Lunes por la noche

Cuando el abogado finalmente llegó, Sjöberg lo acompañó con paso decidido por los pasillos hasta el lugar donde se encontraba el detenido, al que habían trasladado de nuevo de la prisión preventiva a la sala de interrogatorios. Tenía los dos ojos amoratados y la nariz hinchada. Sjöberg ya estaba al corriente de lo ocurrido, por lo que no hizo ningún comentario.

Tras explicarle la situación al abogado, retomaron el interrogatorio y esta vez Sandén y el comisario mostraron una actitud notablemente más agresiva hacia el sospechoso.

—Sabemos que lo has hecho tú —empezó Sjöberg con la mirada oscurecida por la convicción y en un tono intimidante que dejaba entrever más su preocupación por el fracaso en la comparación de las huellas dactilares que su aversión hacia el detenido.

—Tenemos tu pisada en el jardín, y lo más probable es que eso sea suficiente para declararte culpable en un juicio —mintió Sandén, pero el abogado era perspicaz.

—¿Y las huellas dactilares? ¿Han terminado con los análisis?

—Por lo que parece, las huellas dactilares pertenecen a otra persona —reconoció Sjöberg—. No obstante, tenemos un testigo que afirma que vio al detenido delante de la casa de Ingrid Olsson junto con otro hombre en torno a la hora del asesinato de Hans Vannerberg. Damos por sentado que tenías un cómplice —continuó Sjöberg dirigiéndose a Thomas—. Sé que despreciabas a Hans Vannerberg; lo odiabas con todas tus fuerzas y lo que más deseabas en el mundo era su muerte, ¿no es así?

Thomas intercambió una mirada con el abogado, que le indicó con la cabeza que respondiera a la pregunta del policía. Miró a Sjöberg directamente a los ojos y el comisario se sorprendió al creer ver un atisbo de sinceridad en la mirada del hombre cuando respondió.

—No sé si estoy en condiciones de albergar sentimientos tan fuertes. Hans Vannerberg me hizo mucho daño, pero no quiero que la gente muera. Quiero que la gente me vea, aunque al mismo tiempo hago todo lo posible para que no sea así. Nadie me ha visto desde que era un niño, y entonces únicamente me veían porque era feo y raro. No quiero serlo, por lo que me esfuerzo por ser invisible. Vi a Hans, pero no quería que él me viera a mí. Lo seguí para comprobar cómo vive una persona que ha tenido éxito en la vida. No quería matar a Hans Vannerberg, yo quería ser Hans Vannerberg.

Sjöberg se quedó asombrado por el repentino discurso del hombre, pero Sandén no se dejó impresionar.

—¡Y lo mataste porque te dio rabia! —gritó.

—Yo no lo maté, sólo lo seguí. Puede haber más personas a las que trató igual que a mí, personas que se hayan convertido en seres diferentes de mí.

—¿En qué sentido? —continuó Sandén con el mismo tono beligerante.

Thomas guardó silencio unos segundos y luego respondió de un modo reflexivo:

—En mi opinión, si alguien tiene un carácter agresivo y ha sido sometido al mismo trato vejatorio que yo durante su infancia, puede que adopte otras formas de expresarse en la edad adulta.

—¿A qué clase de trato vejatorio te refieres? —inquirió Sandén.

—Hans Vannerberg era un tirano —respondió Thomas con calma—. Era un niño realmente malvado, un sádico. Lo que me hizo durante aquel año en preescolar fue una auténtica tortura. En su caso se trata básicamente de maltrato físico. Me pegaba casi a diario y animaba a los demás niños para que hicieran lo mismo. Era fanfarrón, fuerte, con buena planta; no tenía ningún problema para conseguir que los demás niños hicieran prácticamente cualquier cosa que él les pidiera. Me ataron a una farola y me arrojaron piedras, me escupieron y me golpearon la cabeza contra ella. Me arrancaban la ropa, me embadurnaban la cara con excrementos de perro, me escondían los zapatos para que tuviera que volver a casa descalzo en pleno invierno, me encerraban en el cuarto de la basura, se burlaban de mí, les robaban cosas a otros niños y las metían en mis bolsillos, me empujaban, me ponían la zancadilla y me golpeaban. Y la maestra no hacía nada. Fingía que no pasaba nada. Si eres fuerte, te lo tragas y sigues adelante con la autoestima intacta; si eres débil, te quedas solo y asustado. Creo que también hay una tercera vía. Puedes mantenerte al margen de la normalidad, alejado de todo lo que es sano, y crearte tu propia imagen del mundo. Una imagen que no compartes con nadie más.

