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EL PRESTAMISTA DOMÉSTICO DE ÚLTIMO RECURSO
El distintivo en el desarrollo del «arte del Banco Central», durante los últimos doscientos años ha sido la evolución del concepto de prestamista de último recurso. La expresión deriva del francés dernier ressort, y se centra en la última jurisdicción legal a la que puede apelar un justiciable. El término se ha anglicanizado, y ahora el énfasis está en las responsabilidades del prestamista más que en los derechos de los prestatarios.
La idea es que el prestamista de último recurso puede y debe evitar una conversión por parte de depositarios y otros inversores de los activos reales y de activos financieros sin liquidez en dinero mediante el aporte de las cantidades de dinero que se necesiten para satisfacer la demanda; el concepto es una «aportación elástica de dinero» que se amplía para cubrir la demanda durante los pánicos. ¿Cuánto dinero? ¿A quién? ¿Con qué condiciones? ¿Cuándo?
El dilema para el prestamista de último recurso —el argumento del riesgo moral— es que si los propietarios y gestores de los bancos creen que sus empresas recibirán ayuda en momentos de crisis, serán menos precavidos en la extensión de los créditos durante el próximo auge. El bien público de que ese crédito podría proporcionarlo el prestamista de último recurso debilita la responsabilidad de los prestamistas privados para asegurarse de que conceden préstamos «sensatos». Sin embargo, si en un pánico la conversión de títulos y bienes en dinero no se puede detener, la falacia de la composición acaba en el centro del escenario. La venta de estos activos por parte de los inversores provoca una caída en sus precios con la consecuencia de que un gran número de empresas anteriormente solventes y bien capitalizadas se vean abocadas a la quiebra.
La oposición al prestamista de último recurso no ha dejado de existir nunca. El ministro del Tesoro público de Napoleón, François Nicholas Mollien, escribió con fuerza contra los instintos intervencionistas de su mentor, que quería salvar las manufacturas obsoletas dañadas por el Sistema Continental (bloqueo); afirmaba que iniciar este camino solo iba a hundir cada vez más al Tesoro[1]. Louis Antoine Garnier-Pagès, ministro francés de finanzas en 1848, afirmó más tarde que era útil precipitar una crisis para que fuera menos duradera: «No hagas nada para salvar la rente, limpia las acciones; vende mercancía». Afirmaba que esta política contribuyó a la brillantez de la recuperación francesa de 1850 a 1852[2]. Murray Rothbard afirmaba que «cualquier apoyo a posiciones tambaleantes pospone las liquidaciones y agrava las condiciones inestables[3]». La formulación más mordaz es la de Herbert Spencer: «El resultado final de proteger al hombre de los efectos de la locura es poblar el mundo con locos[4]».
Semejantes opiniones son comprensibles en una época darwiniana.
El origen del concepto
La desarrollo del prestamista de último recurso evolucionó a partir de las prácticas del mercado. Ashton considera que el Banco de Inglaterra ya era el prestamista de último recurso en el siglo XVIII[5], aunque esta afirmación no se corresponde demasiado con su consideración de que «mucho antes del establecimiento por parte de los economistas de las reglas para tratar las crisis, se reconocía que el remedio [para una crisis financiera] era que la autoridad monetaria (el Banco de Inglaterra o el gobierno británico) realizara una emisión de emergencia de algún tipo de papel que los banqueros, los mercaderes y el público en general querrían aceptar. Cuando se hacía esto, el pánico se calmaba.»[6]
La indecisión sobre si el banco central o el gobierno eran la autoridad monetaria última sigue presente en la actualidad y apoya la afirmación de que el Banco de Inglaterra apareció como el prestamista de último recurso en el siglo XVIII. E. V. Morgan mantiene que el ejercicio de sus responsabilidades por parte del Banco de Inglaterra se vio retrasado por la acción del gobierno de emitir billetes del Exchequer en 1793, 1799 y 1811, y por eso el Banco asumió su papel como prestamista de último recurso gradualmente a lo largo de la primera mitad del siglo XIX «a pesar de la oposición de los teóricos[7]». El mismo proceso evolutivo se puede ver en el Banco de Francia. En 1833 la mayoría del Consejo General rechazó la idea de Hottinguer de una política siguiendo el modelo inglés, así como la petición de Odier de una política completamente nueva, y concluyó que la función principal del Banco de Francia era defender el franco francés. No se debían temer las salidas de capital. Los tipos de interés no se debían mantener artificialmente bajos o se animaría a la especulación y se intensificaría la crisis. Sin embargo, cuando ocurriera una crisis, el Banco debía proporcionar descuento abundante y barato para moderar su intensidad y acortar su duración[8].
El papel de prestamista de último recurso no fue respetable entre los teóricos hasta la aparición de Lombard Street de Bagehot en 1873, aunque sir Francis Baring había llamado la atención sobre la idea a finales del siglo XVIII[9] y el clásico de Thornton Crédito Papel desarrolló tanto la doctrina como los contraargumentos en su análisis de los problemas financieros de los bancos rurales ingleses[10]. Bagehot situaba el origen de la doctrina en David Ricardo y su afirmación ante el Comité parlamentario sobre Bancos de emisión en 1875: «La doctrina ortodoxa expuesta por Ricardo es que existe una etapa en un pánico en la que se deben eliminar las restricciones de emisión de moneda legal[11]». Bagehot había articulado la doctrina en su primer artículo publicado, escrito en 1848, al comentario sobre la suspensión del Bank Act de 1844 durante el pánico de 1847:
Es un gran defecto de una circulación puramente metálica que su cantidad no se pueda ajustar con rapidez ante cualquier demanda repentina… Ahora que el papel moneda se puede suministrar en cantidades ilimitadas, por muy repentina que sea la demanda, no nos parece que exista ninguna objeción al principio de la emisión repentina de papel moneda para satisfacer una extensión grande y repentina de la demanda… De este poder de emitir billetes se puede abusar con facilidad… Solo se debería usar en casos raros y excepcionales[12].
