En el súper

En la vida no tienen que ocurrirte cosas la mar de interesantes para reírte y que merezca la pena. Desgraciadamente (o afortunadamente también) no todos respondemos a los patrones de esas series tan realistas en las que uno es actor porno, el otro es un creativo publicitario que jamás se estresa, otra tiene un bar lleno de lesbianas y otra más trabaja en una galería de arte muy chic. Algunos somos pobres trabajadores y amos de casa que tenemos que salir por la mañana a hacer la compra en el Mercadona. Y da igual lo mono que te pongas para empujar el carrito, el resultado será el mismo cuando tomes de la estantería un paquete de doce rollos de papel higiénico de doble capa.

Lo de ir a hacer la compra puede ser un verdadero estrés, que sí, que te lo digo yo. Sobre todo cuando eres pobre y las matemáticas se te dan mal. Y sobre todo cuando te sientes solo porque no tienes pareja y te conviertes en el blanco perfecto de las estrategias de venta de esa gente malvada que ha hecho de ti el maldito consumista que eres.

Tú llegas al supermercado, la mar de puesto, decidido a comprar sólo lo esencial (sí, la botella de whisky es esencial, aceptamos barco). Decides usar un carrito, porque no tienes ganas de ir cargando con todo. Por supuesto, te vale con un carrito pequeño; para lo que vas a comprar… Sin embargo, resulta que cuando metes el euro en la fila sacas algo parecido al trailer de los carritos: un metro y medio de superficie en el que, si me apuras, podrías meter a tu madre en posición fetal. La virgen. ¿Cómo lo hace la gente para llenarlo hasta arriba? ¿Se lían a echar cosas como locos? Y ya puestos… ¿cómo lo hacen para pagar todo lo que cabe ahí dentro? Venga, vale, no pasa nada, tú sigues pensando que vas a comprar lo esencial, que por algo eres un iluso de cuidado y pensabas que Epi y Blas dormían juntos porque eran la mar de amigos (lo cual explica por qué querías tú dormir con tus amigos en la misma cama, sobre todo con los más guapos. Tonto que eras…).

En ese momento de candidez e ingenuidad extremas no cuentas con que los directivos de estas superficies son malvados y maquiavélicos y han colocado las estanterías de modo que los pasillos te conduzcan a adentrarte en un laberinto de productos inútiles que no tienen cabida en la pirámide alimenticia. Pero están taaaaaaan ricos y vienen en unos envoltorios taaaan bonitos… Así que no puedes evitar poner en el carrito un paquete de napolitanas de chocolate con muy buena pinta. Piensas: «soy una triste persona incompleta, necesito algo que me anime. El chocolate ayudará». Vale.

Pasas por los yogures. «¿Cómo? ¿Yogures de turrón?». «No tengo trabajo, qué pena de mí». Te haces con los yogures.

«¿Cómo? ¿Patatas con sabor a espárrago mojado en potaje de lentejas? Qué raro, ¿no? Pero hay que probarlo». «Mi vida no tiene sentido, tengo que probar cosas nuevas». Echas las patatas al carrito. Y un paquete de revuelto de frutos secos de un kilo para ver las películas y las series que te ayudan a evadirte de tu penosa existencia.

Esta situación se va repitiendo una y otra vez, mientras en el hilo musical van sucediéndose canciones que te hacen sentir mal progresivamente. Que si Mariah Carey llorando, que si Lucie Silvas en plan derrotista, que si Amaral cantando el Sin ti no soy nada (gracias a la cual te acuerdas del memo de tu ex y decides comprar cuatro tabletas de chocolate Milka)… Esto produce el efecto instantáneo de que lo esencial se convierta en, prácticamente, todo el supermercado. Es decir, la leche, el pan y todas esas cosas son productos secundarios que no van a conseguir paliar tu vacío existencial, pero una tarrina de helado de tiramisú puede hacerlo. (?). Nadie sabe por qué, en ese momento no puedes pensar con claridad.

Cuando avanzas hacia la caja, descubres que tienes en el carrito un mogollón de cosas que, sí, paliarán tu vacío existencial, pero te pondrán en la tesitura de engordar doce kilos en un par de días, hasta que algún buen amigo o familiar aparezca por casa dispuesto a desenterrarte del montón de envoltorios, gominolas y trozos de chocolate que te rodean. Esta visión aterradora de tu futuro te angustia, y por eso decides tomar una botella de whisky del estante. Total. Ya da lo mismo.

Al llegar a la caja ocurre una cosa muy graciosa: se te cuela una mari. Ella ha visto que ibas ya a pagar y ha corrido, prácticamente ha hecho un rally, desde el otro lado del Mercadona, sujetando su carrito con fruición y violencia y haciendo una carrera que ya habría querido Carl Lewis. Esquiva con facilidad los obstáculos porque ella tiene mayor conocimiento del laberinto que tú (es una mari experimentada en recorridos de supermercado, mientras que tú sólo eres un niñato comepizzas congeladas). Ha llegado una décima de segundo antes que tú y se ha puesto delante en la cola. Te encanta. Te encanta tanto que quieres atropellarla varias veces con tu carrito. Una vez lo consigues: le haces polvo un tobillo. Pero ella mira hacia el techo del supermercado, arreglándose el flequillo en un gesto de superioridad que viene a decirte «jódete, bonico, he llegado antes que tú. Saldré de este tugurio dos minutos antes». No sabes por qué, no es un gran ahorro tiempo, pero te pone de mala leche. (?). No, tampoco hay explicación convincente para esto. Sólo puedes pensar: «Maldita, ya nos veremos las caras mañana, en el mismo sitio a la misma hora», y poner la misma expresión que Clint Eastwood en sus películas del Oeste.

