10. Los comediantes

Las películas de gángsters, crímenes, cárceles e injusticia sociales tan implacables en las primeras apariciones de Cagney y Robinson dieron lugar, naturalmente (en la naturaleza de Hollywood, quiero decir) a comedias musicales tan elaboradas y rituales como Top hat, Swing time y otros títulos de la pareja Rogers-Astaire. Era imposible adivinar la realidad social del desempleo, la pobreza y el desánimo en la Venecia de cartón de Top hat o en el Manhattan de brillos nocturnos de Swing time.

La comedia sentimental de los años treintas, protagonizada por Irene Dunne y Cary Grant, por Cary Grant y Katherine Hepburn, sucedía en locales reconocidos y reconocibles. Eran excepciones, pero parte de la “realidad” identificable por quienes hacían y quienes veían las cintas.

En cambio, las comedias musicales de Astaire y Rogers ocurren en un mundo fantástico, inexistente salvo en los sueños más delirantes del art-decó, que debe su “actualidad” a estas películas. Astaire y Rogers no son excepción a la moda del momento, sólo que convierten la actualidad de la moda en sueño de la pantalla: esto es, pero aquí es más, mucho más.

Astaire es un maniquí perpetuamente vestido de frac, smoking o —excepcionalmente— de algo que podríamos llamar estilo Country-Club. En una película, incluso toma el tren vestido de frac. A Rogers, en cambio, le cuesta disfrazar su origen plebeyo. Disfraza su acento popular con atuendos de seda y pluma extravagantes, peinados irrepetibles y cuenta con una amiga (Helen Broderick) que se encarga de los wise-cracks del día. No importa. Lo que cuenta es la asociación del refinado Astaire con la vulgar Rogers. Apenas se inicia la danza, sin embargo, toda distinción social desaparece en un tourbillón de plumas, pisos como espejos y exteriores inverosímiles. Ninguno menos creíble que la “Venecia” de Top hat, ninguno más deseable que el perfil de Manhattan en Swing time (1936, George Stevens).

La elegancia del movimiento transfigura, desdeñándola, al lugar. La sumisión indudable de Rogers a la disciplina y belleza del baile conducido por Astaire, una marioneta, sí, pero marioneta genial capaz de convertir todo lugar, todo objeto, en parte de una danza que escapa al tiempo y se convierte, no en ritual anticuado, sino en rito del porvenir.

Astaire nos dice: todos podemos ser así, elegantes, gráciles, divertidos, seductores. Y el público de los años treinta agradecía esta promesa, por más que nunca se cumpliese.