Son de ardores
¿Alguna vez te has dado cuenta de la cantidad de anuncios que hay en la televisión sobre medicamentos y productos relacionados con las digestiones?
Últimamente, y más desde que José Coronado nos instaba a todos a cagar (con bifidus, sí, que sonará muy pijo y todo lo que tú quieras, pero el anuncio nos animaba a cagar, o a cagar mejor si quieres, pero a cagar al fin y al cabo), parece que se está extendiendo mucho lo de anunciar productos contra los gases, las diarreas, las malas digestiones, los ardores y similares. Y ojo, que estos señores de la tele no se equivocan: si los anuncian tanto es, sencillamente, porque la gente los compra.
Está claro: hay una demanda de estos productos, lo que nos lleva a pensar, como proceso lógico y con nuestra capacidad deductiva de Colombo, que la gente, en general, no hace bien la digestión.
Hace cosa de unas semanas, servidor, que es de natural ingenuo (aunque mis amigos lo llaman ser «tonto del culo» simplemente) reunió el valor suficiente para tener una cita. Por tener una cita entendamos que quedé con un hombre, no que me senté a un lado de la mesa y puse mi peluche del Demonio de Tasmania con un sombrero de cowboy al otro. Pues bien, esto en principio no debería ser extraño ni inusual (lo del peluche no, lo de quedar con un hombre); al fin y al cabo, uno está todavía en edad de merecer y esas cosas. Vamos, si me apuras, lo que me deberían sobrar son citas.
Pues bien, quedé con un chico. Con un chico guapo, además. Nos habíamos conocido a través de Internet y llevábamos semanas hablando, pero aún no habíamos tenido la cita real, la de conocernos en persona y esas cosas. Yo me encontraba un tanto extasiado, como si una quinceañera con coletas hubiera poseído mi cuerpo momentáneamente; pensaba cosas como que me lo iba a pasar bien, que tal vez iba a conocer de manera profunda (y no seas mal pensado, leñe) a alguien interesante e, incluso, que iba a mojar (sí, vale, ahora ya puedes malpensar todo lo que quieras). Total, que allí estaba yo a las diez de la noche, recién cenado (aunque apenas había logrado probar bocado y me había conformado con engullir a duras penas un sándwich de jamón —jamón york, el presupuesto no da para más— y queso) y todo enjoyado. Por supuesto que me puse mono. No es que lo necesite, pero para estos casos uno se siente más seguro cuando se engalana. De manera que me acicalé con ilusión y con esmero, me atusé hasta el último mechón de pelo para que quedara en el ángulo preciso (me pasé tres cuartos de hora peinándome para parecer despeinado. Nadie entiende por qué, tal vez el queso de mi sándwich estaba caducado), me eché la colonia cara (ésa que guardo desde que tenía quince años para las grandes ocasiones —y todavía me queda medio bote; qué triste, chico) y extraje la mejor de mis sonrisas dispuesto a impresionar y, sobre todo, a pasarlo bien.
A la hora prevista mi cita llegó, puntual como un reloj. Como ya habíamos cenado y él aseguró no beber ni gota de alcohol, ni refrescos ni nada que se le pareciera, resolví que lo mejor era ir a tomar un helado, idea que él aplaudió muy gratamente. No podía consentir acudir a esos bares que me trataban como a un socio mayoritario y en los que los camareros me ponían el whisky casi sin pedirlo: tenía que impresionarle. Él me dijo que no bebía y yo le dije que bueno, que de vez en cuando me tomaba una copa; suponiendo que de vez en cuando sea cada quince minutos los viernes y los sábados a partir de las doce de la noche.
Una vez que nos sentamos en un banquito de madera de un parque con sendos helados (escena muy bucólica y estupenda donde las haya), me di cuenta de que el susodicho no era para nada como se apreciaba en las fotos que yo había visto: estaba claro que había seleccionado las fotografías en las que salía mejor, aquéllas en las que el ángulo era, precisamente, el que más le favorecía. Tengo que reconocer que me sorprendí un poco, pero no le di mayor importancia porque a mí me enseñaron a pensar aquello de que no hay que ser superficial; de manera que decidí centrarme en su conversación y en su personalidad. No era plan de ponerle el brazo sobre los hombros y decirle «qué, nos gusta jugar con el Photoshop, ¿eh?».
