Capítulo 6

 

 

Tras darse un baño, Marla se secó con brío, y untó cada rincón de su piel con perfume de vainilla y pétalos de rosa, una mezcla que su abuela materna le había enseñado a hacer. Su aroma era un estímulo tan potente que despertaba la pasión del amante más frío. Y aunque lo último que deseaba era acicalarse para ese monstruo sin corazón, debía hacerlo. Larkins tenía que creer en todo momento que estaba dispuesta a complacerlo.

Con dedos casi devotos y un rictus de aprensión, acarició la camisola de satén que llevó su madre la noche de su boda. Le parecía un ultraje utilizarla para esos fines tan ignominiosos. Pero a pesar de ello se la puso, cubriéndola con un vestido de seda azul que dejaba al descubierto sus hombros y parte del nacimiento de sus senos. El escote estaba rematado por una tira blanca bordada. Se miró en el espejo. Le sentaba como si se lo hubiesen hecho a medida. Sonrió al recordar cuando su madre le contaba el día que lo estrenó. Fue en la festividad de San Patricio, cuando conoció a su padre y se enamoraron en el baile que organizaba el reverendo Jarvis. Eran tiempos en que el hambre aún no se había cebado con los habitantes de la vieja Irlanda, y la tristeza quedaba en el olvido. Después, todo cambió. Tuvieron que emigrar a Inglaterra, y subsistir miserablemente.

Marla apartó los pensamientos negativos. Esa noche no debía mostrar tristeza ni temor. Lo que necesitaba era entereza, y la tendría. Larkins no la tomaría como a una vulgar ramera.

—¿Qué te parece? —le preguntó a su hermano, entrando en la tienda.

Fearn la miró fijamente, y parpadeó sorprendido.

—¡Cielos, estás hermosísima!

Ella suspiró consternada.

—Siento usar la ropa de mamá en estas circunstancias. Es como si profanara su memoria.

Su hermano curvó la boca en una sonrisa triste.

—Es para una buena causa. No lo olvides. Ponte esto.

Marla miró el collar de coral, e hizo oscilar la cabeza en señal de desacuerdo.

—Es una reliquia de nuestros antepasados. No puedo exhibirla ante ese desalmado.

—Reforzarás el poder de la pócima. Lo necesitas… ¿Has cogido la botellita? Recuerda que sólo debes administrarle la mitad o podría morir. Y a pesar de que deseo su muerte con toda el alma, no podemos cometer esa atrocidad.

—Lo sé.

Su hermano soltó un suspiro hondo.

—Entonces, es hora de que te marches.

—Sí —musitó Marla, empalideciendo.

Fearn la abrazó con fuerza.

—No temas. Saldrá como esperamos. Volverás intacta, y el dragón quedará tan complacido con sus alucinaciones, que te cederá la tienda sin dudarlo. Te quiero, hermanita.

—Yo también —dijo ella, dedicándole una tierna sonrisa mientras lo besaba en la mejilla.

—Aguardaré hasta tu regreso —le prometió él, acompañándola a la puerta.

—Tal vez llegue de madrugada. Tendré que hacerle creer que he pasado la noche con él. No podré irme hasta que despierte, y obtenga lo que me prometió.

—No importa. Esperaré, y oraré con fervor para que nada malo te suceda.

—Gracias —dijo ella, saliendo.

 

 

Una hora después llegaba ante la casa de Larkins. Con dedos temblorosos tiró de la campanilla.

Ruth abrió la puerta y la miró con la frente fruncida, para después adquirir un gesto de asombro al reconocerla.

—El señor me espera —dijo Marla, sonriendo forzada.

La doncella no dijo nada, y le cedió el paso con una mueca malévola al suponer a qué venía esa muchachita.

—Venid —le ordenó, sin el menor síntoma de amabilidad, aunque dejando aparcado el tuteo anterior.

Marla la siguió. Subieron las escaleras hasta que llegaron a un largo corredor. Ruth se detuvo ante una puerta, y la golpeó suavemente con los nudillos.

—Señor, ha llegado la visita que esperabais.

Marla tomó aire, e intentó mostrar serenidad cuando Larkins abrió.

—Gracias, Ruth. Puedes retirarte. No te necesitaré en toda la noche —avisó él, curvando la boca en una sonrisa que denotaba gran satisfacción.

—Como ordene el señor. Buenas noches.

Larkins indicó a Marla que entrara en el cuarto, y a ella se le encogió el estómago al ver la gran cama en el centro. La colcha estaba apartada, dejando ver unas sábanas de seda roja, el mismo color que Fearn había visto en su premonición.