Justo cuando te llega el turno, resulta que aparece una viejecita con un paquete de leche en la mano y te dice con cara de cabra montesa en la Gran Vía que si la dejas pasar, que sólo lleva eso. Bueno, vale, venga, va… La dejas. Pero detrás de ella aparece un tipo que te hace ojitos con un paquete de jamón cocido. Te ruega lo mismo. Venga, vale, va… Lo dejas pasar. Justo detrás te viene una señora que te cuenta que tiene el coche aparcado en doble fila y lleva en la mano un paquete de tampones. Joder. Venga, vale, va.

En este punto, en el que has dejado pasar a 345’2 personas que sólo llevaban un artículo te preguntas si no será una familia que está haciendo la compra de artículo en artículo descojonándose a tu costa a la salida del supermercado. Por eso, cuando aparece la decimosexta viejecita con cara de no haber roto un plato y te pide que la dejes pasar, le contestas que no de muy mala manera. Entonces la cola que se ha formado detrás de ti y la de la caja de al lado se convierten en miradas de la Inquisición que desaprueban tu comportamiento. Todo el mundo te mira con el ceño fruncido. Todo el mundo te está juzgando. Todo el mundo piensa que eres una persona horrible. Maldita sea la vieja. Malditos sean todos. El próximo día te traes la escopeta de cañones recortados y atracas el supermercado. A la mierda.

Ahora viene el momento en el que la última viejecita a la que dejaste colarse, una de las muchas que has dejado pasar, pretende pagar una barra de viena. Y pretende pagar, nada más y nada menos, que ¡en céntimos! La buena señora lleva trece minutos cronometrados de reloj rebuscando moneditas de color cobre en su monedero. Joder. Pero si ya has puesto las cosas en la cinta transportadora, si ya te iba a tocar. ¿Por qué? ¿Por qué todo es tan difícil?

No puedes más. Quieres partirle la barra de pan a la vieja en la cabeza. No, espera. No quieres: lo deseas. Sí, sí, sí, es adorable, es una viejecita adorable, pero es que llevas cuarenta y cinco minutos en la caja y quieres salir y devorar con ansiedad algo, cualquier cosa, chocolateada y llena de grasas saturadas de las que llevas.

Finalmente, la viejecita resuelve «ay, es que no llevo suelto» y le da a la cajera un billete de cinco euros.

¿No lo podía haber hecho antes? ¿No podía traer el jodido dinero contado desde casa? Es una barra de pan, no una lista de la compra para una familia de doce. Estás negro y ya cualquier cosa te molesta. Piensas muy acertadamente que una botella de whisky no va a ser suficiente.

Cuando por fin comienza la cajera a pasar tus cosas por el lector de códigos, termina en un santiamén. Tú estás la mar de estresado, metiendo lo que has comprado en las bolsas. No te da tiempo. Una bolsa se te rompe. ¿De qué mierda están hechas estas bolsas? La cajera te sorprende en pleno ajetreo, mientras estás guardando tus cosas y andas pensando en que todavía tienes que devolver el carrito a su sitio y recuperar tu euro, sin dejar de mirar que nadie te robe nada. «Cincuenta y siete con ochenta y dos», te dice con voz de contestador automático y sin mirarte a la cara. Te mete un paquete de tomate frito en una bolsa y sonríe satisfecha: se cree que con eso ha hecho la buena acción del día y que te ha ayudado un taco…

«Pues sí, gracias a esto te dispararé la última», piensa tu yo más destructivo.

Buscas la tarjeta, metiendo una lata de atún en una bolsa y tratando de encontrar tu dignidad en algún lugar, debajo de la caja. Esa señora podía pasarse un cuarto de hora contando céntimos, pero tú no puedes hacer esperar a los demás ni dos minutos y hacer las cosas con tranquilidad. (?). Efectivamente, tampoco nadie sabe el motivo.

Ahora tienes que firmar el recibo. Mierda. El boli no pinta. Estás estresado. Tienes que escribir tu nombre, ¿serás capaz de hacerlo? Lo escribes, pero lo que has garabateado se parece más a la cara de Massiel en la boda de Rociito que a eso que aparece en tu carné de identidad. Joder.

Cuando sales del supermercado, cargado como una mula de cosas que no pretendías comprar, sintiéndote culpable por haber gastado tanto dinero, con los chorreones de sudor cayéndote por la frente a pesar de estar en pleno mes de octubre, piensas que la próxima compra la harás por Internet y que un día de estos, cuando despiertes, nadie lo notará, pero te habrás convertido en un sociópata de mucho cuidado cuya mayor afición será partir barras de viena en la coronilla de viejecitas tocapelotas y destrozar tobillos de marujas robaturnos.

Y piensas que esto será el madurar, que una cosa (el madurar) y la otra (convertirse en un sociópata de cuidado) vendrán cogidas de la mano, porque cada día que pasa sientes de manera más imperiosa la necesidad de emigrar a Australia y dedicar tu vida a cazar canguros y cocinarlos al ajillo. Bien ricos tienen que estar, oye…