5. El reino del hampa

Con Luis Buñuel en México, 1979.

Si King Vidor y William Wellman abordan en la década de 1930 el tema social, éste no estaría en verdad tratado sin la aportación de la película de gángsters. La prohibición del alcohol en 1920 provocó un tráfico criminal e innecesario, propio de los recurrentes funcionarios puritanos y provincianismos de Norteamérica.

Convertido en elíxir prohibido, el alcohol intoxicó a toda una generación de criminales innecesarios —porque sin la prohibición, no hubieran existido. Crearon “imperios del crimen” que no sólo combatían la ley sino que se combatían entre sí por lo que eufemísticamente se llamó “territorios”. El gángster número uno era Al Capone (Scarface, el Cara Cortada), surgido de los bajos fondos de Brooklyn. Capone llegó a controlar una pandilla criminal con cincuenta secuaces en Chicago y a poseer un automóvil blindado de siete toneladas de peso.

No sólo le hizo la guerra a la ley, sino al crimen, en el sentido de matar a sus rivales. La matanza más célebre fue la de la Noche de San Valentín (14 de febrero de 1929), en que Capone mandó asesinar en un garaje a siete miembros del grupo rival de Bugs Moran, pero en cierto modo también mató a éste, que, sin su pandilla no era nadie. Aliados a los poderes del momento, Capone y sus congéneres rara vez fueron castigados. Cuando Roosevelt puso fin a la prohibición en 1933, Hollywood descubrió la veta de la actividad criminal y correspondió a la Warner Bros, la compañía dura y ruda de cintas en blanco y negro sin barniz, elevar el tema a un estilo de cine en el que el gángster se aprovecha de la prohibición para ascender meteóricamente y —el que la hace la paga— caer con idéntica velocidad. Dos actores se hicieron de la fama gracias al cine de gángsters: Edward G. Robinson y James Cagney.

La Warner Bros tomó las ocho columnas de los periódicos y las convirtió en películas brutales, sin concesiones. Aunque fabricó estrellas como Robinson y Cagney, éstas fueron concesiones a posteriori, porque uno y otro surgieron a la fama gracias a películas de severa actualidad, en blanco y negro: Little Caesar y The public enemy. Robinson y Cagney. La verdad es que el primer gran protagonista del cine “social” de la Warner fue para muchos el actor de teatro Paul Muni. Scarface de Howard Hawks y I am a fugitivve from a Chain Gang de Mervyn LeRoy necesitaron, la primera, a un Muni muy semejante a Al Capone… aunque la historia contiene una fugitiva sorpresa, el amor incestuoso de Muni hacia su hermana (la deleitable Ann Dvorak), enamorada, a su vez, del secuaz de Muni (George Raft, untado de gomina). Muni mata a Raft por celos incestuosos y Ann enloquece y delata a Muni. El impasable blanco y negro de Hawks crea la atmósfera nocturna y sublunar de Scarface. Contrasta con Soy un fugitivo donde Muni, esta vez, es enviado injustamente (lo traiciona su amante, Glenda Farrell) a una prisión de trabajos forzados del estado de Georgia. La inocencia de Muni es aceptada más tarde, sólo para prometerle —falsamente— que si regresa a la cárcel será para cumplir las formas y liberarlo enseguida. No hay tal: como el infierno, la prisión de Georgia es eterna. Muni logra escapar. En la escena final se encuentra en un callejón con la mujer que quiso redimirlo (Helen Vinson), ella lo reconoce y le pregunta: ¿Qué haces? Él responde: Robo. Esto en el momento, coincidencia, en que las luces del set se apagan y el criminal es devorado por la oscuridad.

Muni abandonó muy pronto este cine “social”, duro y exigente, a favor de solemnes caracterizaciones de hombres célebres: Pasteur, Zola, Benito Juárez. Con cada nueva interpretación, el actor se iba volviendo más tieso, hasta que en Juárez parece no respirar detrás de su máscara de indio zapoteca. Su habla en frases célebres lo momifica aún más. Acaso la delirante interpretación de Bette Davis como la emperatriz Carlota compensaba la rigidez de Muni. Éste, al cabo, se resignó a papeles menores —el profesor de piano de Chopin en A song to remember—, aunque en las tablas reanudó la carrera perdida en Broadway.

Robinson prosiguió una gran carrera de variadas facetas. A pesar —o gracias a— un físico excéntricamente feo. Su excelencia interpretativa lo llevó a la biografía —Enrich, Reuter—, al cine semidocumental —Confessions of a nazi spy—, de vuelta al crimen —siniestro en Key Largo suspirándole obscenidades al oído a Lauren Bacall— y al cabo, en un encuentro casi mágico de talentos, como actor para Fritz Lang en The Woman in the window y Scarlett street, donde el ex gángster, ahora tímido marido oficinista, es explotado por una febril Joan Bennet.

Gran coleccionista de arte, sospechoso de ser izquierdista, Robinson sólo fue reconocido a posteriori por la Academia de Hollywood. Cagney, en cambio, recibió el Óscar por una interpretación gozosa y sentimental en Yankee Doodle Dandy (1942), biografía del actor de Broadway George M. Cohan. Cagney era un excelente bailarín, como lo demostraría en las películas coreografiadas por Busby Berkeley, como Footlight parade (1933). Pero el gran Cagney —uno de los más grandes del cine— es el criminal cínico, atormentado y misógino.

