EL BOSQUE QUE MUERE

En el segundo Fausto, Goethe, el cantor de la eterna fuerza generadora de la naturaleza, parece dar pábilo a la irónica y dolorosa sospecha de que la sociedad moderna haya suplantado o esté a punto de suplantar a la naturaleza. En una burlona y grotesca mascarada, representa el triunfo de lo artificial sobre lo auténtico, de la moda sobre las estaciones, de lo contrahecho sobre lo natural; las flores ya no crecen obedeciendo a la antigua ley de su brotar y marchitar, sino conforme a las exigencias y conveniencias del mercado, que interfiere con prepotencia en el ciclo natural y lo altera a placer Ambiguo y sibilino en todo momento, Goethe no deja entender claramente si esta es una auténtica y definitiva derrota de la madre naturaleza o uno de sus trucos demoníacos; si de veras los hombres se salen de su surco y la devastan o bien obedecen inconscientemente, también en esta profanación, a su juego, a su pantomima. La naturaleza —que genera flores y asimismo el huracán que las destruye— puede crear falsas flores e inducir a la inteligencia humana, que inventa el arado y pisa las uvas transformándolas en vino, a fabricar materiales sintéticos usando sustancias creadas por la antigua madre.

Es difícil o incluso imposible establecer si un desmedido y desproporcionado desarrollo de la técnica puede destruir la naturaleza o si es también, como el terremoto y las plagas de Egipto, una manifestación de su índole misma, de su vitalidad. La extinción de los dinosaurios no nos escandaliza y si acaso parece estar en armonía con alguna misteriosa ley natural que preside el nacimiento y la muerte de las especies. Para los dinosaurios fue desde luego una calamidad, y los gritos de alarma sobre las heridas que la evolución tecnológica e industrial ha inferido y sigue infiriendo en nuestro equilibrio ecológico son ridículos si temen que una petroquímica pueda matar al gran Pan; pero quizá no sean tan ridículos si se preocupan, sencillamente, por nuestra supervivencia y nuestra salud.

Tal vez la muerte del Schwarzwald, y de tantos otros bosques, no turbe a Brahma, el Dios de Spinoza o Gran Todo, pero, de seguir extendiéndose con el ritmo actual, tendrá sin duda ruinosas consecuencias en muchos hombres, en su existencia, su historia, sus amores, sus fantasmas, sus días. El bosque se muere y su final, sobre todo en la Selva Negra, está envuelto por un halo trágico y heroico, como el de un rey en un poema épico.

Hay toda una literatura en Alemania sobre esta muerte del bosque, especialmente la del Schwarzwald, la Selva Negra, un cuasiciclo de canciones y gestas sobre la caída de un héroe: Así muere un bosque, Nuestra floresta no puede morir, El estrés de la selva, ¿Se muere la floresta?, La muerte del bosque. La lista de los libros aprensivos, contestatarios y alarmantes que continúan saliendo, sobre todo en Baden-Württemberg y en Friburgo, la vieja capital del Baden, podría seguir a placer. Si en la Canción de Roldan el héroe herido se apoyaba en un pino dirigiendo su última mirada hacia la dulce Francia, la patria lejana, ahora el héroe épico herido de muerte es el pino, que parece expandir por poco tiempo todavía su amplia sombra y penetrar en profundidad con sus raíces por última vez en la tierra materna.

La Selva Negra, la maravillosa floresta alemana limítrofe con Francia y Suiza, es un corazón de la vieja Alemania, de su intimidad recogida y romántica, de ese fantasioso y desgarrador idilio de la interioridad alemana que respira, retraído y acongojado, en la nostalgia de los Lieder. La Selva Negra es tierra de poetas y filósofos, de pensativo recogimiento y canciones vagabundas, una espiritualidad en armonía con las estaciones y orgullosa de su independencia. Entre estos bosques negros florecía en los siglos pasados la silenciosa religiosidad protestante, de la que nacieran la filosofía y la poesía alemanas de mayor altura.

