Yo también te quiero, pero sólo como amigo

Hay situaciones muy comunes en la vida de los seres humanos, de ésas que nos suceden a todos en mayor medida. O eso o todo el mundo tiene un amigo o conocido que ha pasado por ello. La situación que me dispongo a exponer, por supuesto, es de lo más frecuente. Y si no, ya me diréis cuando leáis.

Pongamos el caso de que conoces a alguien, a alguien especial. Quedas con el tipo en cuestión. Te gusta. Parece que quieres ir despacio con él porque cuando se quiere llegar un poco más lejos es mejor andarse con ojo y no irse a la cama directamente y como primer contacto. Por eso, te tomas quinientos cafés, hablas trescientas ochenta y siete horas por teléfono (bendiciendo las tarifas especiales de los operadores de telefonía), paseas ochocientos veintisiete kilómetros, hablas de la vida, del amor, de lo divino, de lo humano, de todo (hasta pareces culto e interesante y todo) hasta que se te seca la boca e incluso vas al cine a ver películas que te la traen floja, pero con las que te partes de la risa junto al chico en cuestión.

Evidentemente, este chico te gusta, te atrae. Y no es que te lo quieras cepillar, bajarle los pantalones y ponerlo mirando pa’ Cuenca sin más, es que quieres conocerle, estás interesado en él, hay mariposas en tu estómago. Y por eso, llega un día en el que le dices:

—Esto… —miras a un lado y a otro, inseguro— mira, que resulta que… —te muerdes las uñas y clamas al cielo— esto es muy difícil para mí… —te llevas las manos al estómago porque te das cuenta de que estás a punto de jiñarte encima— no sé cómo decirlo… —tomas aire, lo cual indica que estás hasta las narices de marear la perdiz y lo vas a soltar, como una bomba— me gustas / te quiero —una opción u otra depende del grado de profundidad desarrollado con respecto al individuo y del grado de estupidez que tú hayas desarrollado con el tiempo.

Entonces, el chico en cuestión abre mucho los ojos y hace círculos con las pupilas a lo Marujita Díaz, te mira poniendo cara de lástima, doblando la cabeza como los perritos, y pensando «aaaaayyyy, quéééé mooooonooooo»; esto es lo peor que te puede pasar, porque indica ternura, y la ternura, y perdón por la ordinariez (como si fuera la primera de todo el libro), no se la pone dura. Ser el chico mono sólo te puede traer desgracias y si no, al tiempo. Entonces te contesta eso de:

—Yo también te quiero / tú también me gustas… —añadiendo cuando estás a punto de correrte encima y para tu desgracia— pero sólo como amigo.

Bien, llegados a este punto, puedes decir a boca llena que habrá un antes y un después tras la conversación. Porque al haber confesado tus sentimientos, éstos se han hecho reales. Y la otra persona, al haberse librado de la carga y al haberte dicho claramente que no quiere nada contigo, se lavará las manos e intentará actuar como si no hubiera pasado nada. Pero no es cierto; ha pasado algo. Y buena prueba de ello es que tú te quieras hacer más y más pequeñito hasta que la tierra te trague y no te escupa jamás de los jamases o quieras emigrar a Soria para empezar una nueva vida bajo el mote de Rocky Puñalitos.

El chico se sentirá halagado por la confesión (o acudirá a vomitar al urinario más cercano. En este caso, vete a tu casa, lávate con un estropajo para quitarte el hedor a patetismo y hazte la cirugía plástica antes de volver a salir a la calle). La cuestión es que él te explica que cuando un chico pasa la línea de la amistad, ya no puede tener nada con él. Vamos, que tus probabilidades de acostarte con él son las mismas que las de Mariñas de ligarse a Cantizano (siendo muy optimista). Él se refiere continuamente al límite que separa la amistad de la atracción. Tú miras al suelo mientras te habla, a ver si encuentras una línea dibujada que hayas pasado por alto durante los veintitantos años de tu vida y que simbolice que tras cruzarla has pasado de ser follable a un simple amigo. Pero no la encuentras. Eso sí, él parece tener bastante claro dónde está el límite. Y hasta piensas que habría sido mejor tirártelo al principio y en paz, a ver dónde carajo quedaba la excusa de la línea de las narices.