No me había terminado el helado y ya estaba barajando la idea de que aquel tipo no era el mismo con el que yo había pasado semanas hablando.
Para que te hagas una idea, en nuestras conversaciones previas a la cita que estaba teniendo lugar él parecía culto, sencillo, agradable, sensible y simpático. Parecía interesarse por los temas de conversación que yo sacaba a colación y hasta era cariñoso. Por el contrario, el engendro de la naturaleza que yo tenía delante era pedante hasta la saciedad, zafio, grotesco, antipático, con ideas neofascistas, lo criticaba absolutamente todo bajo una óptica ciertamente destructiva (que no autodestructiva, algo que, dentro de lo que cabe, habría supuesto un cierto alivio para la Humanidad) y se pavoneaba constantemente de sus títulos (obtenidos con matrícula de honor), su cultura (artificial, inventada, se había aprendido cuatro nombres de memoria y si lo sacabas de ahí no era capaz de decir tres palabras seguidas) y, por supuesto, de su belleza (que, para ser sincero, tampoco era para tanto). Vamos, querido, que comerme una tarrina de turrón, un acto que normalmente me produce un placer desmesurado, se convirtió en aquellas circunstancias en un suplicio.
Pronto nos aburrimos (el plural mayestático es por ser considerado) y yo, de natural ingenuo (aunque mis amigos prefieren decir «rematadamente gilipollas»), pensé que, tal vez, me estaba precipitando al juzgar al chico, que a lo mejor se sentía inseguro ante la perspectiva de la cita a ciegas y había sacado el armamento pesado como estrategia defensiva. Es que yo, como podrás apreciar a lo largo de este maravilloso volumen que tienes entre tus manos, en ocasiones me creo primo de Freud y, claro, me pasan las cosas que me pasan; que no se puede ir de comprensiva por la vida. Total, que pensé que en un ambiente un poco más tranquilo él se relajaría y volveríamos a hablar de cine, literatura y relaciones como lo habíamos hecho hasta el momento por escrito y con emoticones de por medio.
Así, terminamos en mi casa. Si he de ser sincero, él continuó hablando en el mismo tono pedante y peyorativo hacia el resto de la Humanidad, por muy relajado que se le viera sentado en el sofá. Yo deseaba fervientemente una copa, porque para entonces el que necesitaba relajarse era yo. Le miraba intensamente mientras pensaba que el muy hijo de puta no se callaba ni un segundo y me estaba dando la noche. Por supuesto, dejé de escuchar lo que decía (que no me interesaba lo más mínimo, puesto que todas las conversaciones giraban en torno a lo fantástico y maravilloso que era él y su vida) y puse un salvapantallas delante de mi cara de pececitos de colores nadando en tanto que interiormente divagaba en mil y un pensamientos. Claro está, no le estaba haciendo el menor caso y cuando volvía al mundo real, de vez en cuando, para comprobar si había variado la conversación, me encontraba con una nueva genial frase que me devolvía de un plumazo a mi mundo de fantasía. Perfectamente, podría haberme levantado, tomar un libro de la estantería y ponerme a leer tranquilamente mientras él trataba de hacerse el importante: tal era el interés que suscitaba en mí.
Lo siguiente que recuerdo es que se había acercado a mí, había cambiado su talante ligeramente y se preparaba para besarme. «Bueno, vale, venga, démosle otra oportunidad», pensé yo muy ingenuamente. Tú, querido lector, podrías vaticinar en este punto de la historia que al final la cosa no resultó tan mal y que, aunque suene políticamente incorrecto, echamos un polvo estupendo que compensó la tortura anterior. Todos sabemos que hay tipos con los que es mejor follar que hablar, es un hecho empíricamente demostrado. Conozco gente que dice que no necesita que su cita de la noche sepa pronunciar una palabra siquiera con tal de que esté rebueno. Pues mire usted que bien.
Sin embargo, estamos hablando de mí. Y a mí nunca me salen estas cosas bien.
Nos besamos. Claro que sí. En parte, lo de besarle era una buena idea para cerrarle la boca y que dejara de hablar, no sé cómo no se me ocurrió antes (probablemente porque estaba intentando recordar la receta para preparar el cocido de mi pueblo). No hace falta que explique (vamos, digo yo) que tras los besos va el resto de la piel y que en pocos minutos estábamos en mi cama prácticamente desnudos pegándonos un festín.