Sjöberg no pudo evitar sentirse conmovido por la historia de aquel hombre peculiar. Se imaginó a una de sus hijas, Sara, de seis años, atada a una farola con los gamberros rodeándola. Él seguramente se habría tomado la justicia por su mano y habría recurrido a la fuerza, pero ¿qué habría hecho Sara si nadie lo veía y nadie lo sabía? Sandén también guardaba silencio, y Sjöberg supuso que estaría pensando lo mismo.

—¿Qué vía elegiste tú, Thomas? —preguntó finalmente el comisario.

—Lamentablemente yo soy un tipo débil.

—Pues no pareces muy débil, contándonos todo esto.

—Nunca se lo he contado a nadie. Quizá debería haberlo hecho hace tiempo, pero nunca he tenido a nadie con quien hablar. Ésta es mi historia, y he cargado con ella toda mi vida. Me siento bien al habérselo dicho a alguien.

Thomas miró a los dos policías y al abogado y se ruborizó al darse cuenta de que acababa de sincerarse con unos desconocidos. Seguramente lo estaban mirando con el mismo sentimiento que todos los demás: desprecio. Sentía que le subían los colores a la cara y, avergonzado, volvió la cabeza para que no pudieran verlo.

Pero Sjöberg lo veía. Veía a una persona pequeña, asustada y sola que por unos minutos les había abierto su corazón, y no pensaba dejar que volviera a cerrarlo. En su interior sentía calidez y helor al mismo tiempo, y de pronto recordó que andaban detrás de un asesino en serie. ¿Y si aquel hombre ruborizado que se encogía de hombros para protegerse de los ojos malvados y las duras palabras del mundo que lo rodeaba estuviese diciendo la verdad? ¿Y si había una persona que había vivido los mismos tormentos que él, que había sufrido los mismos suplicios que él, pero que reaccionaba de manera diferente? ¿Era posible que, a pesar del tiempo que había pasado, algo hubiese despertado los mismos recuerdos en dos personas distintas que habían sufrido las mismas humillaciones en preescolar? Los mismos recuerdos, distintos sentimientos. ¿Realmente era posible?

Su intuición le decía que el hombre decía la verdad. Paralelamente, su experiencia de policía y la huella de zapato en el jardín de Ingrid Olsson hablaban claro. ¿Era simplemente una curiosa casualidad? Se había demostrado que las huellas dactilares no pertenecían a Thomas Karlsson, y Sjöberg cayó en la cuenta de que en verdad eran éstas las que hablaban claro.

De pronto le vino a la memoria algo que Karlsson había dicho algunas horas antes: «Tengo miedo de que le pase algo.» Y ¿qué era lo que había dicho Lennart Josefsson, el vecino de Ingrid Olsson? Algo referente a una mujer desconocida que había entrado por la verja de la anciana.

De pronto se levantó de un salto de su silla, que salió propulsada hacia atrás y aterrizó con estruendo. Los otros tres hombres se lo quedaron mirando pasmados, pero no había tiempo para explicaciones.

—¡Que se lo lleven de nuevo a prisión, después sube a verme, a prisa!

Sjöberg le gritó la orden a Sandén mientras salía a la carrera por la puerta de la sala de interrogatorios. Su colega no se detuvo a reflexionar sobre la situación y llamó a recepción para pedirle a Lotten que mandara a un agente a la sala. Un policía acudió en menos de un minuto y Sandén le ordenó que llevara a Thomas Karlsson de vuelta a prisión preventiva, y luego él también salió corriendo escaleras arriba hasta el pasillo donde se encontraba su despacho y el de sus compañeros más cercanos. Allí estaba Sjöberg, dando instrucciones a Eriksson y a Hamad, ordenándoles que cogieran sus armas de servicio.

Menos de cinco minutos más tarde, los cuatro policías cruzaban el puente de Skanstullsbron con la sirena del coche atronando. Sjöberg había pedido refuerzos, por lo que había otros vehículos policiales que se dirigían en la misma dirección. Hamad iba al volante del coche civil, con Sjöberg al lado y Eriksson y Sandén detrás.