Sin embargo, aun a pesar de que él te diga que no tienes posibilidades (y ay de ti si te dice que podrías tenerlas en el futuro) de alguna extraña manera, tú te agarras a un clavo ardiendo. Te dices a ti mismo (y a él también): «Oh, no te preocupes, se me pasará. Yo soy un ser madurisísimo que puede pasar por alto esta atracción irremediable que siente por ti y puede mantener una amistad sin pensar en bajarte la bragueta a la primera de cambios». Y el otro contesta «ah, vale, chachi». Y tú sigues: «Además, ser amigos es guay, es una relación la mar de especial».

Pero es mentira. Es la mentira más grande que jamás has contado, porque, ni eres tan madurisísimo como te atreves a afirmar ni piensas en la amistad como en ese sentimiento noble que une a las personas, sino que irremediablemente, sin que te lo hayas propuesto siquiera, siempre aparecerá una leve brisa esperanzadora entre los momentos compartidos que te indique que podrías tener algo con él. De hecho, esperas que caiga en cualquier momento y te inventas situaciones la mar de divertidas en las que él te confiesa un amor desmesurado. En realidad, es como si esperaras que un día él se diera cuenta de que se está enamorando de ti tanto como tú de él. Pero claro, esto no lo descubres hasta que no has pasado por ahí, cuando miras las cosas con perspectiva y te cantas a ti mismo «y soy patético, lalalá…». En el momento te cuentas mentiras y sigues como si tal cosa.

De hecho, tu nueva e inteligente estrategia se basará en una disposición permanente: estarás disponible veinticuatro horas, sus deseos serán órdenes para ti. Sólo pensarás en sorprenderle, en hacerle regalos inesperados, en hacerle reír cuando esté triste, en acompañarlo en sus noches en vela…, en miles de cosas que suenan la mar de bonitas pero que, en verdad, no lo son tanto. Voluntariamente, y sin que él lo haya pedido, te has convertido en una especie de esclavo o genio de la lámpara siempre dispuesto a satisfacer sus deseos y necesidades, con la esperanza (esto siempre) de que él se percate en algún momento de lo fantástico que eres y decida liarse la manta a la cabeza y tener algo contigo. Éste es quizás el mayor error que se puede cometer, porque le manda una clara señal al individuo de que puede tenerte sin siquiera desearlo. Por tanto, ¿para qué cambiar las cosas, si le ha salido de la nada un amigo entregadísimo que además está más disponible y abierto que un Opencor y que le sube continuamente la autoestima? Porque no me digáis que no, que cuando uno está pillado de su amigo, a la mínima de cambios le dice lo guapo que está, lo bien que le sienta el corte de pelo, lo estupenda que le queda la ropa e incluso se percata de esos pequeños detalles en los que nadie se fija (como que se ha quitado los pelillos de la nariz). Por no hablar de que si el amigo tiene un momento de bajón o de inseguridad, no dudaremos ni un segundo en sentarnos a sus pies en plan perrito faldero y adorarle hasta la náusea de manera un tanto indigna (no nos engañemos, nos dejamos la dignidad en la mesita de noche). Así le soltaremos frases como «tú vales mucho y ya llegará alguien que lo sepa ver. Tal vez está más cerca de lo que piensas…» que vistas con el tiempo te conducirán a un deseo irrefrenable de lavarte la boca con una lija del siete.

