¿CUÁNTO TIEMPO NECESITARÉ PARA LOGRAR ESTE DESAFÍO?
Se dice que la gente se queja entre veinte y setenta veces al día, de media. En general, las personas que intentan aceptar realmente este desafío necesitan entre dos y diez meses para conseguir estar veintiún días consecutivos sin refunfuñar. No es fácil, pero vale la pena.
Recordad que debéis cambiar el brazalete de lado únicamente cuando expreséis vuestra protesta. Si os quejáis mentalmente, no cuenta (¿más tranquilos?).
Veréis que cuanto más reprimís vuestras quejas, más evitaréis poneros en situaciones generadoras de frustración, y tendréis menos motivos de queja. Con este proceso vais a reformar vuestro disco duro mental, cogeréis las riendas de vuestra vida y os convertiréis en una persona más feliz.
No olvidéis aceptar cada día como viene y no vivir con la obsesión de vuestro objetivo de veintiún días. Para triunfar, al final basta con renovar cada mañana vuestro compromiso de no quejaros durante un día o, para empezar, durante la hora siguiente. Y, poco a poco, paso a paso, hora a hora, haréis progresos y ese desafío será cada vez más simple y fácil, hasta el punto de que un día podréis celebrar vuestro vigésimo primer día.
Los veintiún días no son un objetivo en sí mismos. Son una referencia para generar un cambio en vuestra vida. ¡Por otra parte yo deseo que paséis cuatro mil días sin quejaros! Recordad que cada hora, cada día sin refunfuñar es un regalo para vuestra vida personal. Pase lo que pase, aunque necesitéis dos años para conseguir veintiún días, veréis, desde el primer día, que obtenéis ventajas de este desafío.
Mark Twain dijo: «No nos deshacemos de una costumbre tirándola por la ventana, hay que hacer que baje la escalera peldaño a peldaño»,23 y como una lectora del blog escribió: «¡Hay escaleras más largas que otras!».
Y sí, a veces cambiar supone un largo camino lleno de pruebas y de fracasos, y al final del camino llegará el éxito para aquellos que hayan sabido persistir, porque sabían que era importante continuar. Para ilustrar este punto, suelo decir que Thomas Edison no habría inventado nunca la electricidad si se hubiera rendido por culpa de sus fracasos. Cada fracaso era la prueba de que había intentado algo, cada fracaso generó un resultado, un poco más de conocimiento que le acercaba al objetivo. De manera que, también vosotros cada noche, planteaos la pregunta de qué habéis aprendido durante el día. Si os habéis quejado, ¿os ha permitido eso aprender algo sobre vosotros mismos, y sobre lo que provoca que os «pongáis a mil»? (¿Ahora que sois conscientes, sois capaces de poneros en marcha vosotros mismos, para no volver más a ese tipo de situaciones?). Si no os habéis quejado habéis aprendido cómo gestionar una situación de otro modo. (¿Qué habéis aprendido?).
Testimonio
«Todos los lunes, mi profesora de yoga nos pregunta: “¿Cómo os sentís aquí y ahora?”. Y yo le digo: “Positiva”, y creo sinceramente que es gracias a mi semana, gracias a mi desafío. En lo más profundo de mí misma, siento un cambio en mi manera de posicionarme frente al mundo. Mi brazalete ha bailado durante todo el fin de semana de una muñeca a otra, pero ¿he fracasado por eso? No lo creo. Mi presencia ha ganado en calidad, para mi entorno, para mí misma. Es obligado constatar que este lunes fue muy diferente de los demás, sin que yo supiera verdaderamente por qué. Pero mi bonito brazalete me recuerda a qué maravillosa aventura me he lanzado y me digo que estoy orgullosa de mí misma. Veintiún días… serán un poco difíciles de soportar, pero mientras espero, cuánto camino he recorrido… ¿No es esto lo que cuenta?».
Annabel
¿Y si adoptarais vosotros esa misma mentalidad en vuestro desafío? Aprended de cada fracaso, seguid comprometidos, tened confianza en vuestra capacidad de conseguirlo. ¡Si falláis, volved a empezar!
CUANDO EDUCAMOS A NUESTROS HIJOS, ¿NOS QUEJAMOS?
Esta es una de las preguntas más frecuentes que me hacen las personas que intentan el desafío. En efecto, los niños tienen el don de querer traspasar los límites, ignoran nuestras peticiones, corren riesgos, tienen apetencias irracionales. Y forzosamente eso puede generarnos ganas de ponerlos otra vez en vereda a base de disciplina. ¡La disciplina, poner límites a nuestros hijos, es una tarea muy importante de nuestro papel de padres y en ningún caso deseo que este desafío os incite a bajar la guardia en este terreno con el pretexto de que quejarse no está permitido!
Sin embargo, veo que muchos de nosotros tenemos tendencia a confundir la disciplina con quejarnos. Estoy profundamente convencida de que hay una forma de educar a nuestros hijos sin quejarnos. Hay un modo de decirles «no», «cuidado», «esto no puede ser», «yo no estoy de acuerdo», «este comportamiento no es aceptable» sin refunfuñar. Noto que muy a menudo nos quejamos de nuestros hijos antes de tiempo. Ellos, por otra parte, son desgraciadamente las primeras víctimas de nuestras quejas. Con la excusa de educarles, les acusamos de todos los males: nunca nos escuchan, crean desorden en todas partes, solo piensan en ellos, nunca nos ayudan, son maleducados, malos, egoístas, traviesos, despistados, cansinos…
Fui a buscar la definición de «disciplinar» en el diccionario y he de decir que me sorprendió bastante lo que encontré: «Disciplinar: someter a alguien, un grupo a obedecer, a una serie de normas que garantizan el orden en la colectividad a la que pertenece».
