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efunfuñar es una actitud, una costumbre del carácter a menudo ligada a la cultura ambiental. En Bali o en la isla Mauricio las personas no se quejan porque aceptan lo que la vida les ofrece, sin tratar de calificarlo como positivo o negativo. En Estados Unidos se quejan bastante poco, pero por otras razones: prefieren actuar…
En Francia nos quejamos mucho. Jean Cocteau decía de nosotros los franceses: «Los franceses son italianos de mal humor». En una sociedad vertical como la nuestra, criticar proporciona un sentimiento de ser «mejores» que aquellos a quien criticamos… Por otra parte eso también es lo que, extrañamente, nos prohíbe ser positivos: un sondeo publicado en otoño de 2011 revelaba que el 41 por ciento de los franceses pensaba que si fueran amables se les consideraría unos imbéciles… Y ese estado de ánimo no data de ayer. En 1963, Michel Audiard ponía en boca de Jean Gabin en Melodie en sous-sol: «Lo esencial es quejarse. Eso da buen tono».
Pero sin duda existe otro motivo absolutamente inconsciente. Refunfuñar permite disfrutar de las propias imperfecciones… o más bien de lo que se considera una imperfección. En una sociedad donde desde la infancia es habitual destacar los errores del alumno durante el aprendizaje, en lugar de valorar sus aciertos, ¿no se contribuye a la falta de autoestima del adulto en que se convertirá?
El quejica obtiene pocos beneficios secundarios por su actitud, pero no sabe que expresándose de ese modo, cava su propia desgracia cotidiana. Aunque quejarse compensa superficialmente ciertas heridas del ego, no las cura…
En un momento u otro, todo el mundo puede dejarse atrapar en ese engranaje infernal que, si no estamos prevenidos, rápidamente puede convertirse en una forma de funcionar. Pero solo con tomar conciencia de ello no basta: ya que en ese caso existe el peligro de agravarlo… quejándose de uno mismo. Por consiguiente, la única pregunta pertinente es: «¿Cómo librarse de ello?».
Christine Lewicki ha escrito este libro para todos aquellos que no quieren pasar quince años en un diván que un día abandonarán quejándose de su psiquiatra. Tiene un gran mérito, una característica irremplazable que lo ha convertido en una obra ineludible: su autora conoce el tema, porque ella misma ha afrontado el problema… En resumen, ¡sabe de lo que habla! De manera que, lejos de ser la obra de un teórico distante, que dirige una mirada fría y analítica sobre un fenómeno extraño para formular recomendaciones racionales surgidas de un recorrido puramente intelectual, este libro se apoya por el contrario en una vivencia, en una realidad sensible, una confrontación con lo cotidiano: tiene el sabor, el olor y la fuerza de la experiencia. Es precisamente eso lo que lo convierte en un libro valioso, un libro necesario. No solamente para uno mismo; también para el mundo: ya que quejarse es degradar el mundo llamando la atención de cada uno sobre lo que no funciona. What you focus on expands,1 dicen los norteamericanos. A fuerza de resaltar los problemas, los olvidos, los fallos, las imperfecciones y demás defectos, de darles una importancia que no tienen, les damos la oportunidad de dominar nuestras vidas.
Es la propia vida la que se impregna de ese modo del perfume de la decepción y se viste con el color sombrío de la insatisfacción.
Al fin y al cabo, deberíamos emitir una única queja en la vida: la última.
LAURENT GOUNELLE, especialista en desarrollo personal.