Sábado por la noche

Asa estaba con Christoffer y Jonathan en casa de uno de sus amiguitos de la guardería, que cumplía dos años. Conny había ido a comprar regalos de Navidad con los niños mayores, a pesar de que aún estaban en noviembre: si resultaba estresante comprarlos ahora, emprender ese proyecto ya metidos en diciembre era toda una odisea. Además, en diciembre era de lo más placentero quedarse sentado en un sillón tomando glögg, vino caliente, mientras uno era consciente de que el noventa y nueve por ciento restante de la población de Estocolmo o bien se estaba apretujando entre la multitud en los grandes almacenes, o estaba sufriendo la angustia de pensar en tener que hacerlo. Que Asa fuera una de esas personas no lo hacía menos placentero. Por no mencionar que todas las tallas de ropa razonables se acababan antes del segundo domingo de Adviento.

Sjöberg ya tenía los regalos envueltos y escondidos en un armario al que por tradición ni Asa ni los niños tenían acceso en los últimos dos meses del año.

La patrulla de cocina estaba ahora reunida alrededor de la mesa para recibir las directrices del habitual proyecto de cena de los sábados.

—Sara sacará todos los ingredientes para el paté de aceitunas —dijo Sjöberg señalando con el dedo una receta en una revista de cocina—. Procura medir las cantidades exactas según lo que dice aquí y lo echas todo en la máquina. Yo te ayudaré con los ajos. ¿Sabes qué significa «cd»?

Sara negó con la cabeza.

—Significa «cucharada» —aclaró él—. Luego te lo enseño. Maja estirará el hojaldre y hará cuadrados con él y, luego, entre las dos esparciréis el paté sobre la masa. Luego os mostraré cómo hacerlo, ¿vale?

—Vale —dijeron las chicas a coro.

—Simon preparará la ensalada de salmón pero, como la receta está en la misma revista, tendréis que poneros de acuerdo. Tú te las arreglas solo, ¿verdad?

—Claro —dijo Simon—. Pero el salmón debe estar marinando tres horas, así que no comeremos nunca.

—Ya lo creo que sí —repuso Sjöberg, triunfal—. ¡Ya lo he marinado antes! Pero primero encárgate de todo lo demás, echaremos el salmón al final. Yo pelaré las patatas para el rodaballo y rallaré el rábano picante.

—A mí no me gusta el rábano picante —gruñó Maja.

—Sí, tal vez es un poco fuerte, pero también lleva guisantes y mantequilla derretida, así que yo creo que te gustará. ¡Vamos allá!

—¡Espera! —gritó Maja—. ¡Falta la cerveza!

—Es verdad, casi lo olvido. ¿Me traes una de la galería? Simon, ayúdala a abrir la puerta.

El trabajo estaba en marcha. Ése era el momento culminante de la semana para todos los implicados. Sjöberg se puso su delantal y recordó que tenía que comprar uno de la talla de cada niño como regalo de Navidad. Maja tuvo que hacer dos viajes para los tres refrescos y la cerveza, y Simon los abrió con soltura. Sjöberg echó las patatas en el fregadero y empezó a pelarlas. Los críos trabajaban concentrados cada uno en su tarea, y Conny se preguntó cuál debía de ser el ambiente en casa de los Vannerberg ese sábado por la tarde. «Pobre gente», pensó. La fachada de Hans Vannerberg parecía innegablemente impoluta, pero en algún lugar debía de haber una brecha.

Estaban dando palos de ciego en la investigación, y en realidad los últimos días de trabajo no habían aportado nada nuevo. Ingrid Olsson nunca había pensado vender la casa, por lo que no había hablado con Vannerberg ni con ningún otro agente inmobiliario. Pia Vannerberg sostenía firmemente que su marido había dicho que iba a encontrarse con un vendedor aquella tarde, pero ¿se podía confiar en ello? Podría haber oído o interpretado mal, o él podría haberse equivocado al decirlo. De lo contrario, su muerte debía de haber sido planeada de antemano. En ese caso, alguien tenía que haberse citado con él en casa de Ingrid Olsson, quizá con la idea de asesinarlo. Pero ¿qué relación mantenía ese alguien con Olsson? No, resultaba demasiado enrevesado. Joder. Si el hombre tenía un pasado limpio romo una patena, una economía estable, no debía dinero, no había hecho transacciones extrañas ni aparecía en ningún registro de delitos, difícilmente se habría metido en líos, no tenía enemigos ni tampoco contactos sospechosos.

