No cambié, no cambié, no cambié
Lo bueno de vivir en estos tiempos es que se prodiga la ley de la oferta y la demanda. Cuando vas a comprar, aunque sea un paquete de doce rollos de papel higiénico, resulta que tienes a tu alcance una amplia variedad; desde la marca barata anticrisis hasta los hiperperfumados (o sea, tía) para que tu trasero huela a lavanda.
Esto se repite sucesivamente con todos los productos y servicios que consumimos.
Lo malo de vivir en estos tiempos es que se prodiga la ley de la oferta y la demanda, y sólo sobreviven aquellas empresas que tienen la capacidad de abarcar un amplio espectro poblacional. Y si no era suficiente con la publicidad, que la encuentras hasta en el sobaco de los monos del zoo, las grandes empresas utilizan la técnica de fidelización de clientes. El otro día lo hablaba con una amiga mía, que ahora te dan tarjeta de cliente hasta en el quiosco de la Puri.
Compres lo que compres, siempre te dicen eso de «¿tiene usted nuestra tarjeta?» y, cuando respondes que no, el que te cobra te mira como si hubieras atropellado a un gato o algo así, como pensando «por Dios, cómo puede no tener nuestra tarjeta, si le habríamos descontado cuatro céntimos de su compra de cuarenta y dos euros». Fíjate, los unos y los otros hablando de crisis y tú despilfarrando por no tener la tarjeta Club Chupiguay. Que digo yo que ya podrían hacer una tarjeta común o algo, porque si uno tiene que llevar encima las tarjetas de todos los establecimientos en los que compra, tendría que portar una maleta cuando sale a pasear al perro (nunca sabes si en la barra de viena se acumulan puntos, tía, que a lo mejor cada tres mil barras de viena te dan una flauta de pan, y todos sabemos lo divertido que puede ser sostener algo con forma de flauta un sábado por la noche).
Luego está lo de comerte la cabeza para que te cambies de compañía. Esto es guay. Porque un día estás desayunando y a las ocho de la mañana te suena el móvil. Tú piensas «ya está, una entrevista de trabajo, por fin el título de Periodismo me va a servir para algo más que para tener reservas para cuando se me acabe el papel higiénico mentolado» (pasarse el nombre de la rectora por el ojete debe ser toda una experiencia, oigan), pero no. Resulta que es un operador de Movistar. Un operador de Movistar al que le cuelgas. Un operador de Movistar que te llamará unas quinientas setenta y siete veces, aproximadamente, durante la mañana. Un operador de Movistar que te llamará otras tantas veces por la tarde. Un operador de Movistar que se convertirá en tu peor pesadilla y que conseguirá que el politono de los Andy y Lucas de tu móvil te suene muy parecido a la música de Psicosis. Podrías cogérselo y decirle que no estás interesado en cambiar de compañía, pero como veremos eso da igual, porque los del turno de tarde (que todavía tienen tu teléfono en la base de datos) no lo saben. Y te llamarán. Y los del turno de noche. Y la limpiadora de las oficinas de atención al cliente, por seguir con la guasa.
La cosa no queda aquí. Si, por ejemplo, bajas al estanco a comprar tabaco (obvio, no va a ser a pedirle el teléfono al estanquero. O sí, váyanse ustedes a saber, que hay quienes dicen que los maricas deberíamos ligar de manera natural y eso de tirarte al cuello del primer dependiente es lo más natural del mundo) puedes toparte fácilmente con otra trampa. Entras y entonces aparece delante de tu cara una chica (porque siempre es una chica) que aparenta unos veinte años, pero que en realidad tiene cerca de treinta y una cara de estar hasta el parrús, porque lleva de pie toda la mañana sonriendo como una imbécil y sosteniendo un cartón de Winston vacío en la mano mientras se pregunta para qué carajo hizo Ingeniería Politécnica en Harvard mientras aprendía el idioma, todo para terminar haciendo promociones. Entonces te dice:
—¿Fumas tabaco rubio? Pues si en vez de comprar Chester compras Winston te regalamos un mechero, entras en el sorteo de una pianola y, además, te hago el pino con un Bollicao en la boca cantando una de Camela.
