lo dijera pensando en el oscuro y paciente trabajo de su pueblo, marginado durante siglos por las levas y las jerarquías del poder y abocado a esa humilde fatiga que construye las ciudades y los imperios, pero deja pocas huellas en los anales de la historia, así como las manos que levantan una casa de piedra no dejan sus huellas en las piedras. Lo cierto es que Frencel, al igual que todos los nacionalistas, tendía a exagerar, por ejemplo cuando escribía que la lengua eslava también se hablaba en China.
Es la primera vez que estoy en Dresde después de la caída del Muro. Aunque han pasado ya algunos años, todavía hay escombros no solo metafóricos que obstaculizan el terreno aquí y allá. Es frecuente toparse en las calles con obras en marcha, que si por un lado recuerdan aquellas interminables de los países del Este, por otro son la expresión de una vigorosa renovación, impuesta y superpuesta a un mundo todavía estancado. Sigue habiendo edificios desconchados y en abandono, ventanas rotas y vacías se abren en casas inhabitables y el color lodo de las fachadas de arenisca, ennegrecido por el humo de las chimeneas, acentúa el sabor a desolación que hace que la vida entera se parezca a un día lluvioso. De vez en cuando me olvido de que estoy en Alemania, creo hallarme en un país del Este de hace algunos años; un indicador piloto de ello es la resignación ante situaciones de mal funcionamiento que «en Occidente» inducirían a protestar.
Ciertamente, no faltan tumultuosas señales de la vivaz reconstrucción, de la inexorable energía capitalista que está transformando el país: comercios elegantes, hoteles nuevos o remozados, grandes almacenes, locales y oficinas que no se funden empero en un paisaje urbano unitario, sino que se yuxtaponen de manera destemplada a las tiendas destartaladas, a las huellas todavía presentes de una penuria y una dejadez añejas, a cienos conglomerados de construcciones levantadas apresuradamente en las que se juntan la melancolía mitteleuropeo-sociaiista y la de ciertas pequeñas ciudades americanas de provincias.
En algunas calles se respira un vacío, se tiene una aguda sensación de que falta algo; grupos de jóvenes con el pelo al cero o teñido, provistos de botellas de cerveza con las que montan sórdidas fiestas en una acera o en el atrio de una estación, se mueven en un espacio metropolitano que es también el escenario de un vacuum social y existencial, casi metafísico —vacuum de memoria histórica, de visión política, de tablas de la Ley—. Por un instante se siente algo de miedo, como si desde ese vado pudieran aflorar de repente impensables catástrofes, violencias, racismos, tragedias; como si más de medio siglo de guerras y horrores se hubiese olvidado, como si no pudiera enseñar nada y todo pudiese volver, repetirse o asumir otros semblantes no menos desastrosos.
Por una parte es como si la Segunda Guerra Mundial acabase de terminar, porque siguen viéndose sus ruinas y señales que apenas ahora se empiezan a rearar; por otra, es como si su memoria, todavía presente entre nosotros pese a la reconstrucción realizada hace decenios, se hubiera desdibujado y no sirviese ya de amonestación contra el mal, la infamia y el dolor continuamente al acecho. Tal vez fuera mejor no restaurar la Frauenkirche —como sin embargo se proyecta—, cuyas ruinas campean entre los escombros hacinados de cualquier modo como un cuerpo destripado o un rostro con las cuencas vacías. La iglesia fue destruida en el espantoso bombardeo del 13 de febrero de 1945, una de las carnicerías de la Segunda Guerra Mundial, es como si las bombas hubieran caído el día antes y acabasen de llegar los primeros auxilios; el horror de la guerra y del delirio que la quiso está ante nuestros ojos, bien visible.
Sería mejor no reconstruir, no rellenar el vacío de esas laceraciones que, a diferencia de ese otro impalpable vacío, está lleno de cosas, recuerdos, sentimientos y enseñanzas. Poco más lejos se ven los estupendos edificios supervivientes, que ayudan a entender lo que debió de ser la Dresde de antaño. La textura de la piedra, el tiempo y la intemperie han ennegrecido las estatuas que ornan cúpulas y fachadas; por doquier ángeles negros, angelotes y ninfas negras, rostros negros. La vida es oxidación y toda majestad que la adorna y exalta —como en la admirable gloria barroca del Zwinger, la residencia de Augusto el Fuerte de Sajonia— pone de relieve más que nada su friabilidad, celebra la muerte.