Cuando la puerta se cerró, respingó sobresaltada.

—Veo que has aceptado mi propuesta. Me complace sumamente —dijo él, tras estudiarla detenidamente, dejando caer los ojos en el insinuante escote y en el talle estrecho de su cintura.

—No lo dudo —replicó ella con tono mordaz, percatándose que él había prescindido de vestirse y que tan solo se cubría con una bata de seda verde.

—¿Crees que esta actitud es la más adecuada para esta noche? Querida, deberías intentar mostrarte más complaciente —inquirió él, sonriendo seductoramente.

—No os preocupéis, señor. Seré todo lo dócil que vos deseéis... Siempre y cuando me asegure que obtendré, al igual que vos, lo que deseo —avisó ella, mirándolo desafiante.

Larkins se colocó tras su espalda y le quitó el chal, dejando que sus ansiosos dedos resbalaran por su espalda, lo que hizo que ella se estremeciera atemorizada.

—Sosegate, muchacha. No soy un bárbaro. Sé cuando debo comenzar, y opino que ahora no es el momento oportuno… ¿Verdad? —se burló él.

Marla permaneció quieta.

—Si vos lo decís…

—¿Una copa de champaña? —le ofreció Drake. Hizo saltar el tapón de corcho, volviendo a provocar que se asustara.

—Sí... Claro. No lo he probado nunca —farfulló ella, sintiendo un gran alivio al ver que sus planes se estaban realizando tal como había programado.

Él llenó dos copas de cristal y le ofreció una. Marla tomó un sorbo. Las burbujas le hicieron cosquillas en la nariz.

—¿Te gusta? ¿Si…? Tú también me gustas mucho, Marla —le dijo Larkins, mirándola con un brillo de lujuria en sus ojos azules. Más en confianza, acercó su rostro peligrosamente al suyo.

Ella llevó la copa a sus labios, y tragó el contenido de una sola vez.

—No, pequeña. Así no. Poco a poco… No quiero que tu mente esté embotada cuando te haga el amor —la riñó él, pero cordialmente, bajando la boca hasta su cuello, y besándole la piel cuando ella se encontraba trémula por la repugnancia y el pavor—. ¿Qué ocurre? ¿Tienes frío?

Marla asintió al ver el fuego apagado. «Si él lo enciende, podré echar la pócima en su copa», caviló mentalmente.

—Lo solucionaremos. Quiero que estés cómoda —afirmó Larkins, dejando la copa sobre la mesa. Después le dio la espalda.

Ella sacó la botellita del bolso, y con dedos nerviosos vertió la mitad del contenido en el champaña, volviendo a guardar el frasco, sólo unos segundos antes de que él regresara.

—Es deliciosa esta bebida —opinó Marla, luego de servirse de nuevo, evitando mirarle de frente, o él podría apreciar su desasosiego.

Larkins tomó un buen sorbo, observándola con mayor atención. La muchacha estaba realmente seductora. Su cabello lanzaba destellos rojos bajo la luz del fuego, y sus ojos refulgían como dos topacios. Sin poder evitarlo, continuó mirándola fascinado, recreándose en su singular belleza, percibiendo a la vez como el deseo comenzaba a consumirlo. Quería saborear su boca, carnosa y roja como un rubí, acariciar esa piel sedosa, aún inexplorada... Sentirla apretujada bajo su cuerpo, y verla gemir de placer. Lo anhelaba tanto que apuró la copa de un solo golpe dispuesto a no aplazar más el momento deseado. En un arrebato de intensa lujuria la abrazó, y ella pudo sentir su cuerpo, duro y fuerte, contra su espalda.

—Eres preciosa, pequeña —musitó él, besándola en la nuca.

Marla sintió su aliento abrasador quemándole la piel, y deseo poder escapar de aquella habitación, pero la sensatez la indujo a permanecer quieta, a soportar lo que él le hiciese hasta que la droga surtiese efecto.

—No soy más que una mujer vulgar —aseguró sin apenas voz.

—Nada de eso, niña… Sé de lo que hablo… Eres deliciosa, y tu aroma es tan delicado como una flor —le susurró Larkins, llevando sus dedos a los cierres del vestido.

Sin dejar de acariciar su piel con su boca húmeda y ardiente, la liberó del vestido, que cayó al suelo lentamente. Ella cerró los ojos, angustiada, rezando para que él pronto cayera en el mundo de los ensueños.

Larkins la rodeó con sus poderosos brazos, y después la alzó con facilidad. Se encaminó hacia la cama y la acostó con suavidad, tumbándose junto a ella. Sus dedos le recorrieron el contorno del rostro, sin dejar de mirarla con ese brillo de fogosidad que tanto la aterrorizaba.

