LAS ISLAS AFORTUNADAS
El barco que arriba a Tresco recorre un breve trayecto por mar, pero el pasajero que pisa la isla tiene la sensación de haber hecho un viaje mucho más largo, de una latitud a otra, de Europa septentrional a los Mares del Sur; un par de horas antes —o veinte minutos si elige el helicóptero— ha dejado atrás la punta occidental de Gran Bretaña, en Cornualles, y se encuentra en medio de una vegetación tropical, agave y palma, eucaliptos australianos, iris y lirios cárdenos de Sudáfrica, orquídeas, matas de mesembryanthemum purpúreo, el echium escarlata que se yergue como una atrevida enseña erótica.
Tresco es una de las más de trescientas islas que forman el archipiélago de las Scilly en el océano Atlántico, veintiséis millas al oeste de Land’s End, donde acaba Cornualles; es una de las seis islas habitadas de las que la principal es St. Mary’s, donde llegan el ferry y los barcos de Gran Bretaña. En la costa expuesta al océano, a sus oleajes y tempestades, las Scilly —también Tresco— son ásperas y yermas, pero en la parte interior, mirando hacia la suave y exuberante St. Mary’s, la corriente del golfo y el genio de Augustus Smith y de su nieto y sucesor Thomas Algernon Smith-Dorrien, que en el siglo XIX favorecieron un increíble incremento de la isla y la floricultura, crearon un paraíso, una isla de Alcina, un jardín de Armida.
Augustus Smith se convirtió en «Lord Proprietor» de las Scilly en 1834, hizo construir escuelas y faros además de la «Abadía» de Tresco con sus jardines, cuyo desarrollo fue sensiblemente impulsado por Algernon Smith-Dorrien con el trasplante de flores y plantas de todo el mundo y la creación de una auténtica y próspera industria, si bien el origen de este Edén de las Scilly —islas pobrísimas durante siglos— es bastante más antiguo.
Los primeros, preciosos bulbos de flores exóticas fueron llevados en el siglo XII por los benedictinos, esos Ulises cristianos que se lanzaban impávidos hasta lugares lejanos y echaban raíces en tierras desconocidas, enseñando el amor a la verdad y al saber además de la stabilitas loci, ese amor intenso y tranquilo por la tierra natal que permite transcurrir toda la vida en un rincón apartado sintiéndose en casa en el mundo, sin ansias de partir o de huir. En Tresco todavía es visible el lugar del viejo priorazgo.
Pero, al igual que todo paraíso cuya búsqueda se adentra cada vez más en el pasado hasta perderse en un no-tiempo remoto, el de las Scilly se remonta a orígenes muy antiguos. Eran las Casiterides de los fenicios, ricas en estaño y celosamente ocultadas a las rutas de otros navegantes; eran sobre todo las Islas Afortunadas, una de las posibles sedes de los Campos Elíseos, de las Hespérides, de esas islas beatas ricas en flores y mieses donde reinaba un estío perpetuo y los héroes, una vez cruzadas las aguas, encontraban el país de la eterna juventud, de la inmortalidad.
Las Scilly, en especial Tresco, merecen ser identificadas con las Islas Afortunadas, las Hespérides, el Edén que Stevenson o Gauguin buscaban en los Mares del Sur vida sin tiempo, eternidad del mar, felicidad sin pecado original y sin historia. El encanto es perfecto, firme; la seca y tersa claridad, el triunfo de la vitalidad en todas sus formas y todos sus colores, las variedades de plantas y aves, gaviotas y airones, cormoranes y petreles, azulones y fúlicas, chorlitos y estorninos. Mientras comemos algo sentados a una mesa bajo los árboles, muchas de estas aves, como en los cuentos, vienen a comer de nuestras manos y platos: los pájaros, los más confidentes y rapaces de todos, arrancan el bocado de otros picos y de nuestros dedos.
Pero todo Edén, tierra de la inmortalidad, es asimismo tierra de la muerte, el lugar del otro lado del agua donde la afanosa y familiar insignificancia de la vida se detiene. Las Islas Afortunadas son también el país de los muertos, de un sol que no se pone sino que resplandece sobre otra vida, perfecta y ajena por ello a la que llevan los hombres. Al igual que Cornualles, las Scilly están relacionadas con la leyenda céltica de Lyonesse —o, en cornish el dialecto o lengua de Cornualles, Lethowsow—, el país sumergido por las aguas y borrado de la faz de la tierra, y con la leyenda de Arturo, el rey desaparecido cuya tumba es reivindicada por tantos lugares aunque se diga que nunca murió; el hadado mundo artúrico es todo él una magia acuática y melancólica, crepuscular y lunar, vida que se retrae en la irrealidad del cuento de hadas y de la muerte.
