P
ara ser totalmente sincera, ya no recuerdo exactamente cómo empezó todo. Llegar a plantearme ese desafío es el resultado de toda mi vida. Lo que puedo deciros es que, poco a poco, entre la primavera de 2009 y la primavera de 2010, germinó el deseo de plantearme el desafío de dejar de protestar. Hizo falta tiempo para que madurara la decisión, y no fue hasta abril de 2010 cuando sentí el chasquido (leed más adelante) y me lancé. He aquí los detalles de mi evolución y las razones que me han llevado a vivir esta aventura extraordinaria.
YO, LA QUEJICA
Lo que finalmente provocó que deseara plantearme ese desafío fue adquirir conciencia de que, aunque yo suelo ser positiva, me encontraba, demasiado a menudo para mi gusto, en situaciones de frustración o de nerviosismo, momentos en los que me veía como una víctima y… me quejaba.
Noté en repetidas ocasiones que por las noches me acostaba cansada y vacía por todo lo que había «sufrido» a lo largo del día. Tenía la impresión de haber experimentado durante toda esa jornada una especie de lucha permanente para tener a los niños listos para ir al colegio, para avanzar en mi trabajo, para llegar puntual, para organizar la logística de la casa y del trabajo y de los diversos conflictos. Me acostaba preguntándome si en el transcurso de ese día había tenido momentos de calidad. Y el balance era más bien negativo.
Sin embargo, mi jornada había sido muy normal. No había pasado nada grave. Al contrario, aquella había sido una jornada ordinaria, lo cotidiano…
Entonces me pregunté qué me impedía disfrutar de mi vida cotidiana. Los días se sucedían unos a otros, de un modo demasiado gris, y yo tenía la tendencia de decirme que, más adelante, cuando mis tres hijos fueran mayores (sobre todo la pequeñita), cuando mi empresa estuviera más asentada, cuando pudiera dedicarme más tiempo a mí, cuando estuviera de vacaciones, en verano cuando tuviera a mi familia para ayudarme, etc. En resumen, más adelante, solo más adelante, podría vivir más serenamente, mejor.
Después empecé a decirme: ¿por qué esperar a mañana para sentirme más feliz? En cualquier caso es una lástima, porque lo cotidiano es la vida real, ¿no?
«Ayer ya no está, mañana no existe… solo existe hoy». Esas son las palabras de un sabio. La verdad es que yo ya las había oído, pero desde ese momento decidí ponerlas en práctica.
Yo soy una «mampresaria»2 y mi día a día está abarrotado entre mi empresa (o coaching), mis tres hijos que van a tres escuelas distintas, las actividades de cada uno (piscina, guitarra, piano…), las responsabilidades como voluntaria en la oficina de dirección de la Federación de Coaching de Los Ángeles (ICFLA), mi vida como mujer, como esposa, como mamá… ¡y todo eso con la posibilidad de apoyo familiar a diez mil kilómetros de distancia, y en una ciudad tentacular donde todo va muy rápido!
Esa noche, estaba en la cama con la cabeza sobre la almohada y los ojos abiertos de par en par, y pensé cómo hacer para que mi cotidianidad me proporcionara más alegría y satisfacción que en el presente, cuando tantas cosas en mi vida parecían caóticas.
Todos nosotros vivimos momentos particularmente alegres y felices. Los fines de semana, las vacaciones, las fiestas, las cenas con amigos que terminan entre grandes carcajadas, las veladas románticas, las bodas, los viajes… pero también todos esos pequeños momentos preciosos como un masaje, ese momento en el que uno se ocupa de sí mismo. Todos esos momentos son instantes de felicidad y de plenitud que nos sacan de nuestra rutina cotidiana. Pero hay que reconocer que esos placeres tienen una duración relativamente limitada, y que desgraciadamente están condicionados por un contexto exterior poco común, si no excepcional.
¿Y qué hay del resto de nuestra vida? De nuestra cotidianidad bastante banal y pautada por nuestros diferentes compromisos… Al pensar en eso, me di cuenta que era un gran derroche permitir que se escurrieran todas esas horas «normales» de mi vida y aún más sufrirlas, como carentes de todo atractivo.
Yo deseo la felicidad cotidianamente… porque sé que un día u otro me moriré. Cada minuto es extremadamente valioso. Mi vida es un regalo y yo cuento con disfrutarla plenamente.
Me di cuenta de que lo que me consumía más eran todos esos momentos en los que me quejaba. Hacer las cosas refunfuñando, enfadarse con el ordenador, protestar cuando vas en coche, comentar los últimos chismes con los demás, lamentarse de los niños, suspirar, renegar, gruñir, lloriquear, refunfuñar… Eso me amargaba la vida y, seamos realistas, era totalmente estéril.
Sin levantar la cabeza de la almohada, mirando fijamente la lámpara que hay encima de mi cama me pregunté sobre mi vida. Yo soy el tipo de persona que dice siempre que «la vida es bella», ¿entonces por qué quejarse? No estaba deprimida, sino en buena forma, más bien alegre y positiva, feliz en mi matrimonio, se me caía la baba con mis hijos, me encantaba mi trabajo… y sin embargo, al margen de las circunstancias, seguía encontrando el modo de protestar y acostarme vacía, frustrada, agotada…
La sensación de ser feliz o desgraciado raramente depende de nuestro estado en abstracto, sino de nuestra percepción de la situación, de nuestra capacidad de estar satisfechos con lo que tenemos.