Algunos analistas siguen rechazando la doctrina y mentes poderosas han argumentado a ambos lados del asunto. ¿Nos debemos preocupar por el pánico presente o por el siguiente auge, por la situación o por el principio? «Hay momentos en que no se pueden romper las reglas y los precedentes; otros en los que no se pueden mantener con seguridad.»[13] El dilema radica en que romper la regla crea un nuevo precedente y una regla nueva. Lord Overstone, el distinguido teórico de la Escuela Monetaria, se opone con fuerza a la expansión del suministro de moneda en una crisis, pero admite con reticencias que un pánico puede necesitar «que el poder, que deben poseer necesariamente todos los gobiernos, de ejercer una interferencia especial en casos de emergencia inesperada y de gran necesidad del Estado[14]». En una ocasión planteó una resonante defensa metafórica: «Hay un antiguo proverbio oriental que dice que una fuente la puedes taponar con una horquilla, pero que si se desborda, puede arrasar ciudades enteras a su paso[15]». Friedman y Schwartz han flirteado de manera similar y metafórica con la doctrina del prestamista de último recurso:
La historia detallada de cada crisis bancaria de nuestra historia demuestra lo mucho que depende de la presencia de uno o dos individuos destacados dispuestos a asumir la responsabilidad y el liderazgo… El colapso económico tiene con frecuencia las características de un proceso acumulativo. Deja que supere cierto punto, y durante un tiempo tendrá la tendencia a ganar fuerza por su propia inercia… Aunque no se necesite mucha fuerza para detener la roca que inicia una avalancha, de eso no se deduce que la avalancha no vaya a ser de grandes proporciones[16].
La paradoja es el equivalente al dilema del prisionero. Los bancos centrales deberían prestar libremente para detener el pánico, pero dejar solos a los mercados con sus propios mecanismos para reducir la posibilidad de pánicos futuros. Un dilema: la actualidad domina inevitablemente la contingencia, hoy gana a mañana.
La Bank Act de 1844 representó una victoria para la Escuela Monetaria, que defendía un suministro fijo de dinero, frente a la Escuela Bancaria, que pensaba que resultaba útil que creciera el suministro de dinero a medida que creciera la producción y el comercio. Ambas escuelas estaban preocupadas con el largo plazo más que con el corto plazo, y ninguna de ellas probaba el incremento del suministro de dinero como un expediente temporal para enfrentarse a una crisis. Cuando se consideró la Bank Act, se rechazó la idea de que el gobierno tuviera el poder de suspender sus provisiones en una emergencia. Después de 1847 y de nuevo después de 1857, cuando se demostró necesario suspender la Bank Act y emitir más moneda como último recurso, el Parlamento inició investigaciones para determinar si había necesidad de cambiar la legislación. Ambas investigaciones concluyeron que no era deseable fijar un método para suspender la ley, aunque la suspensión había resultado útil y necesaria. Para limitar el establecimiento de un precedente, a los intermediarios que se habían convertido en prestatarios repentinos «ansiosos de adelantos incalculables en 1857 se les dijo que no volviesen a esperar algo similar[17]». El principio de tener una regla para romperla si era necesario estaba tan ampliamente aceptado que tras la suspensión de 1866 no hubo ninguna exigencia de una nueva investigación.
En la década de 1850 Jellico y Chapman propusieron reglas para ajustar el tipo de descuento del Banco de Inglaterra al estado de sus reservas mediante una fórmula matemática establecida en la legislación. Wood les criticó por no tener un conocimiento real de las transacciones bancarias y los métodos de procedimiento[18]. Robert Love, canciller del Exchequer en junio de 1875, presentó una ley que autorizaría un aumento temporal de los billetes del Banco de Inglaterra a cambio de títulos extranjeros (bajo ciertas contingencias, incluidos los pánicos), una tasa bancaria por encima del 12% y un cambio favorable con el extranjero. La ley estaba tabulada y fue sometida a una primera lectura el 12 de junio, pero nunca fue sometida a una segunda lectura y fue retirada en julio[19]. Se estaba de acuerdo en que las reglas duras y rápidas no eran funcionales. The Economist y Bagehot pensaban que lo correcto era que el Banco de Inglaterra más que los propios bancos debía tener las reservas necesarias para que el país superara un pánico. El señor Hankey, un antiguo gobernador del Banco, la llamó «la doctrina más maligna planteada nunca en el mundo monetario o bancario en este país; es decir que la función propia del Banco de Inglaterra es tener dinero siempre disponible para abastecer las demandas de banqueros que han conseguido que sus activos no sean negociables[20]». Sin embargo, el público se puso al lado de Bagehot y actuó en contra de Hankey y de la teoría. Si la expansión del crédito en los períodos de auge no se puede controlar, entonces se deberían adoptar medidas para detener la contracción del crédito durante las crisis.
¿Quién es el prestamista de último recurso?
La falta de un acuerdo claro en Gran Bretaña sobre si debía ser el Tesoro el que aliviara los pánicos a través de una emisión de billetes del Exchequer o en su lugar el Banco de Inglaterra debería descontar con libertad fijando una tasa de castigo, incluso si era necesario suspender los límites impuestos por la Bank Act de 1844, ya se ha analizado con anterioridad. La incertidumbre sobre la respuesta a estas preguntas puede ser lo óptimo, junto con la pregunta de si las autoridades gubernamentales rescatarán a las empresas con problemas y si llegarán a tiempo. Estas no eran indicaciones explícitas para un prestamista de último recurso en Gran Bretaña y no existía ninguna regla fija de qué agencia debía cumplir este papel. En 1825 el Exchequer no fue la instancia seleccionada. La tarea se otorgó decididamente al Banco de Inglaterra cuya aceptación reticente fue «la respuesta malhumorada de un hombre presionado[21]». En 1890 se utilizaron las garantías en lugar del Banco o del Exchequer. Gradualmente la responsabilidad fue recayendo en el Banco, lo que condujo a Alfred Marshall a escribir que «su consejo de dirección se empezó a considerar en casa y en el extranjero como un comité de seguridad de los negocios ingleses en general[22]».
