7. Las reinas de Hollywood

Lo fue Joan Crawford, como lo fueron Norma Shearer, Jean Harlow, Jeanette MacDonald y otras estrellas de la Metro-Goldwyn-Mayer. Pero fuera de la dorada jaula del león, dos son las actrices más extraordinarias de la “era dorada” de Hollywood: Bette Davis y Barbara Stanwyck.

Bette Davis

“Quisiera besarte pero acabo de lavarme el pelo” (I’d love to kiss you, but I just washed my hair).

Esta frase, pronunciada por Bette Davis en una de sus primeras películas, Cabin in the cotton (1932), podría extenderse a su vida personal y a la sucesión de maridos pasajeros, a los que Bette Davis no pudo “besar” porque acababa de “lavarse el pelo”. Un chico de sociedad, Fritz Wall, le propuso matrimonio porque necesitaba una anfitriona social. El primer marido, Harmon Nelson, era un músico de jazz que llegaba a casa cuando Bette salía a filmar. Bette se enamoró (como muchas más) del millonario Howard Hughes. Liam los grabó cuando Bette y Howard hacían el amor y chantajeó a Hughes: le pidió setenta mil dólares a cambio del silencio. No sabía que ni Hughes ni Davis eran chantajeables. A su segundo marido, Arthur Farnsworth, Davis lo conoció como director de un hotel de Nueva Inglaterra. Pronto se enteró de que su segundo marido era un borrachín atado a las faldas de su mamá. Un accidente acabó con el desafortunado matrimonio: Farnsworth se cayó en la calle y la contusión cerebral lo mató.

“Después de que me besas, siempre me limpio la boca” (Of human bondage).

Davis no aprende. Su tercer matrimonio lo celebra con el cazafortunas William Grant Sherry, adicto a los baños de sol, desempleado, que se duerme viendo las películas de Bette y dice preferir a sus galanes que a su mujer. A Bette le propina golpizas, le arroja lámparas y baúles. Exit Sherry. En espera del cuarto esposo, el actor Gary Merrill, su compañero de All about Eve (1950) y en la vida real, durante diez años de atracción e incomprensión, de sexo y compasión mutuos.

“Sin mí no eres nada, eres menos que nada… cada vez que me besabas, me carcajeaba” (Of human bondage). Amor verdadero, Davis sólo lo siente por William Wyler, que la dirigió en Jezebel (1938), La carta (1940) y La zorra (1941). Los pleitos entre actriz y director durante las filmaciones fueron tan largos como las cincuenta (sin cuenta) tomas que Wyler filmaba, Davis corregía y Wyler volvía a filmar. Atraída por un hombre que, al fin, compartió su profesión y su pasión, la de Davis no fue correspondida. Wyler, un hombre de baja estatura, cuadrado, sin atractivo físico pero con gran talento creador, llamado “el Golem”, empleó magistralmente a Davis. Ella creyó que se casarían, Wyler se casó con otra mujer, acaso huyendo de Bette, segura de que una gran actriz es “tan buena como su director” y que nadie, como Wyler, había llevado tan alto el talento de la actriz a la pantalla. O sea: Bette Davis sólo pudo amar lo que ella misma era, una personalidad del cine. Fuera del cine, estaba ciega. El brillo gigante de la pantalla la cegó. Hombres mediocres, arribistas, pillos en la vida real. Creadores de arte en el cine. Aquéllos no la vieron como era en la vida diaria; creyeron que sería, en el hogar, lo que era en la pantalla: tierna y terrible, excitante y cariñosa. Pero Davis era la estrella a toda hora, la mujer aguerrida, insultante, gritándole al director Irving Rapper, “Oye, pobre idiota, ponte de rodillas dando gracias por dirigir a Bette Davis”.