El mar inexplicable tiene doble cara. En la playa avizoradora de su abertura, pero también entre los escollos y los islotes, es el mar de tempestades y huracanes, de los más de trescientos naufragios acaecidos desde el siglo XVII hasta hoy en las Scilly con la pérdida de tantas vidas humanas; es el lugar de la aventura y el desafío, de la prueba, de la lucha. Y por otro lado es el lugar de la felicidad, de la fuerte persuasión y el sumo abandono, del sí incondicional que se le dice a la vida, dejándose mecer por las olas o permaneciendo tumbados en la playa, y en plena armonía con el puro, absoluto existir ajeno a toda actividad y a toda determinación, con el lento y vacío rodar de las horas que quizá sea la percepción más libre, intensa y feliz del mundo. Incluso puede ser también el recuerdo de las aguas amnióticas, del océano primordial de donde proviene nuestra especie y del que conocimos al dar comienzo nuestra existencia individual.
Al menos en estos días, las Scilly —y muchas otras bahías de Cornualles, Sennen, Botallack, Carbis Bay— contradicen una página marina de La Capria que tanto me gusta, esa página de la Armonia perduta en que contrapone el monótono gris metálico del océano al diáfano y luminoso azul del Mediterráneo, mar de los dioses y las formas y no del indistinto Leviatán, El océano en torno a las Scilly es hoy terso y transparente: turquesa con manchas de cobalto en los fondeaderos, levedad del ribete celeste con su espuma blanca como la nieve y profundidad inexpresable del índigo. Pero también este encanto es ambiguo, doble: tiene el inagotable discurrir de la vida y la llamada de la muerte. Asimismo en la Odisea, por lo demás, el mar azul y morado de Calipso posee un embrujo mortal, como el canto de las sirenas. En cualquier felicidad marina hay melancolía, el perezoso olvido de los lotófagos que Tennyson —poeta de la muerte del rey Arturo fascinado por estas islas— encontraba en el mar y es como un hundirse en las aguas, en el sueño.
El mar es absoluto, intenso hasta el punto de hacerse a veces doloroso. Entre estos colores del agua y la arena de granito que la hace resplandecer con una cándida fosforescencia, nos despojamos de todo aquello que es banal, accidental, relativo: querríamos aferrar la esencia de la vida, liberarnos de todos los engranajes de la existencia que nos impiden vivir, despojarnos de los mecanismos de la retórica como lo hacemos con la ropa. Le quitamos una cáscara tras otra a la vida falsa para asimos a la verdadera, la felicidad, con la sensación de acercamos a un núcleo tan esencial, tan puro como para semejarse a la nada. El amor al mar, decía Thomas Mann, es también amor a la muerte, y esto le hacía recordar las palabras shakespearianas de despedida, las palabras de Próspero: «and my ending is despair». Pero este sentimiento nace porque el mar nos lleva a entrever —además de disfrutar, tocar y poseer— durante algunos momentos esa persuasión, ese aplacamiento, esa plenitud que quisiéramos tener siempre.
Los habitantes de las Scilly han dispuesto de poco tiempo, a lo largo de los siglos, para estas metafísicas marinas. El océano era para ellos la pesca, cansada y próvida: era la guerra que les llevaba las naves enemigas, españolas u holandesas; era sobre todo el peligro, las tempestades y los vientos, los huracanes descritos en épicos y enjutos relatos, los numerosos naufragios. A decir verdad, estos últimos no eran vistos con malos ojos por los isleños; se dice que rezaban a Dios no exactamente para que hiciera naufragar a los barcos, sino para que, si por voluntad divina algún barco había de naufragar, por lo menos lo hiciese en las Scilly a fin de que pudieran apoderarse de su carga.
Guías e historias de la isla desmienten categóricamente que los habitantes ataran de noche una lámpara al rabo de un burro o de una vaca en la orilla del mar para hacer caer en el engaño a los barcos y atraerlos hasta los escollos, pero se cuenta de un reverendo que, una vez, interrumpió el sermón desde el púlpito para anunciar la noticia de un barco naufragado en el arricete que le habían comunicado en aquel momento. Algún tiempo después, acabado el sermón, bajó del púlpito y llegándose hasta la puerta de la iglesia dijo que otro barco había naufragado, pero que no lo había anunciado hasta ese momento porque lo justo era que partieran todos juntos, a la par, para ir corriendo a arramblar con la mercancía.