En la década de 1830 el Banco de Francia ya había estado de acuerdo en que tenía responsabilidades en una crisis, pero pensaba que también tenía otras responsabilidades, como asegurar el monopolio de la circulación de los billetes bancarios, lo que permitió que dejasen quebrar los bancos regionales en 1848 y después convertirlos en filiales (comptoirs). Las provincias temían a París y su preocupación era que en una crisis París primero prestaría atención a sus propias necesidades a expensas de las regiones, y además querían el privilegio de la emisión de billetes. Pero cuando Le Havre necesitó ayuda, después de comprar su propio banco, que tenía demasiados préstamos industriales poco líquidos, incluyendo algunos a astilleros e importadores de algodón, el Banque du Havre recurrió a París en 1848 en busca de ayuda. «El regreso no fue glorioso. El Banco de Francia había sido implacable.»[23] Se negó a prestar a cambio de hipotecas, diciendo: «Los estatutos lo prohíben, y habéis rechazado un comptoir[24]».
El Banco de Francia tuvo dudas sobre este tema a pesar de que quería destruir los bancos regionales. Desde América, Chevalier observó que el Banco de Francia había descontado libremente en 1810, 1818 y 1826 —con Jacques Laffitte como gobernador en los dos primeros años—, realizando grandes esfuerzos para sostener el comercio; pero le faltó el mismo valor en la crisis de 1831-1832[25]. En 1830, después de la revolución, la tarea se dejó a las autoridades locales. Un banco regional, gestionado con honestidad pero sin prudencia, amenazaba una crisis provincial. El síndico general intentó descontar su papel dudoso, aparentemente después de consultar con París, donde, según testificó Thiers, después «de una reflexión madura el interés público se puso por encima del interés del ministro de Finanzas, M. Louis», «con resultados felices», es decir, se evitó el colapso del banco y el tumulto que habría seguido[26].
Después de que el Banco de Francia consiguiera su monopolio en la emisión de billetes y la conversión en filiales de los bancos en las regiones, el Banco empezó a actuar como prestamista de último recurso. Sus estatutos exigían que descontasen solo papel respaldado por tres firmas; por eso se convirtió en una tarea producir dicho papel aceptable. Por toda Francia se establecieron sesenta comptoirs d’escompte, así como una serie de sous-comptoirs, organizados por diferentes ramas del comercio para depositar acciones sobre bienes y emitir papel con esa garantía. Con los nombres de los mercaderes, del sous-comptoir y de un comptoir, el Banco de Francia podía descontar el papel y aliviar la crisis de liquidez. Louis Raphael Bischoffsheim de Bischoffsheim & Goldschmidt se burló de la exigencia de tres nombres. «El número no es importante. Con malas firmas se pueden recoger 10 en lugar de tres. Yo prefiero uno bueno a 20 malos.»[27] Después de superar la crisis, una serie de comptoirs acabaron controlados por banqueros, mercaderes e industriales, y se convirtieron en bancos normales. El más famoso de este grupo, el Comptoir d’Escompte de París, ocupó un lugar entre los principales bancos del país[28].
El Crédit Mobilier de los hermanos Pereire no fue salvado en 1868; el Banco de Francia se negó a descontar su papel, lo que se podría interpretar como una venganza de la clase dirigente contra un extraño como castigo hacia el Banque de Savoie por no conceder la emisión de billetes al Banco de Francia cuando los Pereire tomaron el control del banco de Saboya después de que la región fuera entregada a Francia por Italia en 1860[29]. La interpretación alternativa fue que se trataba de una negativa totalmente normal de un prestamista de último recurso para eliminar a una institución insolvente[30]. Cameron acusa al Banco de Francia de dirigir una guerra de guerrillas contra los hermanos Pereire en interés de una pelea entre los Rothschild y los Pereire que se remontaba a la década de 1830[31].
El Banco de Francia y los banqueros de París no salieron al rescate de la Union Générale en 1882, pero siete años más tarde rescataron el Comptoir d’Escompte de París. Los críticos con el Banco de Francia explican la diferencia de actitud frente a la venalidad. Una posición mucho menos emocional asegura que la segunda quiebra de un banco grande en siete años habría destruido por completo el sistema bancario francés y que por eso Rouvier, el ministro de finanzas, adoptó las medidas necesarias para que el Banco de Francia y los bancos de París adelantasen 140 millones al Comptoir d’Escompte[32]. En la operación de la Unión Générale, como se señaló en el capítulo anterior, los bancos de París se retiraron de la actividad especulativa cuando empezó a alcanzar su cima en agosto de 1881 y adelantaron 18,1 millones de francos a la Union Générale después del crac durante el enero siguiente más para permitir su liquidación ordenada que para salvar el banco[33]. Dirigido por los Rothschild y Hottinguer, e incorporando el Comptoir d’Escompte y la Société Générale (pero no los rivales lioneses de Bontoux, el Crédit Lyonnais), el consorcio representaba al establishment, en el que no era realmente necesario diferenciar entre el Banco de Francia y los principales bancos privados (hautes banques) y los bancos de depósito.
En Prusia en 1763 el rey era el prestamista de último recurso. En 1848 varias agencias estatales, incluido el Banco Prusiano, la Seehandlung y la Lotería prusiana trataron en vano de ayudar al banco de Colonia A. Shaaffhausen, antes de permitirle que se reorganizara como un banco por acciones. En ausencia de un banco central en 1763, 1799 y 1857 el gobierno de la ciudad de Hamburgo, la cámara de comercio y los bancos, todas y cada una de las principales agencias, tomaron parte en la operación de rescate.
La experiencia de los Estados Unidos es especialmente pertinente a la cuestión de la identidad del prestamista de último recurso. Existió cierta ambigüedad de si el First Bank of the United States y después el Second Bank of the United States eran prestamistas de último recurso, a pesar de la designación del banco en cada caso como el instrumento elegido. En varias ocasiones, el Tesoro de los EE. UU. asistió a los bancos mediante la aceptación de recibos de sus clientes sobre billetes girados a treinta días (1792), realizando depósitos especiales de fondo gubernamentales en los bancos que tenían problemas (1801, 1818 y 1819), y relajando las exigencias que un banco comercial paga al Bank of the United States en especie (1801[34]). Después del fracaso en la renovación de los estatutos del Second Bank of the United States en 1833, el Tesoro de los EE. UU. estuvo aún más ocupado, tanto antes como después de la aprobación de la ley de 1845 que exigía que el Tesoro mantuviera sus fondos alejados de los bancos. En momentos de crisis y en períodos de escasez provocados por movimientos del grano, el Tesoro de los EE. UU. pagaría interés o amortizaría sus deudas por adelantado, realizando depósitos en los bancos, ofreciéndose a aceptar títulos que no fueran bonos gubernamentales como aval por el depósitos de fondos gubernamentales. Los bancos empezaron a mirar al secretario del Tesoro en busca de ayuda en las emergencias y para aliviar las estrecheces estacionales. En otoño de 1872, el secretario del Tesoro George S. Boutwell sirvió como prestamista de último recurso al remitir los greenbacks retirados, lo que podría considerarse ilegal. Su sucesor, William A. Richardson, hizo lo mismo al año siguiente[35].