No vieron que el pelo “recién lavado” de Bette Davis era la cabellera de la Gorgona, testa monstruosa del poder, la majestad y la inconstancia: rostros horrendos, ojos asesinos, serpientes en la cabeza. Y sólo una de las tres, la Medusa, mortal. Ningún hombre en la vida de Davis fue Perseo. Todos la miraron y se convirtieron en piedra. Querían en la cama lo que sólo existía en la pantalla: “Jamás me casaría con una mujer así”, declaró el director y amante ocasional Vincent Sherman. Y ahí, en la pantalla, entrar a la vida verdadera de esta gran actriz. Se sabía fea. No podían retratarla como cheescake, en traje de baño, Davis —Medusa— requería ropajes, luces, peinados, que disimularan la herida sangrienta de su boca, la nariz de periquillo, los ojos saltones. ¿Fealdad fosforescente, dijeron? ¿Frankenstein femenino? “Incluso cuando la apuntan con una pistola, era ella la que me asustaba” —dijo Humphrey Bogart. Ojos rococó.

“Tu vida o la mía. Si te matan, seré libre. Si ambos morimos, ¡adiós y viento fresco!” (Dangerous).

Bette Davis batió un record. Cuarenta y nueve películas de éxito y calidad, una tras otra, de Servidumbre humana (Of human bondage, 1934) a All about Eve (1950). Con subidas y bajadas, pero olvidables éstas, insuperables aquéllas. La prostituta desagradecida y estúpida de Of human bondage. La borracha en Dangerous. La artista provinciana amenazada por Bogart en The petrified forest. La prostituta con la cara rajada por Eduardo Cianelli en Mujer marcada (Marked woman, 1937), la coqueta sureña redimida por Henry Fonda y la fiebre amarilla en Jezebel (1938). La esposa sacrificada a los caprichos aventureros de Errol Flynn en Las hermanas (The sisters, 1938), la rica heredera condenada a la ceguera y la muerte (y al matrimonio con George Brent) en Amarga victoria Pantallas de (Dark victory, 1939). La enloquecida emperatriz Carlota en Juárez (1939) y más: la madre soltera que debe ocultarle la verdad a su hija desagradecida para que ésta (Jane Bryan) se case en la alta sociedad. La imperiosa Isabel I, aquí sí Frankenstein en un trono, rapada, con peluca roja, manejando sus collares con tanta determinación como su trono y dispuesta a sacrificar su pasión por Essex (Erroll Flynn) en nombre del destino imperial de Inglaterra: Flynn al cadalso. Resignada institutriz de los hijos de Charles Boyer en All this and heaven too (1940), difamada por la histérica esposa (Barbara O’Neal) de éste. Sublime —me quedo corto— en La carta (The letter, 1940), la mujer doméstica (teje mucho) desviada al crimen por la pasión erótica. Melodramática al límite en The Great Lie (1941) como madre adoptiva del bebé de Mary Astor: “El bebé es mío. Mi único propósito en la vida es que el bebé sea mío. Tú no existes”. The little foxes (1941), donde Davis encarna la ambición en estado puro, a expensas de la vida de su marido (Herbert Marshall) y de su hija (Teresa Wright). Now voyager (1942) otra gran interpretación del patito feo convertido en el cisne seductor por obra y gracia del psiquiatra (Claude Rains), frustrada en su pasión amorosa con Paul Henreid, pero compensada por la amistad de la hija de éste y por la famosa frase final de la película “Jerry, ya tenemos las estrellas, no pidamos la luna”.

En Alerta en el Rin (Watch on the Rhine, 1943) Davis acompaña fielmente a Paul Lukas, luchador político contra el régimen nazi. En Old acquaintance (1943) se reúne con su detestada Miriam Hopkins para celebrar, con todas sus consecuencias, una “vieja amistad”. En Mr. Skeffington (1944) es una mujer vana, infiel, incapaz de aceptar el paso del tiempo o la fidelidad de su marido judío (otra vez, Claude Rains), nuevamente su némesis en Decepción (1946), retrato de la mentira como convicción del amor. Y la ya mencionada Beyond the forest (1949), donde Bette llega a la cabaña habitada por su nuevo marido (Joseph Cotton) y exclama, inmortalmente, “What a dump!” (“¡qué pocilga!”), como si adivinase el final de su propio estrellato.