2. El primer encuentro con el mundo de los sorbios tiene lugar en Bautzen —Budysin en sorbio—, ciudad torreada que se yergue como una atalaya en la frontera con el mundo eslavo, en este caso checo y polaco; uno de los muchos baluartes de la civilización alemana emplazados, severos y melancólicos como un himno luterano, en los pueblos más diferentes de Europa centro-oriental, en el vastísimo territorio de encuentro y contraste a la vez entre alemanes y eslavos. El Instituto de Cultura Popular Sorbia está cerca de la estación. Bautzen cuenta con numerosas instituciones sorbias y de hecho es la capital de la Alta Lusacia, donde vive la mayor parte de los sorbios, unos cuarenta mil; los demás (cerca de veinte mil) viven en la Baja Lusacia, cuya capital es Cottbus-Chosebuz, y hablan una lengua distinta, el bajo sorbio.
Los sorbios pertenecen al grupo eslavo occidental y viven en estas tierras desde hace siglos. Llegados de Oriente con otros pueblos en el siglo VI, sometidos por Carlomagno y después por los emperadores sajones y sus margraves, no han conocido nunca un Estado autónomo; en la larga historia que los ha visto, con vicisitudes alternas y en diferentes condiciones, bajo el dominio alemán y en particular bajo el sajón y prusiano, han defendido su identidad tenazmente y con una resistencia casi siempre pasiva y pacífica, mirando a veces, pero cautamente, a los vecinos polacos o a los checos. La suya es una de las que en el siglo XIX eran denominadas —por Engels también— «naciones sin historia», o sea, naciones campesinas carentes de una clase dirigente capaz de desarrollar una política autónoma. No es de extrañar, puesto que un pequeño pueblo subalterno se expone fácilmente a la asimilación, máxime si (como el sorbio) no constituye una minoría que pueda aspirar a una nación madre más allá de los confines, sino que es un pueblo por sí mismo, confiado solo a sí mismo: los sorbios existen tan solo en Lusacia. Las sorbios tendían ya a alemanizarse cuando entraban a trabajar como aprendices en los gremios artesanos; en el siglo XIX, el preceptor y escritor Jan Hórčanski observaba cómo, con el ascenso social, los sorbios propendían a renegar de sus orígenes y a apropiarse de los prejuicios alemanes hacia su pueblo.
Se trata de una situación que todas las minorías tienen en común, pero la suya se distingue por la capacidad, rara en las minorías, de vivir de forma armoniosa una identidad sentida a menudo como dúplice. Raramente emerge en su historia una voluntad de autonomía, lo cual sucede entre 1918 y 1919 con un proyecto de separatismo o de anexión a Checoslovaquia que pronto se frustró, y se repite en 1945 con un fracaso análogo y una participación más bien escasa por parte de la población. La «nación olvidada», como ha sido llamada, se ha defendido con la fidelidad a las tradiciones, a las costumbres y a su sentimiento de «autopertenencia» más que con reivindicaciones políticas. Oprimida según los períodos, o ambiguamente cultivada como en la ROA, la nación sorbia parece haber sobrevivido gracias a la particular, casi paradójica capacidad de muchos de sus componentes de sentirse contemporáneamente sorbios y alemanes.
La literatura sorbia —de la que Kito Lorenc, uno de sus poetas actuales de mayor relieve y que también escribe en alemán, ha hecho una rica antología bilingüe— está llena de resonancias de lamentos y protestas sobre la condición humillada de la nación, y se propone, a través de numerosos autores, despertar y defender la conciencia nacional; pero en la tradición vivida por la gente se asiste más bien a una simbiosis binacional. Una historia relata que en el pueblo de Schleife-Slepo hay tres mesoneros; el primero es un sorbio, el segundo un alemán que habla alemán y el tercero, el preferido, un alemán que habla sorbio. Pero hasta la lengua es cultivada como un habla familiar entrañable más que defendida a ultranza políticamente; en algunos congresos sorbios es necesaria, para algunos participantes de la comunidad, la traducción simultánea en alemán. Si es cierto que los nazis, obviamente, tendían a negar la existencia de una nación sorbia y usaban la expresión «alemanes que hablan en vendo», no lo es menos que el término «vendo» (que indicaba originariamente a los pueblos ilirios y más tarde se extendió y casi transfirió a los eslavos) es usado, en especial en la Baja Lusacia, por los mismos sorbios, cancelándose así el matiz peyorativo respecto a los eslavos que tenía en los pueblos alemanes.