El Tesoro de los EE. UU. podía absorber dinero en depósitos y pagar dinero en efectivo sobrante que había adquirido previamente, pero excepto por el período de los greenback, no podía crear dinero. Así, el Tesoro era insatisfactorio como prestamista de último recurso, al menos que hubiera incrementado sus reservas en efectivo de los superávit presupuestarios. En 1907, cuando sus reservas en efectivo eran bajas, el Tesoro emitió bonos nuevos —50 millones de dólares de bonos del Canal de Panamá, que se podían presentar como garantía para los billetes del banco nacional, y 100 millones de dólares al 3% en certificados de endeudamiento— con la esperanza de que atrajese el efectivo y en especie que estaban atesorados. Al final, la crisis se evitó con la llegada de más de 100 millones de dólares desde Gran Bretaña[36]. Además, los mecanismos utilizados para enfrentarse a la crisis se crearon ad hoc. Un análisis de la crisis de 1857 sugiere que el gobierno federal fue incapaz de intervenir con eficacia y que el público, incluidos los bancos, quedaron sin dirección para enfrentarse a la crisis[37]. De hecho, la intervención resultó ser excesiva y demasiado temprana.
La compleja historia de las intervenciones del Tesoro de los EE. UU. plantea la cuestión de si el mercado no se tendría que haber regulado por sí mismo y, si hubiera sido así, cómo. O. M. W. Sprague, el historiador de las crisis bajo el Sistema de Banca Nacional de la Comisión Aldrich de 1910, creía que los bancos deberían haberse responsabilizado de asegurarse de que tenían reservas suficientes para hacer frente a todas sus necesidades[38]. Pero Sprague era impreciso sobre qué bancos debían tomar esta responsabilidad o por qué dicho deber recaía en ellos ante la ausencia de una responsabilidad fijada en la legislación. ¿Nobleza obliga? ¿Deber? Una serie de afirmaciones de Sprague indican por qué un número limitado de bancos de Nueva York tenía la obligación de estabilizar el sistema y comportarse de modo diferente a los otros bancos.
Durante el período anterior a la crisis de 1873, unos 15 de los 50 bancos de Nueva York tenían casi la totalidad de los depósitos bancarios en la ciudad, y 7 de ellos guardaban entre el 70 y el 80% de estos depósitos. Estos 7 bancos eran responsables director del movimiento satisfactorio de la maquinaria de crédito del país (p. 15).
Siempre se tiene que recordar que en ausencia de una institución central importante, como existe en otras naciones comerciales, los bancos asociados son el último recurso en este país, en momentos de necesidades financieras, y la prosperidad nacional depende en gran medida de su estabilidad y buena gestión. (Del informe del New York Clearing House del 11 de noviembre de 1873, p. 95).
La característica fundamental de nuestro sistema bancario tuvo su ilustración [en 1890], que para una necesidad extraordinaria de dinero las reservas de los bancos del país son un activo que no se utiliza. Las pruebas estaban en contra sobre cuál debería haber hecho recaer sobre las instituciones de la ciudad las grandes responsabilidades que habían incurrido al atraer las reservas de otros bancos (p. 147).
Los bancos de Nueva York normalmente no mantenían las grandes reservas que exigían las responsabilidades de su posición (p. 153).
Existía la posibilidad de que la contracción de los créditos por parte de los bancos extranjeros, las compañías fiduciarias y los prestamistas extranjeros coincidiera, creando una situación… que podría resultar imposible si en las épocas normales los bancos de compensación importantes no ejercían una gran cautela y mantenían grandes reservas (p. 230).
El fracaso de los bancos, que mantenían las últimas reservas del país, para estar a la altura de las responsabilidades de su posición resulta evidente en otra dirección más. Aunque no se podía prever el momento exacto del estallido de la crisis de 1907, la inminencia de un período de reacción comercial era probable desde hacía tantos meses que se podrían haber esperado razonablemente medidas de precaución por parte de estos bancos, si no de los bancos y del público en general (pp. 236-237).
Los bancos extranjeros no sentían ninguna responsabilidad por el curso del mercado. Sería natural que se retirasen del mismo cuando los negocios en casa necesitaban más fondos o cuando empezaron a desconfiar de su futuro. Por eso es necesario que los bancos locales sean capaces en todo momento de respaldar al menos una parte de sus créditos, que podrían liquidar los bancos extranjeros, y también para suministrar dinero con el que estos se aseguraban el poder de retirarse (p. 239).
Desde luego se trata de un elemento de debilidad en nuestro mercado monetario central que se tenga que obligar a instituciones de crédito influyentes a hacer lo que en definitiva va en su propio interés, así como en interés general (p. 255)… el sentimiento común entre los banqueros de Nueva York era que no se podía esperar razonablemente que enviasen fondos que procedían de créditos realizados en el mercado monetario de Nueva York por parte de bancos extranjeros, y que se liquidaban en una emergencia… Sin embargo, se debe recordar que incurren en responsabilidades a cambio de las ventajas que reciben los bancos de Nueva York por su posición peculiar. Londres mantiene su posición dirigente porque se sabe que el dinero que se presta allí se puede recuperar al instante. De manera similar, Nueva York está cumpliendo con las obligaciones de su posición como nuestro centro monetario doméstico, sin decir nada de asumir futuras responsabilidades internacionales, mientras sea incapaz o no quiera responder a cualquier demanda, por muy poco razonable que sea, que se le pueda plantear legalmente en petición de dinero (273-274).