Éste, sin embargo, tuvo una cinta más: la espléndida All about Eve (1950), en la que Davis, como la eternidad, idéntica a sí misma, es la estrella que envejece para cederle el paso a la joven arribista (Anne Baxter) armada de la mendacidad y la traición que Margo Channing (Bette) no tuvo, contentándose, en cambio con ser mujer: “Soy mujer. Lo que abandonas en el ascenso para ir más de prisa, lo olvidas. Volveré a ser mujer”.

¿Debió terminar aquí, en 1950, con All about Eve, la gran carrera de Bette Davis? Lo que siguió, entre 1950 y 1962, fue una pálida repetición de éxitos pasados, agravada por otro paso: el de los años. Pero en 1962, Davis reaparece como un monstruo devastado por la edad, la nostalgia, la gloria perdida y un presente de saña, servidumbre y venganza, contra sí misma y contra la hermana (Joan Crawford) lisiada por la propia Bette a fin de perder la fama que Davis, actriz infantil, tuvo y perdió. Actriz infantil: Bette repite los números que le dieron fama a los nueve años de edad, con los rizos, los moños, los vestidos de la infancia, y con una cara de payaso, blanca de polvo y brillante de rímel, falsos lunares y ojos extraviados.

What ever happened to Baby Jane? ¿Qué sucedió con Bette Davis? Acaso la decidida preferencia de la estrella por guiones y directores mediocres era su manera de sobresalir. Ella, la estrella, era superior a todo: argumento, director, los demás actores. Éste era su credo: la persona externa mostraba, en la pantalla, el alma interna. La actuación revela el alma. Importa menos el guión que la calidad de la actriz, o como dice la astuta escritora inglesa Brigid Brophy, comparando la histeria de Davis a la de Santa Teresa, “en Davis, el control persigue a la fantasía, el melodrama a la inteligencia”. Davis consigna “una maravillosa espiral de intensidades”.

Las intensidades de Bette culminan en el fantástico control interpretativo de All about Eve y, por último, en la fantasía sin control de Baby Jane. No había nada más que hacer, nada más que decir. De Baby Jane en adelante, asistimos al afligido descanso de un gran talento, al saturnino ocaso de una gran personalidad, vencida, cómo no, por la vejez, el desorden, la lucha constante —hasta morder el polvo—, de un narcisismo envenenado, de un exceso histriónico autodestructivo, de una diabólica energía que no pudo contra el avance del tiempo.

Hay un momento de humor en que Bette Davis, la mujer mejor pagada de Estados Unidos en 1940, debe pagar a su vez, una inserción en la prensa declarándose en quiebra y pidiendo empleo en 1962.

Por un momento, en la década 1935-1945, Bette Davis dio al público de la Depresión, época tantas veces evocada en esta obra, la sensación de que los problemas actuados por Bette no eran muy diferentes de los problemas de las mujeres que acudían, no sólo a aplaudirla, sino a identificarse con ella. Un público, advirtió el escritor James Agee, de “mujeres sin amor y poco amables”. Como Bette Davis. Un público femenino afectado por la crisis económica, el desempleo, la falta de elegancia, la monotonía del diario vivir y, luego, la guerra, la falta de hombres, el trabajo en las fábricas bélicas… Este público femenino, al terminar la guerra, al regresar los hombres, se mudó del centro de las ciudades a los nuevos suburbios, pulcros, idénticos a sí mismos, con autos nuevecitos, lavadoras automáticas, televisión, escuelas, céspedes y barbacoas.