Dalai Lama
Fue entonces cuando me dije: ¿y si simplemente dejara de refunfuñar?
Sí, lo sé, he escrito «simplemente», pero ahora que escribo estas líneas, después de haber realizado el desafío, sé que no es así de fácil. La idea es sobre todo escoger entre filosofar sobre la felicidad, leer un montón de libros y asistir a seminarios sobre el tema, o bien decidir empezar hoy a hacer todo lo posible para comprometerse a no quejarse en absoluto, ¡¡¡durante veintiún días consecutivos!!! ¡Y después, ver qué pasa!
En Estados Unidos, donde vivo desde hace diez años, ese tipo de desafío en veintiún días para dejar de protestar (o fumar, o empezar a meditar, o perder peso, o expresar gratitud…) son bastante corrientes,3 y me dije: ya no puedo echarme atrás, yo también tengo que hacerlo hasta el final, por mí, por mi vida, por mi familia. En la tercera parte de este libro os doy más detalles sobre el «porqué» de los veintiún días.
Cuando empecé mi desafío, no tenía ni idea de hasta qué punto me quejaba (¡¡¡cuando me di cuenta tuve un sobresalto!!!), ni de qué me iba a aportar cumplirlo.
YO Y LOS QUEJICAS
También tuve ganas de lanzarme a ese desafío después de haber notado hasta qué punto las personas que protestan a mi alrededor acaparan mi energía. Cuando estoy junto a un quejica en el día a día, en la ciudad, en el trabajo, en mi casa, me afecta mucho. Soy sensible a esas «ondas» negativas que esas personas desprenden y que contaminan mi jornada. ¡O bien siento su ira, o mucha empatía con sus quejas, a veces incluso me siento culpable y me pregunto si no protestarán por culpa mía!
¿Y vosotros, hay quejicas en vuestras vidas? ¿Cómo os sentís cuando les oís lamentarse?
Para mí, eso ha supuesto una toma de conciencia. Esa sensibilidad que experimento cuando estoy rodeada de quejicas ha hecho que me diera cuenta de la importancia de quejarme menos yo misma de mi marido, de mis hijos, mis amigos, mis relaciones profesionales e incluso mi equipo.
Si yo también soy sensible a las protestas de los demás, en ese caso debo cambiar.
EL CHASQUIDO
Recuerdo el día concreto en que sentí el chasquido y decidí lanzarme de una vez por todas. Esa conversación conmigo misma en mi cama había tenido lugar varias semanas antes, pero aún no había tenido el valor de lanzarme. Veintiún días consecutivos sin refunfuñar es un gran desafío. Me había puesto multitud de excusas: no tenía tiempo, no era el momento, no tenía ganas de angustiarme con una obligación suplementaria, ni de cargarme con una imposición nueva.
Y, sin embargo, un día que estábamos con un grupo de amigos muy íntimos, sentí ese chasquido. Comíamos todos juntos en casa de mi amiga Sabine, que tuvo la amabilidad de recibirnos. Una comilona de domingo con toda una retahíla de niños que corrían por todas partes, mientras los padres prolongaban el festín alrededor de un café. Fue entonces cuando empezamos a hablar de las personas que se quejan constantemente. Nos pusimos todos de acuerdo, estar rodeado de quejicas es destructivo. Y allí, me oí decir: «Ah, las personas que se quejan constantemente, la verdad es que es inútil, pierden el tiempo…». De repente tuve un flash, ¡me di cuenta de que estaba quejándome de los quejicas!
Me hizo falta esa toma de conciencia para decidirme a actuar, a salir de esta espiral, de esta costumbre que no me conviene. Y así es como nació el desafío «Dejo de refunfuñar». Hice un pequeño vídeo, y lo colgué de inmediato en un blog (www.jarretederaler.com), subí el vínculo a las redes sociales… y la información empezó a circular. Al cabo de unos días, varios blogueros conocidos difundieron a su vez el mensaje, después me invitaron al programa de la RMC Dos minutos para convencer. Varias semanas después la prensa (la revista mensual Psychologies y el semanario Le Pélegrin) publicó artículos sobre mi blog. ¡Obviamente, ese desafío no solo me interesaba a mí! ¡Y ahora, si tenéis este libro en las manos, es porque el mensaje también os motiva a vosotros!
Opté por no dar este paso a escondidas, en silencio. Lo quise compartir a través del blog, contar en voz alta mi evolución para recibir apoyos. El blog ha tenido ese efecto, me ha permitido hacer un balance cotidiano y comunicarme con mis lectores para sacar conclusiones provechosas de este desafío. Al final de este libro encontraréis ejercicios y un entramado de preguntas que os permitirán también hacer ese balance y sacar conclusiones.
GRACIAS, GANDHI
Al iniciar ese desafío, sentí que me guiaba la sabiduría de Gandhi: «Sed el cambio que deseáis ver en este mundo».
La idea es cambiarse uno mismo en lugar de dedicar tiempo a criticar a los demás. Si me exasperan las personas que se quejan, he de empezar por dejar de refunfuñar yo, porque sermoneando no se cambia el mundo, sino dando ejemplo. Yo no puedo pretender cambiar a los demás, pero lo que sé seguro es que yo puedo cambiar.