—¿Se puede saber qué ha pasado en el interrogatorio? —preguntó Hamad.

—Nada más empezar ha dicho que temía que le sucediera algo malo a Ingrid Olsson —respondió Sjöberg controlando a duras penas su excitación—. Después ha negado de manera coherente todas las acusaciones, y a pesar de que Lennart Josefsson ha llamado para advertir de que había visto a una desconocida entrando por la verja de Ingrid Olsson no lo hemos tenido en consideración. Eso podría costamos muy caro.

—Pero tiene que ser él —dijo Hamad, convencido—. ¡Está claro que es él!

—Es posible, pero mi intuición me dice que Thomas Karlsson ha dicho la verdad. Sea como sea, no podemos permitirnos el lujo de correr riesgos innecesarios. Deberíamos haber pensado antes en ello; ahora puede que sea demasiado tarde.

—Pero ¿qué puede querer ese tío de Ingrid Olsson?

—continuó Hamad, que aún no estaba del todo convencido de la situación.

—Esa tía —repuso Sjöberg—. Creo que es una mujer. Y que Ingrid Olsson ha cometido pecado mortal.

El despacho de Hadar Rosén quedaba lo bastante cerca de la comisaría como para poder ir a pie, aunque se encontraba al otro lado del canal de Hammarby. Aun así, Petra Westman fue hasta allí en coche, con la idea de marcharse a casa después de la reunión.

En el fondo, Rosén le caía bien. Era un hombre sensato al que, a pesar de ser el máximo responsable en muchos de los casos con los que trabajaban, no se le habían subido los humos. En las reuniones solía participar como un mero oyente y dejaba que Sjöberg llevara la voz cantante. Sólo en ocasiones puntuales sus opiniones eran divergentes, pero al final solían ponerse siempre de acuerdo. Por otro lado, era un tipo con mucha autoridad, pero eso no le impresionaba especialmente. Sin embargo, su grave presencia la hacía sentirse como una niña en el colegio. No había muchas personas que lograran influir de aquella manera en el ánimo de Petra Westman, y eso no le gustaba. Menos aún ahora, cuando su futuro estaba en sus manos.

Llamó a la puerta del fiscal con desagrado.

—¡Sí! —gruñó él desde dentro.

Petra no sabía si eso quería decir que debía decir quién era o que entrara directamente. Tras un instante de duda, se inclinó por lo segundo. Hadar estaba tecleando en su ordenador sin levantar la vista, y le pareció que en esa situación lo más oportuno era sentarse en una de las sillas para las visitas y aguardar tranquilamente a que el fiscal terminara lo que estaba haciendo.

Cuando por fin la miró, lo hizo con gesto inexpresivo. Se levantó, rodeó la mesa hasta colocarse a su lado y se la quedó mirando unos segundos sin decir palabra. Petra nunca se había sentido tan pequeña como en ese momento. Al rato, el fiscal inició la conversación:

—Ayer por la tarde detuvieron a Peder Fryhk, acusado de la violación de una mujer de veintitrés años en Malmö en 1997 y de la de una mujer de treinta y ocho en Gotemburgo en 2002.

El corazón de Petra dio un brinco.

—Los trámites para su encarcelamiento tendrán lugar el miércoles, y las sospechas se reforzarán entonces con pruebas. Se ha comparado el ADN de Fryhk con el que se encontró en esos dos casos de violación, y ambos coinciden.

Petra dejó escapar un suspiro de alivio. El fiscal continuó con el mismo tono profesional.

—En el registro del domicilio de Fryhk, la policía encontró gran cantidad de grabaciones de otras violaciones. Se ha comprobado que todas tuvieron lugar en su propia casa.

Petra se quedó sin aliento.

—Por deferencia hacia ti, insistí en revisar personalmente el material antes de que lo viera la policía. No apareces en ninguna de las grabaciones. No sé cómo te sentará eso.

Antes de que Petra pudiera decir nada, comenzó a sonar su teléfono.

—Disculpa —dijo mientras se levantaba de la silla.

Se sacó el móvil del bolsillo y comprobó la pantalla: «Número oculto.» —Debo cogerlo, tal vez sea Sjöberg.

El fiscal asintió con la cabeza y la observó atentamente durante la conversación. No era Sjöberg, sino Håkan Carlberg, de la policía científica.