Por otro lado, el comprador de kerbärsvägen, 13, aseguraba que no habían quedado en verse el lunes, sino que Vannerberg pasaría por su casa cuando tuviera un momento. Lo más probable era que ese momento fuera justo aquella tarde, para liquidar el asunto, pero ¿no debería haber llamado primero? Estaba en casa, al fin y al cabo, y se tardaba un rato en ir caminando hasta allí. Y si Vannerberg iba al número 13, ¿qué clase de loco se había metido en el 31? ¿O acaso alguien había estado siguiéndolo y había aprovechado para matarlo en la casa vacía? Y, en ese caso, ¿cómo logró entrar Vannerberg? ¿Se había olvidado la anciana de cerrar con llave? No parecía muy probable. No cabía duda de que se trataba de un misterio.

Lo único que cabía destacar de Vannerberg era que no tenía padre. Y, sobre todo, que su madre se dedicaba al striptease, pero ni lo uno ni lo otro se le podía achacar a él. El equipo encargado del caso, después de que Petra Westman hubo revisado el almanaque de Vannerberg, había documentado sus últimas semanas, pero sin obtener nada de interés. En su ordenador de Inmobiliaria VM tampoco había encontrado nada relevante. No había ninguna referencia privada en él, y su comunicación por mail se limitaba a unos pocos correos a la semana; nada que tuviera relación con su eventual cita con el misterioso vendedor del número 31 de la calle kerbärsvägen. Tampoco Jorma Molin tenía ningún lado oscuro, excepto alguna que otra multa por exceso de velocidad y una denuncia por impago en 1996.

En cuanto a Ingrid Olsson, Sandén había dicho que Margit Olofsson no tenía nada que decir sobre ella más que se trataba de una persona de sonrisa difícil. La enfermera había sentido lástima por la mujer porque era mayor, estaba enferma y, sobre todo, sola, y porque le había pedido ayuda. Respecto al asesinato, según Olofsson, Olsson se mostraba bastante indiferente, lo que no dejaba de sorprender, pero la indiferencia no era un delito.

Por otra parte, no se habían llevado nada de la casa. El joyero, que parecía contener lo único de valor que Ingrid Olsson poseía, estaba intacto, y los de la científica, con la meticulosa Bella Hansson a la cabeza, no habían encontrado huellas de nadie más en la casa, excepto en la cocina, el vestíbulo y la sala de estar. Las huellas dactilares de Margit Olofsson estaban un poco por aquí y por allá. Las de Vannerberg estaban en la cocina y en el pomo de la puerta de entrada, lo que podría indicar que podría haberla abierto y entrado por su cuenta, en caso de que no estuviera cerrada con llave. En la silla que probablemente fuera el arma del crimen se habían encontrado, aparte de las de Ingrid Olsson, unas huellas dactilares que no estaban en ningún otro lugar de la casa.

El reloj dio las seis y lo sacó de sus cavilaciones.

—Papá, ibas a enseñarme lo de «cd» —dijo Sara con entusiasmo.

—Claro, la «cd» —sonrió Sjöberg.

De uno de los cajones de la encimera sacó un juego de medidas.

—Mira, ésta es la medida de la cucharada.

—Y ¿cuál es el «dl»? —preguntó Sara.

—Éste —respondió Sjöberg—. Se llama decilitro. ¿De qué tienes que echar decilitros?

—De olivas.

—¡Mira qué bien lo hago, papá! —dijo Maja enseñando las láminas de hojaldre que estaba aplanando.

—¡Sí, pero que muy bien! Sacaré la bandeja del horno y le pondré papel vegetal, así luego podemos poner las espirales.