Y, claro, tú sabes que la muchacha lo está pasando mal, pero es que el Winston te sienta como un tiro y hace que tu garganta se parezca mucho a la cara de la Duquesa de Alba. Coño, que hasta te sientes mal por comprar el Chester.
Luego, de camino a casa, te para un operador de ONO. Tú le ves venir y no te importa, porque ya tienes ONO, así que no hay nada que temer. Pobre ingenuo… El operador te para y te pregunta:
—¿Con qué compañía tiene usted la telefonía fija?
—Con ONO —le contestas todo dicharachero, como si eso fuera la cosa más divertida que hay en el mundo después de Jorge Javier borracho.
—¿Y tiene usted Internet?
—Claro, con ONO.
—¿Y televisión?
Hostia, ya la has cagado. Niegas con la cabeza y el tipo empieza a soltarte un rollo que te cagas sobre que si contratas la tele con 7543 canales te saldrían los dos primeros meses gratis (a partir de los dos meses te sube la factura 50 euros, pero ¿a quién le importa? De aquí a dos meses puede que hayas muerto y hayan encontrado tu cadáver delante de uno de esos canales maravillosos que te salen gratis). Te dice, además, que hay canales para maricones (y te preguntas por qué te cuenta eso) y no sé qué de un Bollicao en la boca mientras hace el pino conjugado con una carrera de Biología.
Le dices que no, que tú no ves la tele, pero no importa. Él sigue hablando:
—Mira, es una oferta superchuli, porque si te fijas bien tener el Canal Viajar te sale más barato que viajar y, claro, ante eso es imposible negarse…
Sales de la situación con alguna excusa del tipo «ay, perdona, que es que tengo que recoger a mis bambúes del cole» o «uy, ¡qué me he dejado la plancha enchufada!» y le dices que no te interesa un pimiento, pero no importa. A la vuelta de la esquina hay otro, tal vez incluso de la misma compañía. Y te suelta el mismo rollo.
Pero es que luego te vas a casa y llaman a la puerta: un tipo que vende seguros. Le dices que no, cierras la puerta corriendo, pero pone el pie entre la hoja de la puerta y el umbral. Empujas, lloras, gritas, pides socorro, le muerdes el codo, le pegas un puñetazo, tu móvil suena: el operador de Movistar vuelve a la carga. Consigues echar al tipo, pero no importa. Al cuarto de hora, aparece un tipo vendiendo enciclopedias, otro de gas natural cantándote lo de «me cambio, me cambio, me cambio» y un par de testigos de Jehová que pretenden que también cambies de religión. La virgen. Y esto es un día cualquiera.
Para colmo, esa noche tienes una cita. Te estás tomando tranquilamente una copa en la terraza de un bar y, entonces, aparece un tipo con un acordeón que se te pone al lado de la oreja y te toca una canción de ocho minutos durante la cual no puedes hablar con tu acompañante y sólo miras las musarañas mientras concluyes que los americanos son afortunados por poder tener pistolas. Luego te pide que le pagues la actuación, por supuesto. Lo peor no es esto, lo peor es que luego viene el de la guitarra, el de la bandurria, el de la batería, el del organillo y la cabra, la de las flores, el de los CD piratas, el de las películas y hasta su puta madre.
Negro, porque ya estás más que negro, te bebes lo que resta de tu copa de un sorbo y decides marcharte a casa. Y entonces ocurre lo inevitable: tu cita (el tipo al que estás a punto de poner mirando pa’ Cuenca) te dice que hay que ver, que deberías ir al gimnasio porque no tienes músculos, que deberías rasurarte la barba y que una depilación de pecho no te vendría nada mal. Por supuesto, llegados a este punto, gritas, clamas al cielo y echas al tipo de tu casa a escobazos (no follar por hartura, que sería esto) y escribes cien veces en la pared del salón aquello tan bonito de «No cambié, no cambié, no cambié»… con cara de perjudicado mental y ganas de emigrar al Polo Norte, a emborracharte bebiendo licor del Polo.
Y te crees que esa será tu salvación. Lo que no sabes es que, muy probablemente, los pingüinos te pedirán que cambies también de iglú, de trineo y hasta de personalidad.
Es ley de vida, cariño. No, que todo el mundo quiera que cambies no; que todo el mundo quiera joderte.