Ya no era el mundo de Bette Davis. Fue el de Doris Day, sonriente y cantarín. “What a dump!” fue el epitafio de su propio tiempo, pero también del nuevo tiempo que la marginó.

“Mi trabajo ha sido el gran amor de mi vida”, declaró Bette, incapaz de retirarse. ¿A dónde? Fuera de la pantalla no había vida para ella. La existencia diaria era la ficción. La verdad estaba en la pantalla de plata.

“¿Por qué me tienen miedo?”, The nanny (1965). La crítica final no es amable. Dice Vincent Canby en The New York Times: “La carrera de Bette Davis ha sido reciclada más que un neumático” y Bosley Crowther en el mismo periódico: “Un gran talento se ha ido por la coladera”. Un crítico británico se explayó: “Una actriz llega a un punto de su carrera en que debe detenerse a pensar. Su personalidad es demasiado fuerte. Se sucumbe el énfasis y la exageración. Debe detenerse y ponderar”.

Bette Davis ni se detuvo ni ponderó. Su vida sólo la vivió en la pantalla. “Mi trabajo ha sido el gran amor de mi vida”, dijo con claridad, aunque “la actuación me sofoca, me agota, me atraganta”. Pero siente “hambre de cámara”. Tiene la inteligencia de sí misma: “Soy mujer. Lo que abandonas en el ascenso para ir más de prisa, lo olvidas. Volveré a ser mujer” (All about Eve). Pero nos traiciona el cuerpo: “El cuerpo decae. Te enfermas. Te olvidas de las cosas. ¿Qué tiene de bueno la vejez?”.

¿Por qué entonces, se exhibe, se prolonga, hace más malas películas? “Hay que escoger. Un hombre o la carrera. Al cabo, los hombres van y vienen. La carrera es lo que cuenta.”

Irreconocible, casi un esqueleto, más marchita que las flores que recorta y arregla en The little foxes, pequeña, mordaz, mortal cigarrillo entre los dedos, encogiéndose y a punto de desaparecer, no resiste a la fama: irá al festival de San Sebastián, dedicado a ella en 1989. Regresa a París. Tres días más tarde, muere.

“No estoy enferma. Sólo he perdido el apetito”.

Barbara Stanwyck

Stanwyck despliega su sentido de la comedia en Ball of fire y The lady Eve. En la primera es una cantante de cabaret obligada a refugiarse en la casa donde siete sabios preparan una enciclopedia sufragada por una solterona millonaria. Los siete sabios viven en comunidad, aislados, atendidos por un ama de llaves más severa que su delantal y menos ruidosa que su llavero. Todos son de cierta edad, salvo el lingüista (Gary Cooper). De manera que cuando Stanwyck busca y encuentra refugio entre los siete sabios, su atención se dirige al atractivo encargado de la lengua. Le lleva a gente de la calle que habla el argot popular. Ella misma aporta todo un slang que incluye palabras marginales en 1941 (cuando se filma la película) y que desde entonces han entrado al habla cotidiana de Estados Unidos.

Ball of fire es trasposición de Blanca Nieves y los siete enanos, sólo que en la película dirigida por Howard Hawks, Blanca Nieves se enamora del altísimo Gary Cooper, al cual, para besarlo, debe alcanzar, trepada, simbólicamente, en un par de tomos del diccionario. Increíble en su desenlace (Barbara abandona a su novio Dana Andrews, raquetero, a favor del sabio lingüista Cooper). Fiel a su mitología (Blanca Nieves no abandona a los enanos pero encuentra a su príncipe) e increíble en su continuación (la bárbara Barbara condenada a vivir, forever, entre sabios, bibliotecas y un tímido intelectual), Ball of fire tiene la credibilidad que le da Stanwyck, la credibilidad del humor, la adaptación a toda circunstancia, el don de ser ella misma en ambientes contradictorios y el valor supremo de imponer la ficción de su realidad como realidad de su ficción.