Las compañeras de Cagney reciben una toronja en la cara o son arrastradas del pelo. Cagney convierte en criminales a los muchachos en Dead end, y en Angels with dirty faces (1938). Los finales del actor son impresionantes. En Public Enemy (1931) es entregado a la puerta de la casa de su madre muerto y envuelto como una momia. En White heat (1949) relación con la madre reanima los caracteres de Cagney, sobre todo cuando la madre es más criminal que el propio hijo. Margaret Wycherly, en White heat, le exige a Cagney crímenes cada vez mayores, misoginia brutal contra su amante (Virginia Mayo), venganza contra los traidores (Edmund O’Brien, policía infiltrado en la pandilla de Cagney), exterminio de sus rivales (encerrado en la cajuela de un automóvil, Cagney lo eliminará disparando la ametralladora contra el cofre). La noticia de la muerte de la madre le es comunicada a Cagney en el comedor de la cárcel. Segundo a segundo, Cagney enloquece, grita, corre encima de las mesas, es sometido por la fuerza. Penosa mezcla de violencia, dolor, amenaza, infantilismo, dependencia y frenético deseo de libertad para el mal, que condensan no sólo al personaje sino la carrera misma de este gran actor —en la vida diaria, un apacible ciudadano, marido fiel y pintor de paisajes en la isla de Martha’s Vineyard.

En White heat, la saga de Cagney culmina en una explosión en la cima de un gran globo de gas desde donde, en medio del estallido, el humo y el fuego, Cagney, como si hubiese inventado el infierno para habitarlo con violencia eterna, grita: Made it, ma! Top of the world! El actor, el criminal, el hijo no pueden llegar más lejos, más allá, más adentro de su propio destino.

Añado: Cagney no sólo aplastó una toronja en la cara a la sufrida Mae Clarke; también la arrastró del pelo en Lady killer (1933) y convirtió en criminales a los chicos del Dead End —antes de redimirse fingiendo que va temblando de miedo a la silla eléctrica, destruyendo la ilusión de los jóvenes pandilleros—. A otras actrices les dio cachetadas, patadas en el trasero y aplicó variadas formas de violencia, pero como el que la hace la paga, Cagney terminaría muerto, vendado como una momia y depositado en el umbral de su mamá.

En otro de sus espectaculares finales, Cagney es ametrallado el día de Año Nuevo y lo vemos llegar, tambaleándose, a morir en la escalinata de una iglesia. Allí, la dueña del cabaret, Gladys George (evidente representación de Texas Guinan, empresaria de night-clubs de los años veinte, célebre, entre otras cosas, por insultar a sus clientes), escucha el último respiro de Cagney, lo toma de la cabeza y le dice al policía que se acerca a preguntar quién era este hombre: He was a big shot. Que en mexicano significa: “era un gran chingón”. El gángster como “gran chingón” fue también el papel clásico de Edward G. Robinson el “Pequeño César” que al cabo cae, pronunciando su propio grito antes de morir balaceado: “Mother of God, is this the end of Rico?” (“¿Madre de Dios, es éste el final de Rico?”).

Como acabo de decir, Paul Muni pasó de los vibrantes personajes del hampa a unos acartonados disfraces históricos —Pasteur, Zola, Juárez— en los que hablaba en discurso. El manto de la criminalidad, si de manto puede hablarse, se convirtió en una camisa arremangada para el último gran gángster de la Warner, John Garfield. Éste, Jacob Julius Garfinkle, había tenido éxito en Broadway. Hollywood lo llamó, le cambió el nombre y lo plantó en medio de las castísimas cuatro hermanas Lane como una figura amenazante, vulnerable y desplazada. No duró mucho en medio de las cercas blancas de los suburbios idealizados. Garfield no tenía sitio en la sociedad: éste era su crimen. Con interrupciones, su carrera fue idéntica a su vida. Un muchacho de barrio bajo, fuera de lugar en la sociedad burguesa, dado a defenderse a puño limpio, respondiendo con el crimen al desamparo y la enajenación.

Acosado por el Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes de ser, posiblemente, comunista, Garfield perdió trabajo, pero ganó la rarísima coincidencia del hombre real con los personajes fílmicos. El actor final de Body and soul (1947) y de Face of evil (1948) no se distingue del hombre final, desesperado por ser quien era dentro y fuera de la pantalla. Pecado imperdonable: no supo disfrazar su propia personalidad en la actuación: murió joven, en la calle, buscando en la ciudad el papel que el cine acabó por negarle. Quedan, por fortuna, varias grandes interpretaciones de este actor de la vanguardia neoyorquina que no negó, entre las palmeras de California, su verdadero lugar en el asfalto. Exiliado social en Four daughters (1938), exiliado político en The fallen sparrow (1943), exiliado sexual en The postman always rings twice (1946) exiliado religioso en Gentleman’s agreement (1948), Garfield formó en una ocasión pareja con Joan Crawford (Humoresque, 1946). Ella es una dama de la gran sociedad que favorece la carrera musical de Garfield, violinista, e intenta domarlo. Garfield no se deja: él es el chico de la calle, peligroso y libre, para siempre. Crawford, negando su origen, se condena a sí misma. El final —el suicidio de Crawford— se ajusta al guión pero resulta inverosímil. Ella muere porque ni ella puede descender al nivel social de Garfield ni este ascender al de la Crawford. Si ella hubiese sometido su propio origen se habría encontrado con el de él, ella descendiendo un peldaño, él ascendiendo dos o tres. Tengo la sospecha de que, despojados de su posición social, Crawford y Garfield se hubiesen amado para siempre.

Sólo que, entonces, no habría película.