Simon estaba picando pimiento verde, tomates cherry y chili, y Sjöberg le puso la mano sobre el hombro.

—Oye, eso te está quedando muy bien.

—Lo sé —respondió el niño de ocho años, muy seguro de sí.

En ese instante se oyó la puerta que se abría y la voz sin aliento de Asa saludando desde el recibidor. Maja soltó el rodillo y salió corriendo a su encuentro. Sjöberg le siguió los pasos y la saludó alegre, tras lo cual sacó a los gemelos del cochecito, que estaba en el rellano. Cerró la puerta, dejó a uno en el suelo y se sentó con el otro en el regazo. En esa época del año había mucha ropa que quitar.

—Hemos comprado regalos —dijo Conny, orgulloso, y Asa le dirigió una mirada severa.

—Pero si estamos en noviembre —murmuró.

—Exacto, el mejor momento para comprar los regalos de Navidad. ¿Verdad que sí, Maja?

—Claro que sí —asintió ella.

Sjöberg cambió al gemelo sin ropa de calle número uno por el número dos.

—¿Qué tal la fiesta?

—De lo más agradable. Ocho niños correteando como locos y un montón de padres tomando café. Caroline va a tener un hermanito.

—Vaya, así que ya lo saben.

—Sí. Los chicos están agotados. Será mejor que los acostemos directamente, no necesitan comer después de todo lo que se han metido entre pecho y espalda. ¿Qué cosa rica estáis cocinando?

—Mamá, Sara y yo estamos haciendo espirales de paté de aceitunas —dijo Maja—. ¡Ven, mira!

Todos fueron a la cocina y Asa se mostró sinceramente impresionada con toda la comida que estaban preparando.

—Voy a acostar a los gemelos mientras vosotros seguís con la cena.

Jonathan y Christoffer estaban los dos a los pies de Simon, señalando y lloriqueando. Les dio un tomate cherry a cada uno, con lo que se callaron de inmediato. Tras un breve pero intenso trabajo, Asa logró llevárselos hasta el baño y Sjöberg terminó de pelar las patatas y puso una olla al fuego. Montó el robot de cocina y echó lo que Sara había preparado: las olivas negras, las anchoas, las alcaparras, el aceite y unos dientes de ajo que había aplastado previamente. Mezclaron los ingredientes durante un rato hasta convertirlos en una pasta negra homogénea y después las dos niñas se dedicaron a untar el paté sobre las láminas de hojaldre que Maja había preparado. A continuación, Sjöberg las cortó en tiras de diez centímetros de largo que las chicas enrollaron en forma de espiral y colocaron en la bandeja del horno.

Mientras tanto, Simon retiraba la marinada del pescado con la ayuda de un escurridor. Después mezcló delicadamente los tacos de salmón con las verduras troceadas y un poco de leche de coco en un cuenco, le añadió un poco de cebollino picado y lo salpimentó.

Terminaron al mismo tiempo, pero Simon había hecho su plato a solas, mientras que Sjöberg y las niñas habían preparado el suyo a seis manos, por lo que, en su opinión, él era el mejor. Eso enfureció a las chicas y Sjöberg le recordó entonces que él era quien había marinado el salmón y, por ende, se podía constatar que eran todos igual de buenos, tras lo cual Simon se retiró con un gruñido pero se hizo la paz.

Tras diez minutos en el horno el hojaldre ya estaba lo bastante crujiente y los gemelos bañados y en la cama. Asa descorchó una botella de vino blanco y una botella grande de zumo de fruta de la pasión, tras lo cual la familia se reunió alrededor de la mesa, cada uno con su vaso y un cestillo de pan lleno de espirales con paté de aceitunas, a la espera de que las patatas terminaran de cocerse.

Los niños hablaban y canturreaban y no dejaban de contar cosas: episodios de la escuela y de la guardería. Sjöberg se reclinó en su silla, dispuesto a disfrutar de las historias del lado despreocupado de la vida real, con el que él tenía tan poco contacto en su trabajo.