En la Selva Negra vivían los escritores de las «historias de calendario», como el magnífico narrador Johann Peter Hebel, que concentraba en sus lacónicos y fulmíneos relatos, con la esencialidad de los clásicos, sabiduría épica e inteligencia política, la vida del individuo encajada en la historia humana y en la, más grande todavía, de la naturaleza. Vagabundeando por estos bosques, Mark Twain veía en las campesinas que encontraba a las heroínas de los Cuentos rústicos de la Selva Negra de Berthold Auerbach; naturaleza y arte, el olor de la madera y el del papel evocadores de la poesía de la naturaleza y del arte se fundían para él en una sola cosa, en una síntesis indisoluble. Este idilio sabía, si era necesario, defenderse: la Selva Negra es tierra de celosas tradiciones de libertad y progreso y de escueta valentía a la hora de defenderlas, incluso con las armas como en 1848-1849, contra la tiranía y la reacción.

El bosque moribundo y enfermo es el símbolo de un morbo que también devasta la ecología de la mente y del corazón, atacando una cuna de la cultura alemana. Los fascículos dedicados al Schwarzwald por la revista Merian celebran seráficos el bosque primordial, las sagas de las ninfas del Mummelsee, lago encantador, y el incontaminado embrujo del Belchen, monte canoso y deslumbrante, pero en el mismo escaparate de la librería otros libros muestran hórridas fotografías de abetos depilados y asolados, bosques estípticos y encorvados a orillas de ese lago y en las laderas de ese monte. La propaganda de los lugares de veraneo sigue pregonando paz y salud, pero de un tiempo a esta parte ya no decanta la «riqueza de ozono del aire forestal». La Selva Negra —como se lee en la documentación difundida por la Liga del ambiente y la protección de la naturaleza en Alemania— ocupa el primer lugar en las clasificaciones del deterioro ecológico, que concierne además seriamente a un tercio de los bosques alemanes. El rey del Schwarzwald, el abeto blanco que fascinaba a Turguéniev, es la principal víctima, aquí como en otros lugares, junto con el pino, que pierde asimismo sus agujas en todas partes; si el proceso actual sigue adelante con la misma velocidad, según las estadísticas morirán todos los abetos antes de 1990 y todos los pinos antes de 1992.

La muerte de los abetos y los pinos —pero también la de los abedules o las encinas— ora se exhibe con efecto epatante, ora se esconde como la de los hombres que nuestra civilización, ansiosa por dejar a un lado la muerte, cela bajo todas las reglas del respeto y de las buenas maneras. La vida, aun aciaga, seduce; visitadores y excursionistas no ven la gangrena de los árboles. En las cascadas de Triberg, el diecisiete por ciento de ellos responde en una encuesta que ha notado algunos daños; en el Mummelsee lo hace el treinta por ciento. Las mujeres, que según Weininger cada vez son más felices, niegan mucho más que los hombres que el bosque esté muriendo o pueda morir (treinta y siete por ciento respecto al cincuenta y dos por ciento del sexo fuerte y pesimista).

Los mass media, haciendo hincapié en el desastre ecológico, acaban por acostumbrar al ciudadano a esta muerte; a fuerza de ver carteles, libros y fotografías sobre la muerte del bosque, ya no vemos árboles que mueren. Pero la muerte está ahí, y hasta quien está más acostumbrado a ver libros que plantas la ve, pese a la nieve, caminando por el Titisee, en las laderas del Belchen, a lo largo del denominado Sendero Alto de la Selva. Las copas están despojadas, las ramas de las coníferas no tienen agujas, los árboles agredidos por la lluvia o la nieve ácida parecen esqueletos y edificios bombardeados.

No es casualidad que la Universidad de Friburgo, que mantuvo la calma en 1968, haya sido en cambio pugnaz en la protesta verde. Hasta tres años atrás, me dice el profesor Ditfurth, autor de exitosos libros sobre el tema y comprometido en el movimiento ecológico-pacifista, los Verdes eran acusados de ser agentes provocadores de Moscú, insultados por los democristianos y también, aunque algo menos, por los socialistas y contrastados por los sindicatos, temerosos de que la protesta antiindustrial eliminara puestos de trabajo. Pero hoy la situación ha cambiado, los estropicios son tan evidentes que las autoridades ya no pueden fingir ignorarlos, si bien alternan declaraciones comprometidas y comunicados minimizadores. Los mismos Verdes, por lo demás, han cambiado; han abandonado actitudes retóricas y pubescentes para estudiar con seriedad, sin rechazos indiscriminados e infantiles de la civilización industrial, los remedios posibles.