—Lo pasaremos muy bien. No te arrepentirás de haber venido. Sé como enloquecer a una mujer… Y, recuerda, si me complaces, los dos saldremos beneficiados —dijo él, dejando caer la mano sobre su seno izquierdo. Con estudiada sensualidad lo acarició lentamente, mostrando una sonrisa perversa.

Ella se mordió el labio superior, intentando contener la repugnancia que sentía, el temblor que le provocaban aquellos dedos insidiosos.

—Relájate, cariño. Acaríciame tú… Tócame. Disfruta del placer —musitó él mientras le tomaba la mano para llevarla a su desnudo pecho.

Marla obedeció. No podía hacer otra cosa; sólo esperar que él cayese sumido en los brazos de Morfeo.

Pero Larkins permanecía lúcido, atento a sus caricias, estremeciéndose con el contacto de sus dedos trémulos, excitándose peligrosamente en la entrepierna. Embriago por el placer que sus leves roces le provocaban, se desprendió de la bata. Asió a Marla de la cintura, y la pegó a su cuerpo. Ella notó su dureza encendida en el muslo y jadeó espantada.

—También me deseas… ¿No es cierto? —preguntó Larkins, al confundir su propia reacción, bajándole la camisola, dejando sus redondos pechos al descubierto. Con un centelleo salvaje en sus ojos azules, descendió el rostro hasta la calidez de su seno derecho.

Marla saltó al sentir el fuego húmedo, su lengua jugueteando con el pezón, que involuntariamente se endureció, provocándole un repentino escalofrío. Asustada, comprobó que no era asco ni temor, sino algo que no había esperado. Una sensación agradable y placentera. Cerró los ojos, negándose a experimentar tamaña perversidad. Dejó que su mente se alejara de la habitación, que recordara que el hombre que la estaba tocando era un miserable. Pero, a pesar de su gran fuerza mental, sabía que era una batalla perdida. Esa hábil boca la estaba trastornando.

Él, respirando agitado, alzó el rostro. Su mano, trémula de excitación, se perdió bajo la camisola y acarició el muslo sedoso.

—Eres dulce y perversa, cariño. Consigues que esto parezca un sueño. Un momento irreal, pero que sé que es cierto —afirmó con voz pastosa sobre su boca.

Después, remolonamente, le mordisqueó los labios generosos, hasta que tomó su boca besándola con voracidad, hurgándola sin piedad.

—Bésame, Marla —le pidió, inflamado, buscando la suavidad oculta entre sus muslos.

Repentinamente, sus labios se tornaron suaves, casi lánguidos; hasta que dejó de asaltarla para dejar caer la cabeza sobre la almohada.

Marla lo miró con cautela.

—¿Larkins? —mustió, zarandeándolo.

Él no contestó. Estaba dormido. La pócima había hecho su efecto.

Profundamente aliviada, saltó de la cama. Temblando, se sentó en una silla, junto al fuego de la chimenea, sin poder apartar los ojos de Larkins, temiendo que despertara de un momento a otro. No lo hizo. Él permaneció con los ojos cerrados, agitándose de vez en cuando.

Marla, agotada por la tensión que había mantenido, comenzó a adormecerse. El gemido angustioso de Larkins la despertó. Con miedo vio cómo se removía inquieto. Sus ojos dorados miraron el cuerpo fibroso y atlético del hombre, su cara contraída, su respiración agitada, percibiendo como las fantasías lo trastornaban. Ladeó el rostro. No quería ver como Larkins liberaba la exaltación a la que estaba siendo sometido. No pudo evitarlo. La curiosidad, pero sobre todo su desconocimiento del sexo, pudo más que el decoro y volvió a observarlo, descubriendo el gran secreto cuando él se dejó arrastrar por el éxtasis, emitiendo jadeos sordos y angustiosos.

Unos minutos después, él pareció relajarse. Su cara adquirió un mohín placentero, mientras se ladeaba, relajado al fin, cayendo en un sopor tranquilo.

Ella contuvo la respiración. Y lanzó un suspiro de alivio al comprobar que Larkins no iba a despertar por el momento. Se acomodó como pudo en la silla, y decidió dormir un rato. No tardó en hacerlo.

 

 

Unas horas después, despertó sobresaltada. Larkins se retorcía con desesperación, experimentando de nuevo el dulce placer que la droga le estaba proporcionando. Pero esta vez no volvió a relajarse. Lentamente abrió los ojos, y su mano palpó el lado de la cama vacío.