—Por si las moscas, decidí analizar también el ADN, del contenido del otro condón —le informó Carlberg en un tono que no era el que ella esperaba—. Lo siento, Petra, pero no pertenece a Peder Fryhk, y esta vez no coincide con ningún ADN presente en ningún delito cometido con anterioridad.

Cuando colgó el teléfono se topó con la mirada de Rosén. Petra no sabía si habría oído su conversación, pero le pareció descubrir una arruga de preocupación en su entrecejo. Estaba confundida y sentía cómo empezaba a nublársele la mente.

No obstante, ninguno de los dos pudo decir nada, porque el teléfono volvió a sonar. En esta ocasión era Sjöberg, que le ordenaba que se dirigiera de inmediato al número 31 de la calle kerbärsvägen, en Enskede.

De repente se dio cuenta. ¿Acaso no eran sirenas lo que oía a lo lejos, muy, muy a lo lejos? Su reacción era innecesaria y absurda, lo sabía, pero nunca estaba de más. Nadie sabía que estaba allí, nadie sabía que Ingrid Olsson estaba retenida en su propia casa. El teléfono no había sonado en todo el día y la señorita Ingrid no parecía tener ni familia ni amigos, por lo que había podido observar durante el tiempo que había estado husmeando delante de su casa, estudiando a la anciana y sus quehaceres. Ese descubrimiento fue lo que la animó a llamar a su puerta, lo que la armó de valor para preguntarle a la señorita Ingrid si quería ser su amiga. Aunque entonces resultó ser ya demasiado tarde. De repente, su antigua profesora se esfumó y todo salió del revés.

La casa había permanecido vacía durante varias semanas antes de que se atreviera a engatusar a Hans para que fuera hasta allí. El orden que había pensado para matarlos era en función de cuánto se lo merecían. Ahora quedaba demostrado que la señorita Ingrid era la peor de todos ellos, no podía ser de otra manera. Ella era una persona adulta, la responsable de los niños, y había permanecido al margen mientras veía cómo los demás se ensañaban con ella, cómo le arrebataban su infancia, su vida, todo, ignorando los gritos de auxilio que daba Katarina. Así que ahora la señorita Ingrid había sido agregada a la lista. Además era la última y eso era lo mejor que podía pasar, ahora que ya sabía cómo había ido con los otros. Así podía alargarlo todo un poco y aprovechar la experiencia que había acumulado por el camino.

¿No se estaban acercando las sirenas? Luego, de pronto, se hizo el silencio. Quizá sólo fueran imaginaciones suyas, pero por si acaso, le puso el tapón a la botella, dejó el vaso sobre el banco y caminó de puntillas hasta el seto que colindaba con el terreno del vecino. El seto era muy espeso, pero cerca del suelo había un hueco entre las ramas donde podía ocultarse en caso de que fuera necesario.

Permaneció pegada al seto un buen rato hasta que se relajó, pero cuando se disponía a regresar al banco junto a la botella de oporto le pareció oír algo. Contuvo la respiración unos segundos y tensó todo el cuerpo tratando de ubicar el sonido. No era el motor de un coche ni tampoco voces..., ¿o quizá sí? ¿Había alguien que susurraba? Cada vez lo oía más cerca, y al final tuvo la certeza de que alguien hablaba en voz baja mientras caminaba silenciosamente por la calle. Se dirigían hacia allí, y Katarina comenzó a darle vueltas a la cabeza. ¿Qué querían? ¿La policía sabía lo que estaba pasando en la casa? En ese caso, ¿cómo diantre se habían enterado?

Bueno, a través de Ingrid Olsson descubrirían quién era, pero nunca conseguirían detenerla. Debía abandonar a la señorita Ingrid a su suerte, aunque de todos modos la antigua profesora de preescolar había recibido un buen escarmiento; lo que no era poco.

Katarina constató que les sacaba una gran ventaja. Pasó a través del seto y salió al jardín vecino, donde se vio engullida por la oscuridad.

