Reacción fatal
Ser gay no es igual a ser hetero, es evidente que no. Me refiero a que un hetero vive su sexualidad abiertamente, sin necesidad de dar explicaciones. Los gays, en cambio, tenemos que dar ese maravilloso paso consistente en «salir del armario». Aunque llegue una edad en la que dejas de hacerlo y simplemente das por hecho que la gente que te rodea lo sabe, hay sucesos que te hacen recordar.
Tomas café con una amiga una tarde como otra cualquiera y te dice:
—El día de Nochevieja estaba hablando de ti en casa y mi primo pequeño me preguntó si eras mi novio.
—¿Y qué le contestaste? —le preguntas divertido.
—Que no, que eres gay.
—¡Joder! Cuánto te gusta publicar mi vida por ahí… Cualquier día La Razón me dedica toda una editorial.
—Calla, bobo. El niño le preguntó a mi tía qué era eso de ser gay delante de todo el mundo. Si vieras la cara que se les quedó a todos…
—¿Qué pasó?
—Pues que ella se lo explicó tranquilamente. Y, oye, mi primo reaccionó como si fuera lo más normal del mundo.
—Es que es lo más normal del mundo.
—Ya sabes lo que quiero decir, deja de ser tan picajoso. Dijo que quería conocerte y todo, fíjate…
Bien. Tu mente funciona rápido y recreas la escena. Te imaginas el cuadro: la casa de familia toda engalanada, el olor a comida recién hecha y la madre del niño asomándose al salón mientras ordena:
—Venga, vamos a poner la mesa, que el gay va a venir a ver al niño.
No sé, quizás el niño espera que vayas a verlo con un traje de Batman con una G enorme en el pecho o que lo dejes subirse al Gaymóvil (aparcado en la acera de enfrente, claro está).
Cuando te cuentan algo así, inevitablemente, evocas todas esas salidas del armario que has llevado a cabo y recuerdas las reacciones de la gente en ese instante: la cara que se le quedó a más de uno, los comentarios, las preguntas… Cada cual es un mundo. Sin embargo, hay reacciones muy comunes, tanto que podríamos resumirlas en una bonita y estupenda lista que he confeccionado para uso y disfrute del lector:
—A ti lo que te hace falta es echarte una novia. Reacción típica de madre. Equiparable en el caso de las lesbianas a lo de «a ti lo que te hace falta es una buena polla», pero menos zafio, claro. En estos casos piensas «A ver, ¿qué parte de me gustan los hombres no has entendido o ha resultado confusa para que llegues a pensar que lo que necesito es una mujer?». No te lo tomas a mal, porque sabes que no es más que un último intento desesperado de llevarte por el camino de la bendita rectitud heterosexual.
—¿Pero tú estás seguro? Nooo, que va, no estás seguro, sólo lo dices porque cualquier tío hetero se lo plantea y lo dice en voz alta y además se lo cuenta a sus amigos de toda la vida. «No sé… es que se me acaba de ocurrir que no estaría nada mal cambiar de aires. Es que como con las tías me va tan mal…». Y tan mal, como que no te has enrollado nunca con ninguna y jamás les has dicho a tus amigotes heteros que te gustaba Pepita o los melones de Juanita. ¿No les decía nada eso? ¿No? ¿Y tampoco cuando les comentabas que el novio de Juanita era guapete, entendiendo guapete por claro eufemismo de «qué suerte tiene la jodida Juanita de tener un novio que está como un queso»?
—Ah, bueno. Entonces ¿tú qué quieres? ¿Ser una niña?
Ante lo que contestas:
—Claro, ahí le has dado. Quiero ser una niña. A partir de mañana me visto con el traje de la comunión de mi prima, me hago dos trenzas y saco la Barbie que tengo escondida en el fondo del armario. Verás lo mono que voy a estar.
—¿Y cuando te vas a operar?
Respondes, claro, qué remedio:
—Pues mira, no lo sé, porque tengo que atar muchos cabos, entre otros tengo que mirar qué nombre ponerme, si Eufrasia o Eustaquia, y además, no sé qué hacer después con lo que me sobra, porque digo yo que a alguien se lo tendré que dar. ¿Me lo guardas tú? ¿O tu madre?
—Ahhh, entonces si eres gay es que te vistes de mujer y eso, ¿no?
—¡Joder! Pero qué lince, ¿eh? Sí, sí, eso es. Me pongo unos escotazos del quince, y un liguero que tengo… No te haces una idea de lo sexy que estoy con los pelos del pecho escapándose por el escote de la camiseta de piel de tigre, soy la reina de las fiestas, oye. No hay machote que se me resista.
—¡Que guarro!