3. En Bautzen-Budysin los letreros bilingües, antaño frecuentes en las tiendas, quedan reservados a las calles y los edificios públicos. La huella sorbia se advierte de inmediato, pero su conservación es confiada fundamentalmente a la cultura: además del instituto y sus publicaciones científicas, hay un teatro, un diario, una revista mensual, periódicos para niños, publicaciones didácticas, un museo, editoriales, círculos y programas radiofónicos (la presencia televisiva es escasa). En Leipzig, en la universidad, hay un Instituto de Sorabística. La organización central, donde se entroncan las diferentes iniciativas, es la Domowina. En lo concerniente a las escuelas, están las denominadas «A», en las que la mayoría pero no la totalidad de las materias se enseña en sorbio, y las «B», más numerosas, donde el sorbio se estudia en cambio como un idioma extranjero.
En teoría, un sorbio tiene derecho a expresarse en su lengua en los tribunales, pero prácticamente nadie hace uso de él; es más, los sorbios con quienes hablo y que desempeñan funciones eminentes en su comunidad me refieren que, conociendo perfectamente el alemán, sería un inútil pundonor servirse del derecho a hablar en sorbio. El director del museo ilustra con cariño las reliquias y el acervo testimonial antiguo y actual de su pueblo, canta —mientras me acompaña al teatro en coche— la vieja canción popular (recogida por el eximio Jan Amost Smoler, uno de los padres de la conciencia nacional) que recuerda la última victoria sorbia contra los alemanes en el siglo X, pero incluso él dice que le parecería fuera de lugar hablar en sorbio en el tribunal —donde, entre otras cosas, no se dispone de intérpretes estables y, las raras veces que se necesitan, se recurre a contratar a alguien.
Cuanto acabamos de ver contradice la reivindicación fundamental de todo grupo nacional minoritario; a saber, el uso de la propia lengua en las relaciones con las autoridades. Pero no se trata de una claudicación. Verosímilmente, los sorbios no se limitan a hablar alemán a la perfección —lo cual también sucede en otras minorías— sino que sienten este idioma, por encima de cualquier conocimiento técnico, como una lengua materna cuyo ejercicio satisface sus necesidades psicológicas y afectivas. No es casualidad que numerosos escritores (y entre ellos los mejores), apasionados cantores de su mundo, escriban también en alemán, que expresen sus afectos y den forma a sus fantasmas en ambas lenguas sin sentirlas en conflicto entre ellas. La tendencia a difuminar los confines, me dicen repetidas veces en los encuentros con varios miembros y representantes de la comunidad, es constante en la tradición sorbia: ni siquiera la caída de la RDA ha llevado a enfrentamientos demasiado duros con los dirigentes defenestrados.
De tal modo los sorbios cuentan de hecho, en muchos casos, con una identidad más rica, dúplice y no lacerada, con una velocidad más. Y en este sentido podrían ser un concretísimo puente entre Alemania y el mundo eslavo. En Bautzen, en el Teatro Popular Sorbio-Alemán donde me recibe el intendente Michael Lorenc, se montan espectáculos en las dos lenguas (por lo general diez o doce en alemán y seis en sorbio, uno de los cuales se representa en el cuadro del repertorio principal y los otros cinco hacen uso de escenarios menores que posibilitan las giras por los pueblos habitados por la minoría). En la ciudad, la presencia sorbia es discreta pero visible en cafeterías, librerías y tiendas de artesanía. Las relaciones entre las dos comunidades son amigables, si bien no faltan —me dice el doctor Jentsch en el instituto— los refunfuños de los alemanes a causa de las subvenciones y las financiaciones otorgadas a las instituciones culturales sorbias, consideradas desproporcionadas respecto a la consistencia numérica de la minoría; y esta, por su parte, teme la reducción ya anunciada de estas erogaciones en un futuro cercano, motivada por la crisis económica que está afectando a toda Alemania. El crecimiento cero de la natalidad, el desempleo, la disgregación de las cooperativas rurales y los desplazamientos dan cuerpo a la forma más rápida de asimilación, que corre parejas con el decrecimiento de la comunidad sorbia.