Sprague creía que el mercado necesitaba un estabilizador y que los bancos no podían depender del Tesoro de los EE. UU. para que les ayudase a proporcionar las necesidades estacionales de dinero, pero tampoco creía que los bancos más grandes y rentables de los EE. UU. pudieran asumir sus responsabilidades. Estos bancos debían ser conscientes de las necesidades estacionales de efectivo, de la perspectiva de que los bancos que no eran de la ciudad retirasen sus depósitos, y del estado de la balanza de pagos internacional. No todos los bancos de Nueva York debían asumir esta responsabilidad, sino únicamente los que cargaban interés sobre los depósitos que no eran de la ciudad, o los más grandes, o aquellos con relaciones estrechas con la Bolsa, o los miembros destacados la Cámara de compensación de Nueva York.
Los banqueros principales de Nueva York llegaron a una conclusión diferente: creían que las dificultades estaban provocadas por la falta de elasticidad del suministro de dinero y así cayeron en la trampa de la Escuela Bancaria. Esta era la doctrina de los billetes reales, la idea de que el suministro de dinero se debía expandir y contraer sobre la base de los cambios en el suministro de billetes comerciales, que representaban los bienes que se movían en el comercio doméstico y exterior. Este incremento en el suministro de dinero no sería inflacionario, y tendría la elasticidad necesaria siempre que se descontase en los bancos y se redescontase en el banco central. No había dudas sobre ello. «Las leyes de las finanzas son bien conocidas y tan seguras en su funcionamiento como las leyes de la física[39]». La lección que aprendieron Frank Vanderlip, Myron T. Herrick, William Barret Ridgely, George E. Roberts, Isaac N. Seligman y Jacob H. Schiff del pánico de 1907 fue que debería existir un banco central que pudiera responder a los aumentos en la demanda de dinero mediante la producción de más dinero[40].
Cierta ambigüedad en la fijación de la responsabilidad última del suministro de dinero puede ser útil porque deja algunas incertidumbres y los banqueros son más independientes, teniendo en cuenta que no existe demasiada incertidumbre de que el mercado está desorientado. En Londres se comprendía vagamente que no debía existir ninguna provisión formal para un prestamista de último recurso, pero que debía existir uno en momentos de crisis. Los políticos intuitivos en el gobierno británico y los banqueros comerciales que dirigían el Banco de Inglaterra pensaron que lo mejor era dejar en la incertidumbre el poder de garantizar la solución, al no otorgarlo completamente al Banco ni por completo al gobierno[41]. Si ofrecer alivio no se encontraba completamente entre los poderes ni del Banco ni del gobierno, sería difícil que resistiesen la presión del público[42].
Nadie tendría la responsabilidad en un grupo demasiado grande. Si solo una entidad era responsable, la presión para que actuase podría ser irresistible. Lo óptimo podría ser un número pequeño de actores, estrechamente vinculados entre ellos en una relación oligárquica, con los mismos objetivos, que aplicasen fuertes presiones para mantener controlados a los estafadores y a los lobos solitarios, y que en última instancia estuvieran dispuestos a asumir la responsabilidad. Para dar un ejemplo más actual, las tensiones en 1975 y 1976 entre los funcionarios de la ciudad de Nueva York, los sindicatos, los banqueros, el Estado de Nueva York, y el gobierno federal sobre quién sería el prestamista de último recurso para la ciudad de Nueva York provocó una alto grado de incertidumbre y animó a Yonkers, Buffalo, Boston, Philadelphia y a otros a no cejar en sus esfuerzos para imponerse; sin embargo, al final se emprendió una acción para salvar Nueva York.
Durante las primeras fases de la crisis de 2008, la Reserva Federal proporcionó crédito para facilitar la adquisición de Bear Stearns por parte de PJMorgan Chase. Esta ayuda puede ser un crédito, pero si las pérdidas son grandes, entonces este compromiso se podría ver como una inversión. Por eso el presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, sugirió que la Administración Bush necesitaba una autorización del Congreso antes de que pudiera realizar nuevas inversiones en los bancos.
La afirmación de Bonelli sobre la crisis de 1907 en Italia ofrece un relato conmovedor de un buen lío. La Società Bancaria Italiana estaba en quiebra y arrastraba a una serie de pequeñas empresas financieras, mercantiles e industriales. Un consorcio de los bancos más grandes reunió un fondo de apoyo. El Banco de Italia se implicó temprana y profundamente, y casi se comprometió demasiado. Finalmente, el Tesoro salió al rescate, ante la insistencia de Bonaldo Stringher, gobernador del Banco de Italia, y anticipó el pago de los intereses de la deuda nacional y con eso alivió la crisis de liquidez. Bonelli vio que el episodio implicó inevitablemente tanto al Banco de Italia como al gobierno, y sugirió que esta indecisión se podría profundizar si la economía funcionara durante más de diez años sin nadie al mando[43]. Parte de la dificultad puede reflejar la falta de una cohesión suficiente entre Turín, Génova, Milán y Roma, y la consiguiente incertidumbre, dejación de responsabilidad e indecisión.
Cierta incertidumbre era inevitable porque un comité de la Cámara de los Comunes señaló en 1846 que «considerando la imposibilidad de prever las características precisas de las circunstancias» era «lo más adecuado dejar que los que tenga la responsabilidad del gobierno en un momento dado adopten las medidas que parezcan las más adecuadas para la emergencia[44]». Veamos la afirmación de sir Robert Peel sobre el Bank Bill del 4 de junio de 1844:
Tengo una confianza inconmovible en que hemos tomado todas las precauciones que puede adoptar con prudencia la legislación contra la recurrencia de una crisis pecuniaria.
Puede ocurrir a pesar de nuestras precauciones; y si es necesario asumir una grave responsabilidad, me atrevo a decir que se encontrarán hombres dispuestos a asumir semejante responsabilidad[45].
