¿Cuándo vas a echarte novia?
Toda persona que no es heterosexual tiene un problema. Y no, siento decepcionar a los señores de la COPE que me leen (que seguro que son multitud): no es que estemos enfermos. Uno de los problemas, porque son varios, es que el resto de la gente presupone que somos heterosexuales.
Esto viene a cuento de que el otro día, sin previo aviso, una señora me dirigió una cuestión así, directamente, a la cara, sin mandarme un burrofax ni nada antes, que venía a ser:
—Y tú, ¿para cuándo vas a echarte novia?
—…
Una respuesta suspicaz y coherente donde las haya la mía. La expresión de mi cara debió ser parecida a ésta O_O’, coronada por un signo de interrogación tan grande como la antorcha de la Estatua de la Libertad. Pero es que ya me dirás…
Porque es que llega un momento en la vida de todo no hetero en que tiene tan asumida su orientación sexual, y en que, por supuesto, todos sus familiares, amigos y conocidos lo saben, que este tipo de preguntas le deja tan descolocado como encontrar una pancarta del Foro de la Familia en un bar de ambiente. Hace tiempo, lo hubiera esperado, pero ¿ahora? ¿Con los huevos negros y después de que tantos y tantos hombres hayan pasado por mi alcoba (ay, madre, cómo me gusta dármelas, si todo el mundo sabe que yo sigo siendo virgen hasta el matrimonio. Que sí, que después de nueve meses sin mojar, dicen que la virginidad se regenera)?
La cosa es que yo pude haberle respondido de muchas maneras. Por ejemplo:
—Y tú, ¿para cuándo vas a echarte novia?
—¿Novia yo? ¡Pero si a mí me gustan los rabos, señora! ¡Los rabos! ¿Me oye?
Lo que no os he comentado es que la señora debía tener unos ciento cincuenta años, que debía haber nacido allá por el pleistoceno y haber sido íntima de Matusalén, de manera que haberle soltado semejante perla la habría matado de un ataque al corazón. Ya os imagináis, la palabra rabo, así, tan de sopetón, y dicha por un santo varón… qué barbaridad. No le habría dado tiempo ni de santiguarse, habría caído fulminada ante tal revelación.
—Y tú, ¿para cuándo vas a echarte novia?
—Mire usted, yo es que ya tengo novia. Es la mar de mona. Se llama Manolo.
Y tiene un rabo… Esto… salvando lo del rabo, que no está incluido en la frase por motivos ya señalados y con el fin de hacerla más suave, yo sé que a la mujer se le habría quedado la boca más abierta que a una muñeca hinchable. Pero el hecho de que pudiera haber utilizado su boca como papelera de por vida no es lo peor, sino que la imaginación es traicionera y estoy viendo yo que la buena señora nos imaginaría a mí y a un Manolo (típico machote de brazos velludos y mentón prominente) vestidos de novia, con ramo de flores incluido, lanzándonos desde cualquier peñasco al mar para besarnos truculentamente al compás de las olas. Y qué queréis que os diga: no me hacía ilusión. A ella a lo mejor, pero si quiere ver a machos enrollándose, que se baje una porno del Emule como hacemos todos.
—Y tú, ¿para cuándo vas a echarte novia?
—¿Nunca?
Esta opción hubiera evolucionado en un maravilloso y fantástico debate según el cual ella habría dicho que los jóvenes de hoy en día no queremos ni ataduras ni compromisos, que somos unos cabritos inmaduros y descerebrados (lo cual, por otra parte, es cierto en la mayoría de los casos, pero casualmente no en el mío) y que así nos va. No sin antes añadir que hacemos muy bien, como si fuera la cosa más coherente del mundo, y sólo para dejarnos ligeramente contentos. Bien. Esto habría sido peor que decirle que me gustan los rabos, porque yo en este tipo de discusiones entro al trapo que es un gusto y podríamos habernos enzarzado en un debate digno de haber sido llevado a La Noria. Y si los maricones de España quieren ver a un tío bueno en plan pasivo agresivo que se bajen una porno del Emule como hacemos todos.
—Y tú, ¿para cuándo vas a echarte novia?
—Ya tengo una. Es un cielo.
Esta mentira (o desinformación, que dirían algunos) hubiera tenido una continuación muy estupenda hacia «¿y cuándo te vas a casar?». «Ya estamos casados». «Y los niños, ¿para cuándo?». Qué queréis que os diga, inventarme en un momento que estoy casado con una tipa de tetas grandes (porque de tenerlas pequeñas, ella la criticaría), estupenda y divina de la muerte, sacarme de la manga su nombre y profesión, su vida imaginaria y, además, pensar en que tengo dos niños… me pone los pelos como escarpias. Tengo mucha imaginación, pero no tanto estómago. Y lo de mentir está muy mal, malo, caca. Es como lo de fingir los orgasmos.
—Y tú, ¿para cuándo vas a echarte novia?
—¿Le pregunto yo a usted si todavía folla con su marido?
El marido, por cierto, estaba delante. Claro, era un hombre de unos ciento cincuenta años también, pero no por ello imponía menos. Tenía una cara de mala leche de la hostia. Haberle dicho esto habría sido una auténtica jauría y yo, pues verán ustedes, a pesar de mi fama de borde, no tengo ninguna necesidad de pelearme con un viejuno un viernes por la tarde. Si esa señora quería ver a un par de machos peleándose en plan vikingos sudorosos que se hubiera bajado una porno del Emule, como hacemos todos.
—Y tú, ¿para cuándo vas a echarte novia?
—Uy, preguntar esas cosas es de mala educación, querida…
Total, que al final eso fue lo que le dije. Supongo que en otras circunstancias me habría liado la manta a la cabeza y le habría dicho la verdad, sin tapujos, aun a riesgo de que le diera un infarto al corazón. Pero, francamente, no me apetecía una mierda.
También es cierto que si la buena mujer hubiera insistido en ese noble y extendido arte de tocarme las pelotas porque sí (porque, miren, yo les explico, hay personas cuyas vidas son tan miserables que necesitan salir a la calle única y exclusivamente para tocar las narices del personal y comprobar cómo pueden sacar de sus casillas a un homosexual pacífico como yo) podríamos haber terminado como el rosario de la aurora: yo diciéndole que a mí me gustaban de metro noventa (y no, no me estoy refiriendo a la altura), ella escandalizada, llevándose las manos a la boca e imaginando una tranca descomunal y el marido alegando que es más maricón que un palomo cojo y que a ver cuando quedamos y nos vamos de marcha los dos para que me presente a un montón de camioneros de la M-30 la mar de majetes.
Y es que, de vez en cuando, uno también se cansa de que su vida se transforme, de repente, en el plató de Dónde estás corazón. Y sin que aparezca Jaime Cantizano, que es lo peor…