4. El león ruge

Susan Sontag, Jean-Claude Carrière y Carlos Fuentes en el Festival de Venecia, 1967.

Por poco nazco en una sala de cine. El 11 de noviembre de 1928, mi padre y mi madre asistían a una función de la película La bohème, adaptación de la ópera de Puccini que era adaptación de la novela de Murger que ahora llegaba en imágenes mudas a este cine tropical, el cine Belisario J. Porras de Panamá, con bastante retraso. King Vidor había dirigido la película en 1926. En ese año nadie pensaba que, apenas un poco más tarde, los hermanos Warner se la jugarían apostando por el cine sonoro. Para el gran Vidor, se trataba de un intermedio entre dos obras revolucionarias. El gran desfile de 1925, la primera película que desmitificó la épica de la guerra del 14, y La muchedumbre, (1928) la primera película sobre lo que después se llamará la muchedumbre solitaria: The lonely crowd.

No era, por ello, extraño que el papel de Rodolfo en La bohème lo interpretara la víctima propiciatoria del paso del cine mudo al cine sonoro, el galán John Gilbert, cuyos ojos negros de flamígera pasión o indefensa ternura (pasaba de una emoción a la otra con velocidad pasmosa) había cruzado miradas con Greta Garbo en la más erótica de las cintas salidas de Hollywood en esos años, El demonio y la carne. Las revistas de chismes decían que la Garbo y Gilbert eran amantes. La mirada de la Garbo era la de una Medusa con efectos retrasados como los de las cluster bombs. Gilbert se fue convirtiendo en piedra poco a poco y no pudo dar el salto del cine mudo, todo fluidez y libertad, a la formalidad estrecha de un cine sonoro capturado entre las cuatro paredes del estudio, frente a una cámara estacionaria y cubierta de colchonetas para no captar su propio ruido, rodeado de micrófonos escondidos en macetas y en candelabros, distorsionando las voces y rindiendo la del oscuro, misterioso, tierno, apasionado galán John Gilbert con un falsete ridículo, afeminado.

De ser el rey de Hollywood, John Gilbert se convirtió en el paria del micrófono. Las mujeres lo abandonaron, igual que el público. Garbo le dio una última oportunidad en La reina Cristina (la voz de Greta, escuchada por primera vez en la Anna Christie de O’Neill, pidiendo: Gif me a whisky, era escandinavamente pastosa, misteriosa, fatigadamente erótica: la voz exaltó aún más la imagen), pero Gilbert estaba demasiado enfermo de desilusión y de alcohol, y murió en 1936.

Ahora, en el calor de un cine panameño apenas disipado por los esfuerzos de un solitario ventilador pendiente del techo, ese destino abandonado estaba lejos de él: éste era el John Gilbert de patilla latina y bigote tenorio (rakish, como se le decía a los bigotes de los hombres peligrosos en las citadas revistas de cine). Rake: el mismo galán que mis padres habían admirado vengándose de sus enemigos en El conde de Montecristo, cabalgando sobre la estepa ucraniana en Los cosacos, sufriendo los desastres de la guerra en El gran desfile y bailando en silencio los valses de Franz Lehár en La viuda alegre (dirigida por Von Stroheim y con Mae Murray, la de los labios picados por abeja).

Nuevamente, el silencio, en La Bohemia, era el mejor aliado de John Gilbert. No tenía que cantar a Puccini o decir a Murger, sólo tenía que acariciar la cabecita dorada de la Mimí perfecta, Lillian Gish, tomando cuidado de que la aureola de santidad y sufrimiento de la actriz no se cayera al suelo.

Todo cambió. Gilbert fue el cordero sacrificado por el león de la Metro del cine sonoro. ¿Sacrificado a propósito, para demostrar que el cine mudo y sus glorias habían pasado a la historia? ¿Sacrificado por él mismo, plantado en una mímica inaceptable para el cine hablado (hablado por actrices y actores importados de Nueva York y Londres para hablar: Ruth Chatterton, George Arliss)? ¿Sacrificado por su amante Greta Garbo, que le permitió regresar a la pantalla en Queen Christina sólo para demostrar que Gilbert no era tan malo como se creía, pero inferior, al cabo a la exigencia envolvente de palabras en imagen?

Gilbert murió solitario y borracho.

Todo había cambiado.