El primer plato fue, al igual que las espirales de paté de aceitunas, un verdadero éxito. Asa estaba de lo más impresionada con el talento culinario de sus hijos. Tanto Sara como Maja acabaron tan llenas que no pudieron con el plato principal, y se retiraron a ver un programa infantil en la lele. Después del segundo plato incluso Simon desapareció de la mesa, lo que dio pie a la conversación entre los adultos.

—Conny, me gustaría probar algo contigo —dijo Asa—. Uno de los profesores de psicología del trabajo nos hizo un test muy divertido en la sala de profesores.

Asa era profesora de la no poco extraña combinación de matemáticas y educación física en el instituto Frans Schartaus.

—Es un test sobre moral. Yo te cuento una historia y luego tú debes elaborar un ranking de los personajes que en ella aparecen según te parezca su comportamiento en el sentido puramente moral. ¿Te apetece?

—Claro —respondió él con entusiasmo.

Le encantaban los juegos, los pasatiempos, los test de amor de las revistas y ese tipo de cosas.

—Stina vive en una cabaña a un lado del río. Al otro lado vive Per, y están enamorados. El problema es que el puente se ha derrumbado y el río está lleno de cocodrilos, así que no se puede cruzar a nado. Stina tiene que ver a Per porque lo echa tanto de menos que está a punto de rompérsele el corazón. Así que va a casa de su vecino, Sven, que tiene una barca, y le pide que se la preste. Él se ríe y le dice que se la deja, pero primero tiene que acostarse con él.

Sjöberg sonrió burlón y Asa continuó:

—Stina se desespera y va a ver a su otro vecino, Ivar, que es la persona más fuerte y con más autoridad del pueblo. Todo el mundo lo respeta y lo obedece. Le cuenta su angustia y le pide que hable con Sven para convencerlo, pero él le responde que no quiere saber nada del tema. Dice que Sven puede hacer lo que quiera, es decir, Ivar no piensa intermediar. Stina está fuera de sí y piensa que Per, que tanto la ama, seguro que lo entenderá y la perdonará, así que se va a ver a Sven y se acuesta con él, y entonces el otro le presta la barca. Cuando Stina cruza el río, en ningún momento duda en contarle la dolorosa realidad a su amado, y en cuanto ve a Per le cuenta lo que se ha visto obligada a hacer y le pide que la perdone. Per se pone hecho una fiera, echa a Stina a patadas de su casa y le advierte que no quiere volver a verla nunca más. Stina va a ver al vecino de Per, Gustav, que es una persona de confianza, para desahogarse. Él la consuela y se enfada por cómo la ha tratado Per, se va a verlo y le da un puñetazo.

Sjöberg soltó una carcajada y negó con la cabeza.

—Vale —dijo Asa—, ahora tienes que clasificar a estos personajes según tu parecer, no según la ley, recuérdalo. El primero es el mejor y el quinto el peor.

—A ver, la pequeña furcia ésa, Stina... —dijo Sjöberg con una sonrisa picarona en los labios.

—Conny, ¡en serio! —lo interrumpió Asa.

—Es broma. Déjame pensarlo un momento.

—Yo tengo claro por lo menos lo que yo diría —dijo Asa—. Será interesante comprobar si opinamos lo mismo. Después tenemos que discutirlo.

A Conny le encantaba su modo de plantear el desarrollo de la conversación. Le encantaba su buen humor y su manera de contagiárselo a otros. Le encantaba Asa, simplemente, toda ella. «¡Pero vete tú a saber si se acostara con Sandén para poder verme...!», se dijo.

—Por un lado tenemos a Stina, que es una persona honesta y de buen corazón, pero estúpida —resumió Sjöberg—. Vive el presente sin pensar en las posibles consecuencias de sus actos. Tenemos a Per, un egoísta sin compasión. Gustav tiene buen corazón, es empático y sigue sus principios, pero recurre a los puños y juzga a los demás. Sven, desconsiderado, sarcástico y malvado, se aprovecha de la desgracia de los demás. Ivar es impasible y carece de empatía. Para mí, Per es el mejor, después Stina, Ivar, Gustav y, por último, Sven.