George Harrison, el presidente del Banco de la Reserva Federal de Nueva York a finales de la década de 1920, abrió de par en par la ventana del descuento durante el crac de la Bolsa en octubre de 1929 y después fue criticado por el Consejo de Gobernadores en Washington cuando la Reserva Federal de Nueva York compró 160 millones de dólares en bonos del gobierno en el mercado abierto en octubre y otros 210 millones en noviembre. El Consejo de Gobernadores estaba resentido con el Banco de Nueva York a causa del reciente dominio del sistema por parte de Benjamin Strong (que murió en 1928), y tuvo pocos escrúpulos en tirar de las riendas de Harrison cuando intentó emular a Strong llenando el vacío de poder con un liderazgo fuerte. La ambigüedad sobre si habrá un prestamista de último recurso, y quién será, puede ser lo óptimo en una sociedad muy entrelazada. La división en experiencia y previsión entre Washington y Nueva York dificultó una acción más efectiva para enfrentarse al colapso de los precios bursátiles en 1929.
No hubo ningún indicio de crítica o de doble intención cuando el Consejo de la Reserva Federal, bajo la nueva presidencia de Alan Greenspan, se implicó en operaciones expansivas de mercado abierto inmediatamente después del crac del 19 de octubre de 1987, y repartió dinero de alto potencial «a derecha e izquierda», para utilizar la expresión de Bagehot. La Fed bajo Greenspan proporcionó liquidez para frenar la crisis financiera asiática en 1997, la debacle de las finanzas rusas y el colapso de Long-Term Capital Management durante el verano de 1998, en anticipación a la crisis del efecto 2000 en los últimos meses de 1999, y en respuesta a la fuerte caída de los valores bursátiles en 2000 y 2001.
La Reserva Federal bajo la presidencia de Ben Bernanke fue lenta en reconocer la importancia de la burbuja inmobiliaria y el impacto de la implosión de los valores inmobiliarios en los bancos, los mercados financieros y la economía. Solo después del pánico provocado por la quiebra de Lehman Brothers a mediados de septiembre de 2008 la Fed abrió «todas sus ventanas». La Fed estaba dispuesta a aceptar muchos tipos diferentes de avales para los créditos en la ventanilla de descuento. Además, la Fed hizo que en la ventanilla de descuento hubiera dinero disponible para no bancos. La Fed se convirtió en un prestatario directo a los negocios y los activos de la Fed casi se triplicaron en un año.
¿A quién sobre qué?
La regla establecida por Bagehot era que los créditos debían estar disponibles para todo el mundo sobre la base de avales sólidos «siempre que el público los pida[46]». Pero en su testimonio ante la investigación en 1875, dos años después de la publicación de Lombard Street, Bagehot se resistió a la sugerencia de que el préstamo de último recurso recayera sobre un conjunto de comisionados nombrados por el gobierno, porque era posible que concedieran créditos a «personas inapropiadas». Estarían sometidos a presiones políticas, mientras que el Banco de Inglaterra es «una institución alejada del mundo político y no está sometida a presiones políticas[47]».
La sugerencia de Bagehot de que los bancos centrales son inmunes a las presiones políticas parece ingenua. El dilema sobre los avales es que su solidez depende de cuándo y si se consigue detener el pánico; mientras más tiempo dure el pánico, más fuerte será la caída en los precios de los títulos, las letras de cambio y los bienes, y en consecuencia menos sólidos serán los avales. En este caso, resulta necesario analizar el carácter de los prestatarios, algo que según se informó solo consideraba J. P. Morgan. Aquí el dilema se centra el comentario sarcástico de que los banqueros solo prestan dinero a los que no lo necesitan.
Lo normal es que los bancos centrales tengan reglas[48]. Cuando las reglas no se pueden quebrar con facilidad —como la Federal Reserve Act de 1913, que permitía solo tener oro y letras de cambio negociables, pero no títulos del gobierno, como reserva para respaldar los billetes de la Reserva Federal y la demanda de depósitos— con frecuencia surgen problemas. También hay problemas cuando las reglas se rompen con demasiada facilidad. La belleza de la letra de indemnidad del canciller del Exchequer radicaba en que preservaba la regla mientras la violaba y no creaba un precedente, al menos no durante un tiempo. El Banco de Francia y el Reichsbank ocasionalmente solo descontaban papel con tres nombres. Pero la discreción para rechazar papel porque no era «sólido» o al prestatario a causa de su carácter, otorgaba al prestamista de último recurso un poder de vida y muerte que no siempre se utilizaba con total objetividad. La literatura está llena de acusaciones de venalidad contra los directores de los bancos centrales. Se acusó a los directores protestantes y judíos del Banco de Francia de haber castigado a los católicos (y lo que era peor) que respaldaron a la Union Générale en 1882, mientras que salvaron el Comptoir d’Escompte en 1888 que era de su cuerda[49]. En la crisis de 1772, la publicación por parte del Banco de Inglaterra de nuevas reglas sobre el descuento y la negativa a descontar papel dudoso se interpretó como un intento de castigar a las casas judías de Ámsterdam que habían estado muy implicadas en la especulación. Después se produjo la decisión del Banco de rechazar las letras de los bancos escoceses, y finalmente las dejó de descontar, lo que probablemente fue «un paso deliberado para aplastar a un grupo de especuladores holandeses[50]». En particular sufrieron los que estaban fuera. Un sindicato de bancos permitió que el Bank of the United States quebrara en Nueva York en diciembre de 1930 en medio de acusaciones de que lo estaban castigando por sus métodos agresivos[51].
La regla del descuento para todo el mundo con buen papel evolucionó lentamente en Gran Bretaña. Durante un tiempo «la práctica invariable» era respetar los nombres de Londres sobre papel con solo dos meses de validez; pero esta descripción de 1793 viene acompañada de la afirmación de que mientras se había rechazado una petición desde Manchester (junto con otra de Chichester, donde la negativa provocó la quiebra de un banco), se adelantaron 40 000 libras a los bancos en Liverpool. Solo en julio de 1816, rompiendo un precedente rígido, el Banco acordó aceptar «títulos del país de indudable respetabilidad si la firma no puede conseguir suficientes nombres de Londres[52]».
