17. Secundarios pero primarios

El Hollywood de los años treinta dependía de sus grandes “estrellas” (Garbo, Gable, Crawford), pero al lado (no por debajo de ellas, salvo en los títulos) una constelación de grandes actores “secundarios” eran primarios.

Tres de ellos eran, por derecho propio, coprotagonistas de los filmes. Número uno, Claude Rains, que venía de las tablas de Londres y tuvo en Hollywood un inicio paradójico: no se le veía. Salvo en el segundo final. Es El hombre invisible (1933) de H.G. Welles, dirigida por James Whale. Y después de este debut sin ser visto, Rains protagoniza Crime without passion, el drama de Ben Hetch y Charles MacArthur sobre un abogado que asesina a una muchacha (Margo). No volvió a encabezar reparto hasta Cesar y Cleopatra de Bernard Shaw (1945), con Vivien Leigh.

Pero entre Wells y Shaw, Rains le dio tono, gravedad, ironía, perfidia y pasión a muchos roles “secundarios” sólo en apariencia. Fue el malvado Juan sin tierra en Las aventuras de Robin Hood (1938) y un ridículo Napoleón III en Juárez (1939). El cielo lo envió a la tierra en Here comes Mr. Jordan (1941) y Casablanca (1942), su papel más memorable como el cínico aunque amable jefe de la policía. Rains dice algunas de las mejores líneas del cine: “Capturen a los sospechosos de siempre”, “Creo que bajo su apariencia de hombre cínico, es usted un sentimental” y “Confieso que carezco de convicciones, yo voy con el viento.”

Rains fue fiel compañero de Bette Davis en Mr. Skeffington (1944), Now, voyager (1942) y Deception (1946). Trianguló los amores de Ingrid Bergman y Cary Grant en Notorious (1946) de Hitchcock, donde Rains es manipulado por su madre y por un grupo de nazis en Río de Janeiro. El actor trae desde papeles de hombre traicionado y manejado por todos una extraña dignidad, como si fuese, como su destino inicial lo indicaba, el dueño de la situación. Rains le da una realidad equívoca al personaje burlado por el destino pero dueño de una integridad en la adversidad.

Thomas Mitchell, en el extremo opuesto a Rains, era un gringo irlandés carente de distinción alguna —gordinflón, con un mechón sobre la frente, físico nada distinguido, sonrisa con hoyuelos y mirada ávida y a veces, indolente—. Pero es en un solo año, 1939, un periodista senatorial, el papá de Scarlett O’hara, un aviador de mente infantil y un médico ebrio, en Stagecoach de John Ford, que le valió un Óscar. La verdad de Mitchell la demuestran su simpático y desordenado personaje en It’s a wonderful life (1946) de Capra y su frío y celoso asesino en Flesh and fantasy (1943) de Julien Duvivier. En medio de todos, como corona de su versatilidad, Mitchell es el adivino cuya bola de cristal condena a Edmundo Robinson a matar… al adivino de su propia muerte, Mitchell simpático tahúr en The lady Eve (1941), cruel usurpador de la pierna de Ronald Reagan en King’s row (1942), moribundo consejero de Bette Davis en In this our life (1942).

Celestino de Don Ameche en Heaven can wait de Lubitsch (1945), Charles Coburn culminó su larga carrera dos veces, ambas al lado de Marilyn Monroe. En Gentlemen prefere blondes (1953) de Howard Hawks y sobre todo en Monkey business (1952, también de Hawks). En ésta, Marilyn es “Miss Laurel”, una secretaria que no sabe escribir y objeto de la senil sexualidad renaciente de Coburn, producto de las sustancias de laboratorio “fabricadas” por Cary Grant. Si el mono octogenario puede, ¿por qué no su contemporáneo, Charles Coburn? Sólo Howard Hawks, dos veces, pudo convertir a Monroe en el cómico objeto del deseo de Coburn, cuya cachondería se manifestaba con el monóculo que brincaba de su ojo al ver a una chica guapa.

Detrás de estos “tres grandes” hay una pléyade de actores que enriquecieron los repartos de la época. Donald Meek, pequeñito, calvo, con un rostro afable e inocente, que sin embargo pudo hacer gala de picardía y sorprender, más que al espectador, a la película misma con actos inesperados de burla, malicia y simple candor. En You can’t take it with you (1938) de Capra deja su empleo de pequeño burócrata para unirse a la familia excéntrica donde se divierte fabricando máscaras. Gran filme sobre la distancia entre apariencia y verdad, la apariencia misma de Meek le daba crédito a la sorpresa de su actuación. Fue parte del reparto encerrado en La diligencia (1939) de John Ford.

Samuel S. Hinds era, casi siempre, padre de familia, esposo fiel, abogado recto y sólo una vez, en Destry rides again (1939) juez borracho y corrupto. La corrupción, en cambio, era la práctica de todos los días de un hombre al que no se le creía la maldad, Brian Donlevy, protagonista de una gran película de Sturges sobre el inagotable tema del ascenso y caída de un hombre corriente, The great McGinty (1940), pero pronto devuelto a los papeles de villano (Beau Geste, 1939) donde, como el sargento al mando del fuerte en el desierto árabe, no dice, sino que escupe, silbándolas, las amenazas.

Eugene Pallette, que fue uno de los jóvenes ladrones de Robin Hood, se convirtió en un rotundo padre de familia con voz de trueno y mirada exasperada, papel seguido de cerca por Walter Connolly, habitualmente millonario exasperado por las inesperadas vueltas del destino.

Otros secundarios aún menos primarios —actores de apoyo, supporting actors— eran Frieda Inescourt, defensora del hogar y Donald MacBride, el enojado más exasperado del cine.