El coche de Hamad, el primero en llegar de todos cuantos se dirigían a la casa de Ingrid Olsson en Enskede, se pegó a la acera después del desvío de la carretera de Nynäsvägen y se detuvo con el motor en marcha y las luces azules encendidas. En pocos minutos llegaron los demás vehículos, que entraron uno detrás de otro en el barrio residencial. Se detuvieron en la calle principal, justo al inicio de kerbärsvägen, y aparcaron en una larga fila junto a la acera. Los agentes bajaron de los vehículos al tiempo que Westman aparecía en el suyo particular, y de inmediato rodearon a Sjöberg, que rápidamente dio las instrucciones. Después subieron en tropel a paso ligero hasta el número 31.

A la altura de la casa vecina bajaron el ritmo y el último tramo hasta la verja lo recorrieron casi de puntillas, tan silenciosamente como pudieron. El jardín de Ingrid Olsson se veía tranquilo y desolado. Había luz en algunas ventanas, pero no se percibía ninguna actividad, por lo menos desde la calle. Uno a uno, los agentes fueron saltando hábilmente la valla para caer sobre el césped, junto al camino de grava. Sjöberg dio órdenes en voz baja, y los policías se agruparon y fueron hasta los laterales de la casa para tratar de hacerse una idea de lo que ocurría en el interior.

Los cimientos de la casa se elevaban un buen trecho por encima del suelo, lo que hacía difícil mirar por las ventanas, pero Hamad levantó a Westman para que pudiera otear en la sala de estar. No pudo observar ningún movimiento, pero de pronto vio unos pies en uno de los extremos del sofá marrón de tres plazas. Era imposible decir a quién pertenecían, pero le silbó a un compañero que volvía de mirar por el otro lado para que informara a Sjöberg de lo que había descubierto. En ese momento Hamad se percató de la botella medio vacía de oporto que descansaba sobre el banco.

A excepción del cuerpo en el sofá, no vieron nada más de interés en la casa. Sjöberg subió al porche y llamó con cuidado a la puerta. Westman vio desde su posición en la ventana del comedor que los pies dieron un respingo al oír el inesperado ruido, y por un segundo le pareció que estaban atados. Después desaparecieron en el sofá y apenas podía ver ya el cuerpo. Hamad bajó a su compañera, Petra aterrizó con un ruido sordo sobre el húmedo césped y rodeó la casa a la carrera hasta llegar al porche.

—Creo que está atada —le susurró alterada a Sjöberg—. Ha movido los pies cuando has llamado a la puerta, pero después se ha quedado quieta otra vez.

—Vamos a entrar —dijo Sjöberg en voz baja a sus agentes, que estaban agrupados a los pies de la escalinata—. Vosotros a la izquierda, vosotros a la derecha, vosotros arriba y vosotros al sótano. Tú te quedas aquí fuera. Armas desenfundadas, ¿entendido?

Los policías asintieron con la cabeza y sacaron los revólveres de sus fundas. Sjöberg se acercó a la entrada mientras los demás policías se hacían a un lado. Se colocó junto a la puerta, respiró profundamente y bajó la manija. La puerta se abrió de golpe y los agentes se abalanzaron al interior de la casa. El comisario entró corriendo en la sala de estar y comprobó que, efectivamente, allí estaba Ingrid Olsson, atada de pies y manos, mirándolo espantada con unos ojos como platos.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Sjöberg mientras se arrodillaba sobre la alfombra junto al sofá, donde estaba la conmovida mujer.

—Ha salido —dijo ella con voz débil—. Como mucho hará un cuarto de hora.

—¿Qué aspecto tiene?

—Pelo largo y rubio y un abrigo azul marino.

—Ocúpate de la señora Olsson —le ordenó Sjöberg a uno de los agentes más jóvenes que había entrado con él a la sala de estar.

Después salió corriendo al vestíbulo y llamó a sus hombres.

—Está ahí fuera, en algún sitio —dijo con seriedad—. Por lo visto había salido cuando llegamos, que ya es mala suerte, pero la vamos a pescar. Tiene el pelo largo y rubio y lleva un abrigo azul marino. Soltemos a la perra para que vaya tras ella.

—Espera —dijo Hamad—. Allí detrás hay un banco; encima he visto una botella de jerez, oporto o algo parecido, y un vaso. Que el perro lo huela primero.

—Bien, Jamal. Muéstraselo al instructor —dijo Sjöberg, que luego indicó a los demás que salieran de la casa.