El Banco de Inglaterra concedió adelantos sobre una amplia gama de tipos diferentes de activos mucho más allá del papel con dos nombres. En 1816 el Banco rompió sus reglas contra los préstamos hipotecarios, emprendiendo una «transacción bastante alejada del curso habitual de los negocios» para aliviar la aflicción de la gente pobre en el Black Country[*]. El Banco decidió prestar solo según las normas antiguas «sobre títulos de partes respetables», pero unos pocos años después el Banco empezó un negocio hipotecario regular sobre la base que el volumen de descuentos y en especial los ingresos derivados de los descuentos se habían colapsado: un propósito privado más que público[53]. En cierto momento el Banco concedió préstamos sobre los títulos de una hipoteca de un plantación en las Indias occidentales (al final el Banco ejecutó la hipoteca sobre este préstamo[54]) y sobre tierras sin mejorar en Inglaterra. Las tierras estaban libres de gravámenes hipotecarios pero pertenecían a un duque, un indicio de que el aval y el carácter (o la posición) del prestatario estaban relacionados. No se concedían préstamos sobre tierras en Escocia y en Irlanda[55].
Con la extensión de los ferrocarriles, los descuentos del Banco de Inglaterra se realizaban con el aval de las obligaciones de los ferrocarriles. En 1842, mientras se desarrollaba la segunda manía del ferrocarril, el Banco votó para conceder préstamos ocasionales a empresas en dificultades y en empresas bien escogidas para su desarrollo[56]. El Banco de Francia empezó a prestar a un sindicato de ferrocarriles en 1852; de hecho, fue acusado de apoyar, si no iniciar, la especulación febril en los ferrocarriles[57]. Bagehot creía que el Banco de Inglaterra se había equivocado al no conceder préstamos contra obligaciones de los ferrocarriles cuando sí lo hacía sobre títulos de la deuda pública y de la India; Bagehot consideraba que un ferrocarril estaba menos sometido a accidentes inesperados que el Imperio de la India[58]. Pero los títulos indios estaban garantizados por la Oficina Colonial y en la práctica eran obligaciones del gobierno británico.
Las letras del Exchequer con el aval de bienes, así como las letras del Almirantazgo en Hamburgo. Clapham observa que muchos de los adelantos del Banco en 1825 no se basaban en bienes sino en títulos personales[59]; el Banco prestaba con libertad y no estaba siendo «demasiado simpático[60]». En unas pocas semanas en 1847 el Banco adelantó 2,25 millones de libras por los canales habituales y menos habituales, incluyendo los títulos de la Company of Cooper Miners, a través de los cuales adquirió involuntariamente una fundición de cobre[61].
La regla es que no hay regla. No se presta a los bancos insolventes, excepto para evitar el escándalo que ocurriría si el Lord Mayor de Londres cayera en la bancarrota (1793[62]), o para mantener durante un tiempo la nómina en Newcastle, una ciudad acostumbrada a los desastres bancarios[63]. El Banco de Francia nunca había descontado 4 millones de francos para nadie que no fuera Jacques Laffitte, cuando en 1837 lo solicitó Samuel Welles, un banquero americano; resultó ser una excepción[64]. (La transacción de Laffitte también fue excepcional, con una motivación política). El Consejo General no podía abandonar un banco tan importante, de manera que el banco recibió una línea de crédito de 15 millones de francos[65]. En las crisis de 1830 el Banco de Francia descontó bonos reales y municipales, recibos de efectos bancarios, recibos de depósitos aduaneros, obligaciones de la ciudad de París, y bonos de canales reembolsables por la lotería[66].
Algunas de las decisiones que debe tomar el prestamista de último recurso son fáciles, como si va a descontar las letras del Tesoro. Otras son difíciles, como si debe descontar avales dudosos de bancos dudosos. Los archivos están llenos de empresas a las que se negó la ayuda, quebraron y pagaron 20 chelines por libra, y de bancos a los que se ayudó en una crisis y se dejó quebrar en la siguiente. El apéndice de 241 páginas en el libro de Evans sobre la crisis comercial de 1857 está dedicado a los registros judiciales de bancarrotas en Gran Bretaña entre 1849 y 1858. La lectura resulta dolorosa. G. T. Braine, al que el Banco de Inglaterra negó ayuda en 1848, pagó 20 chelines por libra y acabó con un superávit que fue el doble de la estimación inicial. También se encuentran peticiones de quiebra presentadas por el Banco, como la de Cruickshank, Melville and Co., por el impago de un resto de una letra girada contra otra empresa quebrada que había pagado solo 12 chelines y 6 peniques por libra[67].
Ni siquiera el juicio de la historia resulta siempre útil. El Banco de Inglaterra se negó en principio a ayudar a los tres «bancos W» americanos (Wiggins, Wilsons y Wildes) en otoño de 1836 y después se desdijo y les adelantó un crédito en marzo de 1837. Andréadès señala que el Banco dio un paso valiente y no tuvo ocasión de lamentar su coraje[68]. Clapham, por el contrario, sostiene que el Banco prestó con grandes reticencias y no se sorprendió cuando Wilsons y Wiggins quebraron a finales de mayo, y Wildes poco después, y la consecuencia fue «la historia de una deuda larga y deprimente que duró 14 años[69]». Para Matthews, la ayuda del Banco de Inglaterra a los tres bancos «con la esperanza vana de evitar su suspensión fue una cuestión de falta de juicio, pero actuaron sobre un principio válido[70]».
¿Cuándo y cuánto?
«Demasiado poco y demasiado tarde» es una de las frases más tristes en el léxico de los bancos centrales. Pero ¿cuánto es suficiente? ¿Cuándo es el momento preciso?