Éstos son, también, los atributos de otra fábula fílmica, The lady Eve. Ahora Barbara y su padre (Charles Coburn) son un par de tahúres profesionales que aprovechan los cruceros para hacer sus travesuras. Súbese al barco el tímido (otra vez) multimillonario Heny Fonda, quien va de pasar un año de vacaciones. Fonda, ensimismado, no habla con nadie. Stanwyck le hace tropezar, se inicia la operación de Coburn para esquilmarlo, interviene Cupido, Barbara y Henry se enamoran hasta que este descubre la verdadera identidad de Barbara. ¿Fin del romance? No: sólo llevamos una hora de película. Reintegrado a su millonario hogar, Fonda aparece en una cena organizada por su padre, el rotundo Eugene Palette. Un vecino, falsario noble inglés (Eric Blore), invita a Barbara a esa cena en casa de Fonda. Ella se hace pasar por una aristócrata inglesa, llegada a Nueva York en submarino (¡!) y armada de un acento británico que demuestra diciendo Connecticut con todas sus letras, en vez de Conéricot, como dicen los yanquis. Henry cae, de nuevo, en las redes de Barbara y esta vez se casa con ella. Se requiere la noche de bodas para que Henry sepa que Barbara es Barbara y que todo esto es una comedia debida a la magia pasajera (1940: The Great McGinty a 1948: Unfaithfully yours) de Preston Sturges, un singular talento que sabía ver la centralidad de la excentricidad en los Estados Unidos, cosa que da su tono particular a Norteamérica: Rudy Vallee, el millonario tacaño; Claudette Colbert, la estrella sin más ropa que un pijama masculino; Betty Hutton, embarazada de milagro; la inexplicable buena fortuna de Dick Powell; el voluntario descenso al proletariado de Joel McCrea; y la intrusión casi vodevilesca de elementos ajenos a la trama, como el desopilante Ale and Quale Club de The Palm Beach Story, un grupo de cazadores ebrios y millonarios que convierten en ruina, con sus escopetas, el sacrosanto club-car del expreso Nueva York-Miami…

Stanwyck entra sin entrar a estos mundos. Era ella, Ruby Stevens, joven de clase baja convertida por las candilejas fílmicas en Barbara Stanwyck, que cuando quería volvía a ser “Ruby Stevens” y cuando quería ser otra, era “Barbara Stanwyck”, sólo que a diferencia de Bette Davis, que era una en la pantalla y otra muy distinta en la vida diaria, Stanwyck-Stevens, en sus papeles, no disimulaba a la chica de origen humilde hecha con sus propias mañas, ni a la mujer elegante e irónica disimulada en el origen duro, plebeyo, ambicioso.

El habla —el lenguaje— es un elemento primordial de este juego, muy norteamericano, entre origen y destino, voluntad y éxito, llaneza y vulgaridad, sinceridad e hipocresía. Igual que en Ball of fire, The lady Eve ofrece todo un repertorio del habla popular, a veces a cargo del inefable William Demarest, el práctico auxiliar del distraído Fonda y contendiente del bribón Coburn. Demarest ha sido secuestrado y su léxico abunda en expresiones como “Don’t play me for a sucker” (no creas que soy idiota), “no nades en una piscina sin agua” y “no aceptes monedas de madera”.

Destaco el uso que estas películas hicieron del habla popular (lo mismo pasó en Francia con las de Gabin y Arletty) como distanciamiento del lenguaje teatral previo que ofrecían las primeras producciones habladas (véase Ruth Chatterton). Barbara Stanwyck fue la portadora principal, activa, interpretativa, de esta evolución del lenguaje popular y su adaptación a comedia y drama.