4.Toda minoría, en especial una tan particular como la sorbia, que se encomienda a la continuidad de la vida cotidiana y a la fidelidad afectiva más que a la lucha política, se reconoce ante todo en su propia literatura. Los sorbios —los indios de Alemania, como los definía el escritor Mato Kosyk— tienen una literatura rica que semeja un paisaje donde se han estratificado y fundido en la tierra memorias seculares, legados arcaicos de migraciones llegadas de todas partes y dispersadas, mitos remotos y pueblos aniquilados por la violencia y por los fastos de la historia en un largo aliento, perezoso y lento como el fluir en las llanuras de los grandes ríos cantados en su literatura. En el pequeño crisol sorbio, que ha preservado tenazmente su identidad a lo largo de los siglos y bajo la opresión, confluye una mixtura fascinante de elementos diferentes, procedentes de distintos pueblos de ese vasto seno donde se han mezclado gentes germánicas y eslavas de todos los géneros. El tiempo ideal de esta literatura es el que Bobrowsld —el poeta alemán que ha sido modelo y maestro de autores sorbios contemporáneos como Kito Lorenc— llamaba «sarmático», un tiempo del mito más lento y duradero que el histórico.
La literatura sorbia retrata y juzga a la historia desde abajo, desde la perspectiva de los vencidos y del terruño; el mítico Krabat, una especie de mago demoníaco redimido gracias a la ayuda prestada a su gente y ahora protagonista de una novela de Jurij Brězan, el narrador sorbio contemporáneo de mayor relieve, es una figura emblemática de este mundo bajo y vital. Sobre esta literatura pesa desde luego un lastre denunciado por sus mejores escritores: su vínculo a modo de cordón umbilical con una tradición conservadora y la preocupación de ponerse al servicio de la causa nacional; pesa esa angustia que —por moralmente noble que sea— sacrifica la creatividad poética y, como escribiera Kafka en una famosa página, hace que para los pequeños pueblos que defienden tenazmente su identidad sea difícil tener grandes escritores y una gran literatura. Falta aún un drama moderno, la dialéctica entre complejo de inferioridad y voluntad de autoafirmación sigue siendo pertinaz, folklore y tradicionalismo a menudo son redundantes; incluso el número de escritores, elevado respecto a la pequeña comunidad de que provienen, es sospechoso.
No obstante, las cosas están cambiando sobre todo a raíz de lo sucedido durante los años de la RDA, que cultivó y al mismo tiempo marchitó a los sorbios como una flor en el ojal, pero sobre todo destrozó su cultura con una industrialización salvaje que destruyó sus aldeas y, por consiguiente, las bases de la comunidad sorbia. Ese terreno artigado y arruinado en nombre del carbón se ha convertido para la literatura sorbia más elevada en la verdadera patria, perdida y reencontrada en la mente, liberada de todo estereotipo folklórico y encumbrada a símbolo de un «antimundo» que contraponer a la realidad, de una identidad menos visceral y más universal.
Kito Lorenc, primoroso conservador de la tradición literaria de su pueblo en la citada antología que se ha convertido en un vademécum nacional, es también autor experimental que descorteza el lenguaje de todo sarro del corazón, haciendo de él una metáfora del caos histórico y existencial: el Struga, su amado río, es río mítico de la unidad de la vida y a la vez pequeño arroyo que arrastra las escorias y los desechos de la historia. Jurij Brězan crea la novela sorbia gracias a su conciencia de ser, en cuanto escritor, no aedo sino «paria» de una sociedad bloqueada; en la lírica de Róza Domascyna el sorbio es un doliente y sarcástico «payaso en la jaula de Mitteleuropa».
5. La literatura produce contradicciones; hacerlo es una tarea suya que a veces depara otras sorpresas. «¡Nosotros nos mantenemos sorbios!», proclama una poesía de uno de los autores clásicos, Jakub Bart-Ćišinski, uno de los autores clásicos, y citas por el estilo se podrían añadir a placer. En el café sorbio de Bautzen, Kito Lorenc me recuerda que su abuelo, Jakub Lorenc-Zaleski, como él célebre escritor, exhortaba a ser sorbios y a poner las propias fuerzas al servicio de la nación, y de esta amonestación directa, familiar, es de donde brota su compromiso con su gente y con su obra poética. Impresiona descubrir poco después que él mismo aprendió el sorbio de niño, oyendo, a orillas del Struga, las palabras y los gritos de los campesinos y los trabajadores que cargaban los troncos en los carros.
La identidad sorbia aflora en él desde el interior, de una remota llamada reconocida de improviso y retenida como algo propio. Kito Lorenc es poeta en las dos lenguas sorbias y en alemán, pero su radicación en su identidad es casi prelingüística o extralingüística, como si el mundo sorbio fuese la vida anterior al lenguaje. También en la novela Der Laden (La tienda) de Erwin Strittmatter, escritor alemán de la RDA, la abuela y la tía abuela del protagonista son sorbias y representan —como la abuela casciuba en El tambor de hojalata de Grass— las míticas, arcaicas linfas de la maternidad y la vitalidad.