Al igual que los naufragios, el contrabando es un manantial de historias, tradiciones y anécdotas, una galería de figuras sanguinarias y extravagantes; desde el reverendo John Troutbeck, autor de un docto volumen sobre las Scilly de 1794 amén de celante contrabandista hasta el punto de verse obligado a irse de la isla, al famoso John Carter, activo en Cornualles y llamado «el rey de Prusia», que hasta dio nombre a una bahía.
Una amable desenvoltura reina asimismo entre los santos, como San Warna irlandés, que bien podría ser Santa Juana, barco español naufragado en los escollos y por tanto doblemente bendecido por los isleños. El cristianismo celta es un grandioso capítulo de historia en Cornualles y las Scilly, se confunde con el mito y con los cuentos, santos y gigantes que se chinchan unos a otros pero también flirtean, santos amigos de las fuentes y sobre todo de peces milagrosos, santos emprendedores, como San Brychan, que llegara sobre las aguas con tres esposas, un buen número de concubinas, veinticuatro hijos y veinticinco hijas, todos ellos a la postre santificados.
Las Scilly han tenido y tienen una literatura propia, de la que se sienten orgullosas; pequeñas librerías y quioscos exhiben novelas que se titulan La bahía del infierno, de Sam Llewellyn, o Islas de la tempestad de Ann Quinton; numerosos poemas celebran olas y conchas. Una poesía más robusta anima los epitafios arrebatados e irónicos de los ahogados, las viejas historias fantásticas de magia y clarividencia, marineros fantasmas, brujas, sirenas que, como aquella cuya imagen se conserva en la iglesia de Zennor en Cornualles, atrajo hasta el oleaje al pío clérigo que cantaba salmos.
El poeta de las Scilly es Roben Maybee, que vivió entre 1810 y 1891, analfabeto y narrador oral de costumbres antiguas, guerras y tormentas, cantor de baladas impregnadas de épica confidencia con el mar, la muerte y el Padre Eterno. La voz poética más conocida hoy es la de Mary Wilson, esposa de Harold Wilson, el ex primer ministro laborista que vive en las Scilly. Sus poesías cantan el azul y el cárdeno del mar, las iglesias entre el oro de los narcisos y el sonido de la resaca; hacen de ella una figura ideal de poeta oficial de la tierra nativa, casi titular de ese «puesto de poeta ciudadano» que Thomas Mann le envidiaba, con ironía y nostalgia, al viejo y pulido Emmanuel Geibel, cuya estatua adorna el jardín de Lübeck. Toda esta literatura está escrita, obviamente, en inglés. A diferencia de otras lenguas célticas, el cornish casi ha desaparecido pese a las recientes tentativas lingüísticas y literarias de revitalizarlo. Nos podemos consolar con fragmentos de autos sacramentales medievales, en los cuales Dios habla en cornish y el diablo en inglés.
En las Scilly, como en todo Cornualles, se encuentran vestigios antiguos del tiempo de los druidas, grandes peñas que señalan tumbas y cámaras funerarias, megalitos enigmáticos, misteriosos signos de los albores de la civilización… Las Merry Maids, en los aledaños de Penzance, en Cornualles, son un círculo de diecinueve grandes piedras, tal vez una antigua área destinada a los sacrificios o quién sabe a qué otra cosa, donde todos los años tiene lugar el Gorsedd, la reunión de los bardos que intentan reavivar la memoria del legado celta. Entre estas piedras se siente de firme el respeto por el oscuro pasado desvanecido, por los antepasados que son siempre antepasados que la humanidad y la civilización tienen en común. Pero esta reverencia, este sentido del misterio atañen a la sencillez de la vida que transcurre y desaparece, a las piedras, a las vacas que pastan mansas entre ellas con su secreto de la vida animal.
Podemos y debemos sentir pietas por los druidas y, desde luego, más aún por sus víctimas rituales, pues eran pobres diablas como nosotros y sin duda estaban peor que nosotros. La moda de la tradición celta se vulgariza sin embargo a veces en el esoterismo iniciático, en un neopaganismo postizo, en la regodeada superstición. Ese culto de lo arcano, de la magia y de los orígenes es siempre una chabacanada sofisticada, como toda coquetería irracionalista. Cuán más profundo que cualquier rito sibilino es el viejo adagio cornish sobre las tres cosas más bellas del mundo: «Una mujer con un niño, un barco con las velas desplegadas y un campo de trigo que ondea con el viento».
9 de julio de 1989