La agonía del bosque no es cosa de última hora y los mismos batalladores volúmenes que la afrontan reproducen documentos de los siglos pasados que denuncian desastres ecológicos no demasiado disímiles, aun cuando sean de proporciones más limitadas. La técnica y el artificio no son una maligna invención de hoy, como declaman los rétores apocalípticos, listos, por lo demás, para servirse del automóvil cuando les hace falta. Hebel, muerto en 1826, evoca en una poesía la muerte del Belchen y de su paisaje natío.

Lo que llama la atención, en el debate en curso, son su seriedad y su sosiego, los cuales se mantienen lejos de señalar fáciles cabezas de turco y definen con cautela las posibles causas: hace pocos días, en Karlsruhe, un simposio de expertos declaraba que, además de los factores más evidentes de la contaminación debidos a las descargas industriales (sobre todo la dioxina), muchos otros quedan por comprobar y algunos son achacados a motivos «naturales» (insectos, cambios de temperatura, etcétera). A la polémica Verde contra la lógica capitalista del provecho se añade la denuncia de los desastres igual de graves en los países del Este (RDA, Checoslovaquia).

Ningún problema ecológico puede hallar una respuesta que sea tan solo nacional, especialmente en el Schwarzwald, al limitar con otros dos Estados y sufrir las consecuencias de lo que sucede más allá de las fronteras, por ejemplo en las instalaciones petroquímicas de Chalampé en Alsacia. El periódico de Friburgo, Badische Zeitung, refería en 1983 las declaraciones contradictorias e involuntariamente hilarantes de autoridades francesas que se retractaban afanosamente en el espacio de unos días, enarbolando certificados de buena salud y de defunción de sus bosques.

¿El bosque se muere? Es difícil responder, porque causas y efectos, daños y mecanismos de defensa se miden a distancia de años. Ciertamente, quien mira a lo Eterno contesta que también la tierra se acabará un día, así como nuestra galaxia y nuestro provisional universo. Entre estos bosques, Heidegger encontraba luminosos los calveros al aparecérsele como el rostro del Ser que todo lo abarca en su abertura; intercambiaba algunas frases lacónicas con los campesinos, pidiéndoles consejo sobre si aceptar o no las llamadas de otras universidades. Su hijo, el coronel Hermann Heidegger, me acoge en su casa entre los bosques, a algunos kilómetros de Friburgo. Es un hombre alto y amable, con una mirada llena de bondad y una profunda entereza reflejada en la cara. Me habla de su padre, pero no tiene mucho que decirme; el filósofo-pastor del Ser, cuyo tranquilo trabajo conceptual y cuyo aislamiento protegía férreamente su mujer, era cariñoso con sus hijos, pero no debía de tener mucho tiempo para ellos, tan absorbido como estaba por la meditación, en su escritorio o en su cabaña de la Selva Negra, sobre el nihilismo global del mundo.

Le pregunto si su padre, en su diagnóstico sobre el olvido del Ser y sobre la violencia de la técnica, pensaba que se trataba de una crisis grave pero no obstante pasajera de nuestra civilizacion o bien de una enfermedad mortal, de un final. «En lo concerniente a nosotros, a nuestra tierra», me contesta el coronel, «pensaba que la partida se había terminado, que nuestra nave terrestre estaba destinada a naufragar». El pastor del Ser se convertía en el lugarteniente de la Nada. Desde luego estaba además el Todo, el Ser. Pero quién sabe si seguirían estando los bosques como los que él amaba, sus calveros luminosos que le dictaban su filosofar. Heidegger amaba el pathos de los grandes virajes que una época puede dar, la fatalidad. A lo mejor no es necesario avizorar la metafísica en las chimeneas; no está escrito que la muerte del bosque, como dice Ditfurth, sea un destino.

15 de marzo de 1986