Los que me conocen sabrán que yo no soy lo que se dice un hombre alto ni corpulento. Más bien soy de mediana estatura y delgadito, nada del otro mundo. Aquel chico no es que fuera tampoco musculoso, pero era más fuerte que yo. Y esto no lo digo porque termináramos partiéndonos la boca ni echando un pulso, sino porque el chico en cuestión tenía una forma muy rara de echar un polvo. Yo no sé tú, querido lector, pero yo, cuando me acuesto con alguien, no lo cojo por los brazos constantemente y lo zarandeo por toda la habitación como si estuviera sacudiendo una alfombra. Yo estaba tumbado, intentando disfrutar y esas cosas que se supone que uno debe hacer cuando se acuesta con alguien, y entonces llegaba él, me cogía por los sobacos, me levantaba y me tiraba (no es que me tirara de cualquier manera, pero tampoco era delicado) a otro lado de la cama. Imagínate el trauma: yo volando en pelota picada por toda la habitación y completamente desorientado. Si mi lámpara hubiera sido de araña, me habría recolgado de ella y me habría sentado allí a esperar a que al muchacho se le pasara el ataque. De hecho, en mis viajes aéreos sin permiso por el techo de mi habitación, me di cuenta de que la ventana estaba abierta y pensé que si mis vecinos me estaban viendo saltar por los aires sin siquiera ropa interior que cubriera mis partes nobles debían estar flipándolo en colores. Incluso barajé la opción de que en uno de esos lanzamientos que mi ligue hacía conmigo se le fuera la mano y terminara yo saliendo despedido por la ventana hasta la casa de mi vecino de enfrente.
Que no sabía si estaba echando un polvo o me encontraba en el casting del cuerpo de acróbatas del Circo del Sol, vaya.
Cada vez que aterrizaba sobre la cama, le daba gracias a San Palomo Cojo por no haberme esnucado. Estaba mareado y sudaba y tenía el helado de turrón en el cielo de la boca. Si lo llego a saber me tomo una Biodramina, oye, pero es que yo pensaba que lo de acostarte con alguien no era como montar en una atracción de Port Aventura. Él, por su parte, debía pensar que lo estaba haciendo genial. Yo veía que se sentía parte de una peli porno o algo así. Me miraba con cara de «te gusta, ¿eh?». No le contestaba, porque no me daba tiempo de recuperar el resuello.
Para colmo de males tenía esa estúpida manía de tirar del miembro viril como si fuera un chicle Boomer. Que vale, no es que yo la tenga hiperlarga, pero que por mucho que tires eso no estira más. Además, se supone que es un órgano sensible y que uno no debe tratar aquello como si fuera la manivela de una pianola. Vamos, que él tenía otra entre las piernas, que no sé cómo podía ser tan torpe. Cuánto daño ha hecho el porno a los polvos de a pie. Sin duda, debí regalarle un pepino para que practicara, para su próxima vez, y se diera cuenta de que follar no es sinónimo de arrancar la polla de cuajo a tus congéneres.
Por no hablar de unos mordiscos en los pezones que terminó dejándomelos como galletas Campurriana caducadas. Que, digo yo, hay gente que se toma demasiado en serio lo del «devórame otra vez».
Total que llegó un punto de la noche en el que yo, aunque no había llegado al final por mucho que deseara que aquello terminara cuanto antes, estaba harto de volar por la habitación. Con tanto meneo (entre lo de cogerme por los hombros y zarandearme y su genial complejo de zambombero) tenía los huevos completamente desencajados y estaba un poco hasta las narices de todo aquello. Así que en una de éstas que me tiró sobre la cama y me dio un rodillazo en las partes bajas sin querer, lo miré y le dije «mira, vamos a dejarlo». Él se ofendió muchísimo, me llamó de todo, me dijo que sus ligues se daban tortas por acostarse con él y un intenso bla, bla, bla que se vio amortiguado por la alegría interna que sentí cuando me puse los calzoncillos y recuperé, por fin, algo de sujeción en los testículos. Si por mí hubiera sido me habría puesto un suspensorio.