Sinónimos: someter, dominar, domar, educar, criar, formar, controlar, ordenar, doblegar, sojuzgar.
Realmente la disciplina tiene demasiado a menudo una connotación de dominio y sometimiento, y a mí eso me parece una lástima. Yo no estoy en contra de centrar a nuestros hijos, de guiarles, de ponerles límites claros, pero me parece que, con la excusa de que ellos son más jóvenes y que nosotros somos sus padres, nos permitimos decirles palabras muy duras. Nos quejamos de ellos y les juzgamos. Nos quejamos, y no obstante les queremos mucho y solo deseamos su bien.
Finalmente, al quejarnos cortamos la comunicación. Les ahuyentamos porque a nadie le gusta que se quejen de él. Tratamos de forzar el cambio señalando con el dedo sus debilidades. Y desgraciadamente haciendo eso no les impulsamos a actuar mejor.
Yo no digo que sea fácil. Ese es un desafío cotidiano para mí también. Es más, haciendo este desafío he constatado que, a menudo, nos quejamos incluso antes de haber dedicado tiempo a decirles claramente lo que esperamos de ellos, y sobre todo sin estar seguros de que lo han entendido. Nos quejamos porque nuestros hijos no hacen lo que se espera de ellos, pero en realidad muchas veces no les hemos dado los medios para hacerlo. ¿No estáis de acuerdo?
También he notado que, muy a menudo, nuestros hijos son víctimas de nuestra desorganización. Vamos con retraso y les acusamos. Estamos desbordados y entonces les gritamos, porque proyectamos nuestro estrés sobre ellos. También tenemos a veces tendencia a dejar que una situación se desborde por miedo (o por pereza) de gestionarla. Y seguidamente explotamos y nos quejamos. Imponer disciplina sin refunfuñar es tratar de poner realmente límites a nuestros hijos, pero dándonos a todos los medios para conseguirlo.
Querría invitaros a observar todas las veces en que os dirigís a vuestros hijos quejándoos, todas las veces que les juzgáis, refunfuñáis, gritáis y suspiráis. ¿Os conviene eso? Yo no digo que tenga la solución a todos los problemas de la educación. Lo que sé, es que con el simple hecho de poneros un brazalete en la muñeca y comprometeros a no refunfuñar durante veintiún días consecutivos, os implicáis en el camino del descubrimiento, de la puesta en duda, de la admisión de responsabilidades y de la comunicación, que solo puede aportar ventajas a vuestra relación con vuestros hijos.
¿Y LOS COTILLEOS?
Un día, una lectora del blog me planteó una pregunta excelente: «¿Si contamos los últimos cotilleos, nos estamos quejando?». Yo opino que cuando, entre amigos o entre compañeros de trabajo, compartimos una buena o una mala noticia que afecta a una tercera persona que no está —si nos quedamos en el nivel de la información, de compartir esa noticia feliz o desgraciada—, no nos estamos quejando, todo lo contrario. Nos enteramos de las novedades, mantenemos el contacto, intentamos establecer vínculos. Pero cotillear sobre una tercera persona ausente, a quien juzgamos negativamente (un cotilleo, un rumor), de quien nos burlamos, y cuya imagen perjudicamos… entonces hablamos mal de esta persona y si continuamos conversando sobre ese tema es por dos motivos:
- Nos revaloriza.
- Nos permite compartir con los presentes.
Es triste decirlo pero es muy cierto, y todos lo hemos hecho repetidas veces a lo largo de nuestras vidas, yo incluida.
Recordemos que con este desafío, «Dejo de refunfuñar», intentamos conversar con las personas implicadas en nuestros problemas, y si hablamos con alguna que no tiene nada que ver con ese problema, debe ser con una actitud constructiva, para compartir nuestras emociones, nuestras dificultades, para apelar al sentido común del otro y buscar una solución que nos tranquilice.
Cuando estamos juzgando a una persona que no está, entramos en la zona prohibida del desafío.
Esta reflexión me ha recordado un texto sobre la prueba del triple filtro24 que mi madre guardaba en casa cuando yo era pequeña y que había colgado en la pared, a la vista de todos. Lo encontré, y aquí está:
Testimonio
Los tres filtros de Sócrates
«Sócrates, en la Grecia antigua, valoraba mucho la prudencia. Alguien fue un día al encuentro del gran filósofo y le dijo:
—¿Sabes lo que acabo de saber sobre tu amigo?
—Un momento —contestó Sócrates—. Antes de que me lo cuentes, me gustaría hacerte una prueba, la de los tres filtros.
—¿Los tres filtros?
—Sí —contestó Sócrates—. Antes de contar todo tipo de cosas sobre los demás, vale la pena que dediquemos un momento a filtrar lo que nos gustaría decir. Es lo que yo llamo la prueba de los tres filtros. El primer filtro es el de la verdad. ¿Has verificado que lo que quieres decirme es verdad?
—No, simplemente lo he oído decir…
—Muy bien, por tanto no sabes si es verdad. Intentemos aplicarle otro filtro, el de la bondad. ¿Lo que quieres que sepa de mi amigo, es algo bueno?
—¡No, no! Todo lo contrario.
—O sea —continuó Sócrates—, que quieres contarme cosas malas sobre él y ni siquiera estás seguro de que sean ciertas. Todavía puedes pasar la prueba porque queda un filtro, el de la utilidad. ¿Es útil que me cuentes eso que mi amigo habría hecho?
—No, la verdad es que no.
—Entonces —concluyó Sócrates—, si lo que me tienes que contar no es ni verdadero, ni bueno, ni útil, ¿por qué quieres decírmelo?».