Hay algunos sorbios que declaran ser tales sin hablar su lengua, me dice Lorenc. Es un hombre amable, que expresa en sus gestos y su mirada una robusta y reservada melancolía; personifica la literatura y la identidad sorbias, es una voz que las hace existir más allá de las fronteras de Lusacia. Pero sus hijos, añade, no saben sorbio: no parece muy descorazonado por ello, aunque confiesa tener una trágica conciencia del posible final de la lengua en la que es poeta.
6. Al igual que muchas otras literaturas nacionales, la sorbia le debe mucho al protestantismo —aunque Lutero se expresase con términos ofensivos hablando del pequeño pueblo—. Uno de los primeros textos, que contiene el catecismo luterano siguiendo la tradición que establece un enlace entre los sorbios y los vándalos, es el Enchiridion Vandalicum. Hoy en día las cosas son muy distintas. En las aldeas evangélicas, la identidad sorbia y sobre todo la lengua declinan sin demasiada resistencia, mientras que en las católicas, donde a veces los sorbios llegan al ochenta por ciento, tradiciones, cultura, lengua y conciencia étnica son cultivadas tenazmente; como en otros países eslavos, el clero es un pugnaz guardián de la identidad nacional. Fue un sacerdote católico, Noack, quien levantó una dura protesta contra los planes de la RDA que han mellado la existencia de los sorbios con el desarrollo de la industria carbonífera. Es en estas aldeas donde vive —un poco misterioso y escondido, como detrás de las siete montañas del cuento— el pueblo sorbio. Todavía pueden verse los antiguos trajes regionales, las altas cofias con largos lazos, las amplias faldas, los pesados pectorales de monedas. En los cementerios —como por ejemplo en el de Ralbitz-Ralbicy, bellísimo— las cruces se alinean todas iguales, blancas; ninguna descuella sobre las demás, no están admitidos los pomposos monumentos funerarios, todos reposan en la igualdad de la muerte, quien muere no es sepultado junto a sus familiares, sino al lado del último en morir antes de hacerlo él.
En Semana Santa, procesiones a caballo se mueven de una aldea a otra, ondean los altos estandartes, los jinetes llevan chaqueta negra y sombrero de copa, las guarniciones de los caballos se heredan de generación en generación. Otra tradición pascual es la de los huevos pintados con técnicas diferentes y refinadas que requieren paciencia y consumada habilidad; colores fabulosos, motivos ornamentales delicados, perfectos, y minuciosas geometrías crean con los huevos del gallinero objetos encantadores, conmovedores como toda belleza particularmente frágil y breve, como los dibujos o las estatuas de nieve; un arte que recuerda directamente la humilde atención a las cosas, de la que también nace el arte más grande, y la mortalidad del hombre y de sus obras.
Estoy en Radibor-Radwor, otra de estas aldeas. Hace frío, el cielo clarea y se cubre sin cesar; repentinas ventiscas de nieve producen breves tormentas. También aquí tienen las casas el color del lodo, ese color bajo el que el paisaje de Mitteleuropa resulta a menudo grave y melancólico, un paisaje que comprime el corazón. Por doquier, entre las casas y en los campos, se elevan crucifijos dorados. Ha terminado la misa en sorbio, la gente sale de la iglesia, solo algunas viejas visten el traje regional, se oye hablar sobre todo alemán. Me acerco al sacristán y me rehuye bruscamente, con una desconfianza campesina en la que tal vez resuene aún el eco de los recelos inspirados por posibles espías del régimen caído con el Muro. En el acogedor hostal Me ja (Mayo), la hermosa chica rubia y con ojos azules que nos sirve el café señala en la pared una fotografía suya de pequeña con el vestido tradicional. Es la hija del dueño. Locuaz y amable, nos habla de sus estudios en la Universidad de Dresde, del pueblo, de una armoniosa convivencia que principia en el ánimo de las personas, conscientes de una dúplice identidad. Habla de la asimilación creciente, aceptada serenamente, y de su lengua materna que cree destinada a desaparecer. Le pregunto si la entristece este final. No, responde, porque no lo veré. Tal vez sea esta la única posibilidad que queda frente al inevitable final de todas las cosas amadas: esperar no asistir a él, acabar antes.
3 de abril de 1994