—¿Por qué? —preguntas con la mandíbula desencajada, porque parece que le has dicho que vas a reorientar tu carrera a hacer películas porno con animales muertos o algo así.
—No sé… Los gays son muy promiscuos, ¿no?
—¡Sí! ¡Otro que ha dado en el clavo! No veas, nada más decírtelo y mientras mirabas la hora me lo he montado con los cuatro que pasaban y al quinto le he mirado el paquete y no le he dicho nada porque veinticinco en el mismo día me parecía excesivo.
Una pregunta muy relevante, casi existencial: ¿Si los gays fuéramos tan promiscuos llevaría yo meses a dos velas? Si hace lustros que no mojo, oiga, que ya hasta se me ha olvidado cómo se hace.
—Y cuando tengas pareja, ¿quién va a ser la mujer?
—Pues mira, aún no lo tengo decidido, oye, porque depende de la cantidad de pelo en el sobaco que tenga mi pareja. O del número de gilipollas que me pregunten lo mismo de aquí a que Ana Obregón consiga un Oscar.
—Entonces… ¿yo te gusto?
Típica reacción del amigo hetero que se echa para atrás mientras va pronunciando las palabras y pega el culo a una pared, por si acaso.
—Sí, mira, tú me gustas. Todos me gustáis. Me quiero cepillar a todos los tíos de este mundo, me da igual que sean viejos, jóvenes, feos, telecos, actores, humoristas, amigos, vecinos, compañeros de trabajo, abogados, periodistas… Es que es normal, tío. Y ahora que te he dicho que soy gay ten cuidado, porque, como soy un degenerado, a la mínima de cambios te estaré sobando el paquete a lo guarri chachi y, además —lo que más miedo les da—, en cuanto te des la vuelta y te pille desprevenido te la enchufo. Anda, tonto, pero si a lo mejor hasta te gusta…
—¿Y cómo te diste cuenta de qué eras gay?
—Pues mira, me compré un Predictor y me comí un bocata de chorizo mientras soplaba por el cacharro ése del test del sarasa. Eso sí, para hacer la prueba hay que estar escuchando a Mónica Naranjo o, en su defecto, el I Will Survive de Gloria Gaynor. Si sale color macho es que no eres gay y si sale rosa-mariquita es que sí.
La segunda prueba consiste en poner el Macho Men a todo volumen y si no puedes evitarlo y te pones a bailar es que hay muchas probabilidades de que seas gay o, al menos, mariliendres. Y la última, la definitiva, si ves a un tío bueno y te notas un bulto raro en tu cuerpo… sí, lo más probable es que seas gay y, lo que es peor, que te gusten los hombres…
—¿Y eso no se cura o algo?
Ésta es de las que más me gusta y la suele decir el gracioso gilipollas de turno que se cree que está haciendo el chiste del siglo y que va a ir directo al casting de El club de la comedia.
—Sí cariño, se cura, a base de comer almejas y de comprarte la Interviu. Lo tuyo seguro que no tiene cura y es grave de verdad. ¿Seguro que tu madre está bien?
—Joder, ¡qué guay!
—¿A qué sí, tío? Molo mogollón. Es superguay…
Es superguay: la gente no te tolera, te mira mal; lo tienes mucho más difícil para encontrar pareja; tus amigos creen que se la vas a clavar en cualquier momento; tu madre no para de presentarte a todas las hijas de sus amigas y a todas las chicas que se encuentra en la frutería; tus compañeros de trabajo piensan que te vistes de mujer; tu vecino del quinto te mira mal cuando te ve con algún hombre (sea quien sea) y se plantea cuál de los dos es el que se pone el liguero cuando vais a echar un polvo; y para colmo un profesor de la universidad que te da una grima impresionante no deja de mirarte en plan lascivo, mientras te guiña un ojo, y te dice que las notas de final de curso dependen del esfuerzo y de lo bien que lo vayas haciendo. Luego añade que ante todo hay que disfrutar, que aprender es eso, disfrutarrrr (cuando llega a este punto del discurso tiene los ojos vueltos y tú retrocedes lentamente y compruebas que las puertas no están cerradas). ¡Es superguay! ¡No me había dado cuenta de la suerte que tengo!
Bueno, hay muchas reacciones más, como, por ejemplo, la de aquel que te dice «ah, ¿sí?, que bien. Me tengo que ir, nos vemos». Y os veis con las pestañas, porque no vuelves a verle el pelo nunca jamás.
Pero, desde luego, como los niños nadie. Un amigo mío, cuando se lo dijo al más peque de su familia, de sólo nueve años, le contestó:
—¿Y qué te crees? ¿Qué ahora te voy a querer menos?
Y es que se ve que según vamos creciendo se nos va reblandeciendo el cerebro y nos vamos volviendo más y más idiotas.