Le faltaba a Stanwyck alcanzar una cima que sólo era suya: la de la protagonista de Sorry, wrong number (Anatole Litvak, 1948). Stanwyck es la hija mimada de un millonario. El dinero no le impide ser dura, vulgar, agresiva. Stanwyck recupera los orígenes de Ruby Stevens y los planta en un mundo enrarecido donde la chica popular puede ser la chica millonaria, sin perder el ánimo combativo, escondido detrás del vestuario de Edith Head, los peinados de Wally Westmore y los millones de su padre (Ed Begley). Además, el personaje de Stanwyck es dueño de una fría dureza, un rostro helado hacia quien se le pone enfrente, rival femenina, sirviente de la casa o marido pobre elevado a ser consorte inútil (Burt Lancaster). También es una psicópata engañada, cuyas enfermedades —de consecuencias fatales— son puramente imaginarias.

Lo original, lo angustioso del personaje es su enorme soledad en el momento culminante. Reducida, por la propia mentira, a vivir encamada por una enfermedad imaginaria, todo su mundo se derrumba por vía telefónica. Stanwyck se entera, equívoco tras equívoco reflejado en su rostro a medida que pasa de la suficiencia sin límites de la superioridad social intolerable, del desdén hacia los demás, a lo contrario, el desamparo, la soledad, la necesidad de los demás, a medida que entiende, sola en su recámara, que va a ser asesinada a las once y diez de la noche, por órdenes de su marido, urgido de la herencia de Stanwyck para afrontar sus deudas criminales.

La carrera de Barbara Stanwyck fue larga y pródiga en grandes actuaciones, a veces en buenas películas, a veces en malas. Nunca más mala —ella, no la cinta— que en Baby face (1933, Alfred Green), donde va escalando socialmente, del sótano al pent-house, con una maña helada. Nunca más farsante que en Miracle woman (1931, Frank Capra) donde evoca a la “evangelista” Aimée Temple McPherson, predicadora religiosa itinerante que obtuvo millones (de dólares y adherentes) con sus prédicas redentoras. Nunca más generosa que en Night nurse (1931, William Wellman), donde su devoción profesional salva niños y condena criminales. Parte de la gran épica norteamericana del oeste en Annie Oakley (1935, George Stevens), la campeona de la puntería en el show de Buffalo Bill, pero también la tiradora que ayuda a construir el primer ferrocarril de costa a costa en Union Pacific (1939, Cecil B. DeMille) a pesar de los indios, la distancia, los enemigos y la rivalidad amorosa de Joel McCrea y Robert Preston.

No termina ahí. Stanwyck fue la triste heroína del melodrama para acabar con todos los melodramas, Stella Dallas (1937, King Vidor) la historia de la madre sufrida y vulgar cuya hija, gracias a los sacrificios maternos, asciende a las altas esferas mientras la madre la contempla de lejos, bajo una lluvia excesiva. Y aunque juzgo a Sorry, wrong number como la gran actuación de Stanwyck, no se queda atrás Double indemnity (1944, Billy Wilder) donde Barbara, enjoyada hasta los tobillos, la mirada oculta tras los anteojos de sol, emplea como títere a Fred McMurray para asesinar a su marido y heredar por partida doble (gracias a la ingenuidad de Fred). En Golden boy (1939, Rouben Mamoulian) y en Meet John Doe (1941, Frank Capra), Barbara asume otro papel intermedio entre Stevens y Stanwyck. Es la profesional (del boxeo, del periodismo) que conduce a los héroes (William Holden, Gary Cooper) a un éxito que los traiciona como seres humanos. Traición que Barbara primero promueve y al cabo reniega, diciéndole la verdad al héroe.

Al paso de los años, la gran Barbara fue perdiendo su estrella pero al cabo la recuperó en películas (Cattle queen of Montana, 1954), y series de TV (The big valley, 1965-1968) en las que logra imponerse con calidad femenina en un mundo de machos. El pelo plateado, la mirada angustiada, los labios irónicos, Stanwyck es la reina del Oeste, la macha entre los machos. Ruby Stevens ha encontrado su imagen final.