La regla de Bagehot consiste en prestar libremente con una tasa de castigo. «Libremente» significa solo a prestatarios solventes y con buenos avales, sujeto a las inevitables excepciones. Significa rechazar los expedientes que los diversos bancos centrales tienen la tentación de aceptar en las crisis. A principios de 1772, el Banco de Inglaterra intentó poner el freno al exceso de comercio mediante una limitación selectiva de los descuentos y fue muy criticado[71]. En 1797 el Banco empezó a prorratear los descuentos, y Foxwell pensó que lo habría podido repetir en 1809[72]. Otra técnica cuando un banco central tiene la sensación de que está demasiado comprometido es endurecer los requisitos para los avales aceptables, acortando la madurez de las letras aceptables de 95 o 90 días a 65 o 60 días, o ampliando el número de nombres necesarios. En mayo de 1783, el Banco de Inglaterra había descontado tanto para sus propios clientes que se alejó de sus prácticas habituales y se negó a conceder adelantos para suscripciones de bonos gubernamentales emitidos dicho año. Clapham comentó que afortunadamente durante ese verano no tuvo lugar ninguna catástrofe pública o privada de las que inician un pánico, porque el Banco había limitado su capacidad para enfrentarse a uno[73]. En este caso el Banco se estaba comportando como un banco privado preocupado por su propia seguridad, más que como una institución pública con la responsabilidad de garantizar la estabilidad del sistema.
El prestamista de último recurso debe suministrar fondos al sistema a través de compras en el mercado libre más que a través de mecanismos de descuento. ¿Cuánto deberá aumentar el banco central el suministro de dinero? ¿Fueron adecuados los 160 millones de dólares en octubre de 1929 y los adicionales 210 millones a lo largo de noviembre de 1929? Según el punto de vista del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, no lo fueron. La Fed de Nueva York operaba bajo una directiva del Consejo de Gobernadores que permitía comprar cada semana 25 millones de dólares en bonos del gobierno. Violó esta regla en octubre al comprar 160 millones de dólares y el 12 de noviembre recomendó al Consejo que el límite de 25 millones de dólares a la semana se debía eliminar y que se debía autorizar al Open Market Investment Committee a comprar 200 millones de dólares en bonos para el sistema. Después de muchas negociaciones, el Consejo aprobó esta petición con reticencias el 27 de noviembre y se compraron 155 millones de dólares entre el 17 de noviembre y el 1 de enero de 1930. Para entonces, los descuentos se estaban agotando con rapidez, los tipos de interés habían caído con fuerza y la necesidad de un prestamista de último recurso —para hacer frente a la liquidación de préstamos a la vista en el mercado— ya había pasado[74].
Algunos monetaristas parecen ambivalentes sobre el papel del prestamista de último recurso. Friedman y Schwartz citan a Bagehot con aprobación para no alimentar el pánico[75]. Afirman que la acción emprendida por el Banco de la Reserva Federal de Nueva York al comprar 160 millones de dólares en octubre de 1929 fue «acertada en el tiempo y efectiva», aunque son ligeramente escépticos con la afirmación de Harrison de que las compras en el mercado libre mantuvieron la bolsa abierta[76]. Friedman se oponía a todo descuento[77]. Una visión ultramonetarista sostiene que las operaciones en el mercado libre durante ese período representaron una renovación de la inflación del crédito de la década de 1920[78]. Pero la mayoría de los monetaristas creen que no hay necesidad de tener un prestamista de último recurso siempre que el suministro de dinero aumente a una tasa constante. En retrospectiva, las operaciones en el mercado libre fueron deplorablemente inadecuadas en las semanas desde mediados de octubre a finales de noviembre de 1929. Permitieron que los bancos de Nueva York asumieran los préstamos a la vista de los bancos de fuera de la ciudad, pero al coste de reducir la cantidad de crédito disponible para la compra de acciones, materias primas y bienes inmobiliarios, lo que condujo a la caída de sus precios y desencadenó la depresión[79].
La oportunidad temporal del Consejo de la Reserva Federal bajo la presidencia de Alan Greenspan durante el Lunes Negro del crac de octubre de 1987 fue impecable, así como la ayuda para el mercado de capital de los EE. UU. cuando el colapso de Long-Term Capital Management en septiembre de 1998.
Acertar el momento exacto presenta un problema especial. Cuando el auge se encamina hacia un crescendo, se le debe ralentizar sin precipitar un pánico. Después de ocurrir el crac, es importante esperar el tiempo suficiente para que las firmas insolventes quiebren, pero no tanto como para que la crisis se pueda extender a las empresas solventes que necesitan liquidez; «retrasando la muerte de los nadadores fuertes», como lo expresó Clapham[80]. En un discurso durante un debate sobre la letra de indemnidad el 4 de diciembre de 1857, Disraeli citó al líder de «una de las casas de descuento más grandes de Lombard Street», sin aclarar el nombre de la empresa, que decía que «si no hubiera sido por cierta información privada que le llegó en el sentido de que en caso de una presión extrema habría una interferencia por parte del gobierno, en ese mismo instante habría abandonado la idea de seguir luchando y [que] solo fue con esta comprensión tácita que siguió con el negocio»[81]. Se podrían plantear dudas sobre la equidad de la información privada y de la comprensión tácita para los que están dentro pero no para los que quedan fuera. Aun así, el comentario subraya la importancia de encontrar el momento. Si demasiado pronto y demasiada cantidad es peor que demasiado poco y demasiado tarde resulta una cuestión difícil de responder.
En 1857 el Tesoro de los EE. UU. salió al rescate demasiado pronto y ayudó a que se inflase aún más. En 1873 la respuesta fue demasiado lenta, sin que se tomara ninguna medida durante la primera parte del año[82]. Sprague se refiere al «retraso desafortunado de la casa de descuento», es decir, la lentitud de todas las autoridades para responder a la crisis de 1907, en la que, como en ninguna otra crisis desde la Guerra Civil, se permitió que las cosas siguieran su curso durante demasiado tiempo[83].
Si se acepta la necesidad de un prestamista de último recurso después de un auge especulativo y se cree que las medidas restrictivas no van a ralentizar el auge sin precipitar su colapso, el prestamista de último recurso se enfrenta a los dilemas de la cantidad y del tiempo. Estos dilemas son más serios en las operaciones de mercado libre que con un sistema de descuento. En este último caso, Bagehot especificó la cantidad correcta: todo lo que asuma el mercado —a través de casas solventes ofreciendo avales válidos— con una tasa de castigo. Con las operaciones en el mercado libre la decisión de las autoridades es más difícil, pero Bagehot tenía razón en que no se debía ahogar al mercado. Dada una restricción de crédito en el sistema, más es más seguro que menos, puesto que el exceso se puede eliminar más tarde.
El tiempo es un arte. Eso no dice nada… y lo dice todo.