—No lo dirás en serio..., ¡¿que Ivar es mejor que Gustav?! —exclamó Asa—. ¡Él podría haber hablado tranquilamente con Sven y haber resuelto el problema!

—Sí, supongo que Gustav es el más bueno de todos, de alguna manera, pero también es el único que comete un delito. No puedes ir por ahí golpeando a la gente como si nada. Y la indiferencia no es delito —añadió Sjöberg, que de repente tuvo una sensación de déjà vu.

—Pero... ¿cómo puedes poner a Per antes que a Stina? Ella no tiene maldad.

—A Per no le gustó lo que Stina hizo y cortó la relación, simplemente. Está en su derecho. O sea, él no está implicado. Lo que Stina hizo fue una estupidez, en mi opinión por lo menos.

—Pero fue por una buena causa. Aunque también debo reconocer que en parte tienes razón; yo no habría hecho lo mismo. En términos de bondad yo opino que Gustav es el mejor. Me gustan las personas que defienden sus principios y que participan de manera activa en lo que ocurre a su alrededor. Ivar es un perla en toda regla. Estoy de acuerdo en que Sven es el peor, pero Ivar es el siguiente. Stina segunda y Per tercero.

Levantaron la mesa y Asa se fue con los críos. Se acercaba la hora de dormir. Sjöberg se quedó en la cocina ordenándolo todo mientras las cavilaciones y la indiferencia daban vueltas en su cabeza. Estaba claro que no era un delito, ninguna persona tenía fuerzas suficientes para ocuparse de las preocupaciones de la humanidad entera. La gente escogía algunas personas, algunas guerras y algunas catástrofes naturales y se preocupaba de ellas más que de otras. Y luego había quien no escogía nada. Era innegable que resultaba más fácil vivir así. Cayó en la cuenta de que la indiferencia, mejor dicho, la pereza, no dejaba de ser un pecado capital, y que algún filósofo opinaba, a pesar de todo, que estaba entre los peores delitos que una persona podía cometer. Recordó los otros pecados capitales: gula, lujuria, soberbia, ira, avaricia y envidia. En términos jurídicos, Gustav era el único que cometía un delito, pero según los cánones morales medievales, Ivar pecaba de pereza, Gustav de ira, Stina de lujuria, Sven de avaricia y lujuria, y Per quizá de ira, quizá de soberbia. A cuál peor.

En la familia Sjöberg se daban casos de gula, ira, avaricia y envidia. La vida no era fácil. De pronto le vinieron a la mente los pobres profesores de Landskrona que habían perdido a varios niños en la playa. ¿Había sido culpa suya? ¿Indiferencia ante el peligro? Y ¿qué pasaba con la muerte de John Hron? El tercer chico, ¿lo condenaron por no pedir socorro con el móvil? Quizá la indiferencia sí fuera un delito, al fin y al cabo. Para según quien, la indiferencia era un delito incuestionable en ciertas situaciones. Era un dato que se podía comprobar. Para algunos, quizá Ingrid Olsson sí era una delincuente.

Cuando los niños se acostaron, preparó un par de copas. Para él, un cubalibre; Asa prefería un vodka con bebida energética Magic y un poco de zumo de lima. Era un invento de su suegro Lasse, y estaba sorprendentemente rico. Por otro lado, algunos medios aseguraban que la combinación de alcohol y bebidas energéticas era nociva para la salud. Sjöberg nunca desperdiciaba la oportunidad de informar a su mujer sobre ese detalle. Se sentaron delante del televisor para ver las noticias. Una prostituta de cuarenta y cuatro años, madre de tres hijos, había sido encontrada muerta con señales de violencia en su piso de Skärholmen. No había ningún sospechoso. La policía buscaba testigos. «No es la semana de los cuarentones», pensó Sjöberg, distraído. Luego jugaron un rato a las cartas, se tomaron una última copa y fueron a acostarse.