Muy amablemente le pedí que se marchara y cuando cerré la puerta de mi casa, suspiré y me pregunté dónde había quedado esa idea inicial que yo mantenía con cierta expresión de princesa Disney a principio de la noche de conocer a alguien interesante y pasar un buen rato.
Todavía me estoy recuperando de aquel susto.
Ésta no es más que una de las tropecientas experiencias surrealistas que me he visto obligado a vivir en los últimos años en relación con el hecho de encontrar pareja o, simplemente, conocer gente sin otra pretensión (no necesariamente esto debe producirse por la pulsión de encontrar un marido). El otro día, una amiga me decía que no entendía cómo alguien como yo no tenía un montón de tipos haciendo cola deseando tomarse un café conmigo. Y, seguramente, a ti, querido lector, te pasa lo mismo actualmente o te ha ocurrido algo parecido antes de encontrar a la que ahora es tu pareja.
Puede que tú seas una de esas personas que no tiene pareja estable y que no entiende por qué, ya que lo intenta con todas sus fuerzas y, lejos de quedarse en casa rasgándose las vestiduras y esperando que un príncipe azul aparezca de la nada, sale a conocer gente, pero sólo encuentra a tipos de comportamiento inverosímil dignos de ser capturados y estudiados por la NASA. Puede que seas de esos pequeños afortunados que consigue tener pareja de vez en cuando, pero cuya relación se basa en una serie de normas dignas de película de Woody Allen. Puede que te hayas enamorado de tu mejor amigo y éste, siendo tan amiguísimo tuyo, se haya aprovechado de ti y se haya creído que eres tonto de remate. Tal vez tienes una relación complicada con un tío que ni es tu novio, ni es tu amigo, ni es ná’, pero que se piensa con derecho de pedirte dinero cuando no llega a fin de mes. No lo sé, las relaciones en los tiempos modernos son complicadas y casi cualquier cosa, incluso tener un lío con tu bote de nata montada, es posible.
De cualquier manera, lo que está claro es que ser persona es una de las cosas más difíciles de los tiempos que corren. Es prácticamente imposible no desquiciarse, no volverse antisocial y no querer subirse al campanario del pueblo con una escopeta de cañones recortados a tenor del comportamiento generalizado de esos seres que se parecen a ti físicamente pero que cuyos comportamientos te conducen a pensar que son de otra galaxia.
No puedo explicar a qué se debe, si se trata de la luna que vuelve idiotas a dos tercios de la población, si se trata de un problema de comunicación o si, de hecho, estamos todos medio grillados como consecuencia de vivir en este siglo. Está claro que las personas somos todas diferentes y que cada uno es de su padre y de su madre. Pero qué padres tan distintos a los nuestros, oye. Parece ser que aquí hay algo que no furula. Y no, no se trata de ti, esto es algo generalizado: todos tenemos ya el estómago bien revuelto. Y cuánto más se revuelve, más difícil se nos hace probar platos nuevos.
Amar en tiempos de estómagos revueltos no es un tratado sobre amor; es más bien un manual de supervivencia para torpes. Es, sin duda, un libro bicarbonato que intentará suavizar todas tus indigestiones y que te salvará de tu vomitivo pasado, presente y futuro amoroso.
Sé que muchos me acusarán de frívolo, superficial e incluso demagogo, pero conste en este prólogo que nunca quise sentar cátedra y que el único objetivo de estas líneas ha sido, es y siempre será reír, desdramatizar y aclarar el estómago para continuar hincando el diente a la cocina del mundo con la esperanza de que alguno de esos manjares no nos resulte indigesto. O, dicho con otras palabras, conocer a alguien que merezca la pena, se comporte como una persona adulta y no encuentre placer o entretenimiento en el arte de producir arcadas en sus semejantes.
Alguno debe haber.
Mientras tanto, no cejaremos en nuestro empeño de probar ingredientes hasta encontrar la receta perfecta. No te olvides de que siempre hay que intentar ser plato de buen gusto y que para ello no hay nada mejor que curtirse y aderezarse con las experiencias que te ofrece la vida; siempre sin llegar a amargarse y terminar indigestando a otros.
Pasa, prueba y si te gusta repite sin compromiso.
Buen provecho.