Marla cogió el vestido, y él torció la cabeza.

—¿Qué haces? Ven aquí —le pidió con voz pastosa.

—Tengo... que irme. Mis hermanos me necesitan, y debo atender la tienda —balbució ella, poniéndose el vestido.

—Sí, claro. La tienda… —murmuró él, abandonando la cama.

Ella, con dedos trémulos al ver que se acercaba, intentó abrocharse el vestido. Larkins la tomó de la cintura y la miró fijamente. Sus ojos estaban bordeados por grandes ojeras.

—Debo marcharme —insistió ella.

—¿No crees que es muy pronto? —inquirió él, mordisqueándole la comisura de su labio inferior.

—¿No creéis que ya habéis tenido suficiente? Se os ve agotado —jadeó ella, temerosa.

Él sonrió con languidez.

—Sí, pequeña hechicera. Esta noche me has tenido muy ocupado. He disfrutado hasta la saciedad. Eres una mujer muy voluptuosa.

—¿Significa eso que habéis quedado satisfecho? —le preguntó ella, ansiosa.

—Sí, muchacha. He gozado.

—¿Mucho?

Larkins se echó a reír.

—Me es difícil recordar cuándo disfrute tanto —reconoció con total sinceridad. Lo cierto era que jamás había quedado tan satisfecho.

Aún podía percibir en sus entrañas el inmenso placer que experimentó en cada una de las ocasiones que la poseyó, sin sentirse hastiado o agotado. Marla había conseguido excitarlo de un modo brutal e irracional con su ardiente entrega.

—En ese caso, imagino que cumpliréis vuestra palabra. Dijisteis que si os complacía plenamente olvidaríais la hipoteca, y podría quedarme con la tienda —le recordó ella.

—Y lo haré. A su tiempo —contestó él, buscando ansioso su boca.

Marla se apartó con brusquedad.

—Me he acostado con vos. Os he dado el placer que esperabais. Era lo pactado. Ahora, comportaos como un hombre de honor. ¡Me lo prometisteis!

—Preciosa, dije que te liberaría del contrato si eras mi amante. Y una noche de placer no te convierte en mi querida.

Ella lo miró horrorizada, evitando que la desesperación la hiciera llorar.

—Vos... me engañaisteis —pudo decir al fin, pero ahora con un hilo de voz.

—Fuiste tú la que tergiversó mis palabras. ¿O tal vez te estás haciendo la tonta para no cumplir con el pacto? —argumentó él, adquiriendo un rictus de enojo.

Marla se apoyó en la mesa para evitar que sus piernas, temblorosas, la hiciesen caer, mientras él cogía la bata y se cubría la desnudez.

—Jovencita, te juro que gustoso te cederé la tienda; pero siempre y cuando sigas las normas que propuse —le aseguró, rebuscando en un cajón. Sacó un puro y lo encendió.

—¿Y cuando... considerais que me concederéis la libertad? —le preguntó ella con el rostro lívido.

Larkins le lanzó una mirada furibunda.

—¡No eres mi prisionera! —rugió. Después dulcifico el gesto y añadió—: Sólo una mujer que ha hecho un pacto voluntario que debe cancelar.

Ella no pudo evitar soltar una carcajada irónica.

—¿Voluntario? ¡No me hagais reír!

—Té di dos opciones. Elegiste una… ¿O acaso miento? —repuso él, ajustándose el cinturón de la bata.

Marla sacudió la cabeza. No podía negar que era verdad.

—Pequeña, no comprendo tu actitud. No después de lo que ha sucedido esta noche. Después de haberte mostrado tan apasionada.

—Lo hice sólo para recuperar lo que es mío. No olvidéis que era uno de vuestros requisitos —replicó ella con frialdad.

El dueño de la lujosa casa apretó los dientes, soliviantado ante el rechazo que ella le mostraba.

—Y ahora reclamo el resto. Esta noche te quiero aquí. A la misma hora, y dispuesta a complacerme. O te prometo que no tendré piedad… ¿Entendido?

—Comprendo, señor. ¿Puedo irme ya? —contestó ella en apenas un murmullo.

Larkins alargó el brazo, y la pegó contra su cuerpo. Con brutalidad se apoderó de su boca y la besó con rudeza, sin el menor síntoma de pasión, como para castigar su cruel desprecio. Después la soltó sin consideración. La volteó y con presteza, le abrochó el vestido.

—Ahora puedes largarte —le espetó agrio, apartándose.

Marla cogió el bolso y dándole la espalda abandonó la habitación a toda prisa. Bajó las escaleras corriendo y salió a la calle sumida en la peor de las angustias.