El pastor alemán husmeó curioso el vaso durante unos segundos, tras lo cual comenzó a tirar con ímpetu de la correa. Fue corriendo hasta el agujero en el seto y se escabulló por él. Al instructor le costó arduo trabajo seguir al animal sin soltarlo, y a los demás agentes no les fue mucho mejor. Al final todos los policías cruzaron por allí, pero a esas alturas tanto la perra como su instructor se habían alejado ya un buen trecho.

Luego resultó más fácil. Atravesaron una decena de jardines diferentes hasta que llegaron de nuevo a la avenida principal. Cruzaron la calle, después un cercado y luego una pequeña zona boscosa, donde la fugitiva parecía haber dado algunas vueltas hasta decidir por qué camino seguir.

Al llegar a otro barrio residencial pensaron que la habían avistado, pero no resultó ser más que otra mujer rubia que paseaba a su bebé en un cochecito y que se quedó atónita cuando vio la jadeante hilera de policías que pasaba corriendo por su lado. Las casas unifamiliares se acabaron y se internaron en una zona de apartamentos de alquiler. Siguieron adelante a toda prisa cruzando un parque infantil, y de pronto Sjöberg comenzó a notar que le pesaban los años. Sopesó la posibilidad de rendirse y dejar que los agentes más jóvenes y mejor entrenados continuaran la persecución sin él, pero cuando vio la ancha complexión de Sandén corriendo cincuenta metros por delante, con abrigo grueso y mocasines, cambió de opinión.

Al final llegaron a una callejuela paralela a la carretera de Nynäsvägen que a primera vista parecía ser una incorporación a la transitada calle. Tras correr otros cien metros por la callejuela, con el instructor del perro y otros policías ya fuera de su campo de visión, descubrió que no estaban en una incorporación normal, sino en una calle que subía hasta un puente que cruzaba la carretera de Nynäsvägen. Al final del puente, casi en el otro extremo, bajo el resplandor anaranjado de las farolas que pendían sobre la avenida de unas fantasmagóricas estructuras, vio una figura que intentaba subirse a la barandilla del puente. A pesar de la oscuridad y la escasa iluminación, no cabía duda: la que se balanceaba sobre la barandilla era una mujer con el pelo largo y rubio que vestía un abrigo oscuro.

Acercándose a toda prisa a la solitaria figura, el instructor soltó al perro, que llegó hasta ella tras unos pocos pasos. Dio varios saltos tratando de alcanzarla sin dejar de ladrar, hasta que logró engancharle el abrigo con los dientes.

—¡Deténgase, Katarina! ¡No lo haga! —gritó Hamad, el primer agente en llegar después del instructor.

Con el ataque del animal, Katarina estuvo a punto de perder el equilibrio y caer hacia atrás, pero en el último segundo consiguió sacar un brazo del abrigo. Volvió a incorporarse en la barandilla, se agarró con la mano que tenía libre y dejó que el abrigo se le deslizara también del otro brazo.

Al ver a la mujer en el puente, Sjöberg se detuvo en un punto desde el que podía contemplar la dramática escena desde un ángulo inferior. Todo se fue sucediendo fotograma a fotograma ante sus ojos. Vio el abrigo caer al suelo, formando un montón de tela pegado al muro. Y vio también cómo Katarina se incorporaba con sus fuertes brazos sobre la estrecha barandilla, buscando el equilibrio.

Y allí estaba ahora, erguida, con la vista puesta en los coches que pasaban por debajo. Luego miró hacia el lugar donde él se encontraba. Sjöberg habría jurado que sus miradas se cruzaron. Después ella dirigió los ojos hacia la fila de policías que aún corrían para detenerse finalmente junto a Hamad. En todo momento mantuvo una sonrisa triunfal y hermosa en los labios, así la recordaría él luego. Katarina levantó la mano como para saludar.

—¡No! —gritó Hamad—. ¡No! ¡No! ¡No!

Fue como si el tiempo se detuviera, todo quedó en silencio a su alrededor y, abajo, en la carretera de Nynäsvägen, el tráfico rodó a cámara lenta. Katarina levantó las alas que tenía por brazos, dejó atrás la barandilla del puente, a los agentes de policía y su vida entera, y echó a volar en el gélido aire de la noche.

Un desagradable golpe sobre el asfalto interrumpió la magia. El ruido de frenazos, cristales rotos y chapa deformándose cortó la brisa tras la última atrocidad que cometió Katarina Hallenius.