Por otro lado, lo de que sólo te quiere o le gustas como amigo no quiere decir que el individuo en cuestión haya accedido al celibato voluntario y pretenda guardar su virginidad para su hombre ideal (tú, según esa parte idealista-romántica de ti mismo), sino que el sujeto, como es normal, tenderá a tener relaciones con otros tipos. Y, por supuesto, como sois tan amiguísimos, tenderá a relatarte con pelos y señales lo que ocurre entre sus ligues y él mientras tú escuchas con cara de póker y utilizas la técnica de «llora en mi hombro tus penas» para acercarte más a él. En realidad, estás perpetuando tu amistad con él, pero piensas que eso es bueno, porque cuando se dé cuenta de lo que siente por ti ya no podrá escapar de tus redes.

Pero qué ingenuos podemos llegar a ser cuando los sentimientos nos agilipollan el cerebro.

Por supuesto, tú sigues siendo ese ser maravilloso, mágico, especial, tierno, adorable, simpático y buena gente, perfecto según las últimas encuestas de la Cosmopolitan, que, por otro lado, no se come un rosco. Mientras que lo que puede ser tu antítesis, un chulo de mierda con complejo de egocéntrico empedernido, que sólo tiene ojos para sí mismo, que cuando escucha piensa en la lista de la compra y cuya mayor preocupación es saber qué marca de calzoncillos le hace más paquete, los trae a todos de calle y será el que, por otro lado, moje todo lo que tú no mojas con tu actitud de hombre sensible y empático. No lo entiendes. Y por más vueltas que le des no lo vas a entender. Así que te tocará aguantar las miserias del hombre de tu vida, que te cuenta que le hacen sufrir lo indecible (pero que folla una barbaridad) mientras tú piensas que podrías darle todo lo que necesita. Lástima que no lo quiera y mucho menos si proviene de ti. Nada, un mero desajuste, nada que no se pueda solucionar con un bote de formol y una cuerda para atar al individuo a una silla para siempre.

Si el individuo llega a tener algo contigo en una noche de borrachera, la cosa puede ser incluso peor. Porque tú pensarás que ha llegado tu turno, por fin, que todas las esperanzas que has ido alimentando pacientemente no eran del todo falsas. Sin embargo, es bastante probable que en realidad el individuo no haya cambiado de parecer y simplemente te diga que te sigue queriendo o le sigues gustando sólo como amigo. Entonces, puede ser que se te active un clic en la cabeza que te invite a pensar que has estado haciendo el gilipollas durante todo este tiempo (y la culpa es tuya, además, que has sido el que ha accedido voluntariamente y se ha prestado a ello) y, sencillamente, por ciencia infusa, termines como el rosario de la aurora con el individuo en cuestión porque ya todo te afecta lo indecible. Ni amor, ni amistad, ni pollas en vinagre.

Sólo una tibia ironía y la certeza de que en el futuro sólo te harás amigo del gato.

Por supuesto, yo no quiero destruir las esperanzas de mis entregadísimos lectores que puede que, por decir algo, estén en esta situación y se sientan la mar de enamorados de algún amigo suyo que, desde que le pegó un balonazo en la cara en el cole, es el muso de sus sueños más tórridos. Sin embargo, como no me gusta que la gente pierda su dignidad así, de manera gratuita, aconsejo encarecidamente que no se perpetúe más esa relación de fe ciega.

Aunque os cueste creerlo porque habéis idealizado al sujeto (y ya sabemos que enamorarse afecta al cerebro) vuestro perfecto y querido amigo puede estar pasándoselo pipa al saber que te masturbas pensando en él y que serías capaz de tirarte en paracaídas sujetando la mano de Pozí por él.

Si vuestro amigo no quiere nada con vosotros, haced como si nunca hubiera tenido lugar la declaración de amor y nunca, jamás, esperéis que surja algo entre vosotros. Será más probable que los del Foro de la Familia dejen de manifestarse contra los maricas.

Y si él quiere utilizaros para subirse la autoestima, ya os deja claro de qué calaña está hecho y lo que le importa vuestra amistad…