Al Jolson se hincó en el escenario y cantó “Mammy” antes de advertirle al público del cine sonoro:

—You ain’t heard nothing yet!

Se iba a escuchar el rugido del león de la Metro.

Se iban a escuchar las voces estelares de la clase media a baja norteamericana —Clark Gable, Joan Crawford—; se iban a escuchar las voces educadas en universidades —Katherine Hepburn—; se iban a escuchar las voces declamatorias de un teatro envejecido —John Barrymore—; se iban a escuchar los acentos del hampa —James Cagney, Edward G. Robinson—. Se iban a escuchar las voces de los niños —Jackie Cooper, Shirley Temple—, de las canciones populares —Cole Porter, George Gershwin—; se iban a escuchar las voces de los inmigrantes, de los banqueros, de las secretarias y telefonistas, de magnates y dictadores.

El león ruge. Los actores hablan.

Orejón, malos dientes, pelo mal cortado, Clark Gable llegó a Hollywood desde la gran llanura solitaria del Medio Oeste y primero fue acompañante pagado de hombres y mujeres. Fungió como extra en películas de Rodolfo Valentino y ascendió a filmes de vaqueros. Se arregló el pelo y los dientes. Las grandes orejas fueron su trademark. Lo ayudaron a subir dos mujeres poco agraciadas y más viejas que él. Se casó con ambas, una su agente, otra su millonaria. Su amor “secreto” era Joan Crawford, casada con Douglas Fairbanks junior y luego con Franchot Tone. Crawford fue co-estrella de Gable en Dance fools dance (1931) y Gable fue pareja de Jean Harlow en Red dust (1932), Greta Garbo (Susan Lenox, 1932), Myrna Loy (Manhattan melodrama, 1934), Charles Laughton (Motín a bordo, 1935), Jeanette MacDonald (San Francisco, 1936), Norma Shearer (Idiot’s delight, 1939), hasta estelarizar, casi por aclamación popular, al personaje masculino central de Lo que el viento se llevó (1939). Como Gable era Rhett Butler y éste era Gable, ¿había algo más que hacer?

Con Claudette Colbert, Gable había ganado el Óscar en 1934 (It Happened One Night), con Lo que el viento se llevó, había ganado a Clark Gable. Tuvo un matrimonio breve y feliz con la bella y talentosa Carole Lombard, muerta en un accidente aéreo en 1942. Entró a las Fuerzas Armadas durante la Segunda Guerra Mundial. Se distinguió. Regresó a Hollywood. Lo recibió el fantasma de Clark Gable y de allí en adelante, de película mala en película peor, ya nunca lo abandonó. El fantasma —“el rey de Hollywood”— lo precedía y lo burlaba. Hasta que en The misfits (1962) el fantasma encontró a Gable. El actor insistió en hacer todo el rudo trabajo de lazar caballos salvajes. El esfuerzo le costó la vida. A los cincuenta y nueve años, el fantasma de Clark Gable volvió a unirse al cuerpo de Clark Gable.

Película trágica: murieron muy pronto, y más jóvenes que Gable, sus co-estrellas Marilyn Monroe y Montgomery Clift. Sólo les sobrevivió el gran Eli Wallach, mirando desde sus casi cien años a las películas convirtiéndose en polvo.

“Más estrellas que en el cielo”, era el lema publicitario de la MGM. Y era cierto. Si Gable era la súper estrella, muy cerca le andaba William Powell. Villano del cine mudo, en el parlante encontró Powell su figura. Martini en mano, Myrna Loy mirándolo con amor crítico, Powell se paseó por todos los penthouse de Manhattan resolviendo crímenes, aplazando pasiones, barajando ironías. Como él, Melvyn Douglas representaba un cierto “refinamiento” masculino, nada homosexual, muy bien vestido, clavel en la solapa, capacidad de reírse de sí mismo. Como en Ninotchka (1939), donde Douglas, encargado de distraer y engañar a Greta Garbo, agente de Moscú, acaba enamorándose de ella y la obliga a reír (Garbo laughs) cuando él se cae de la silla en un restorán. Garbo ríe. Pero Garbo también ama: Garbo loves Taylor, según el anuncio de Camille (1936). Robert Taylor era un joven (y mal actor) convertido por Hollywood en estrella a cambio del cambio de su nombre de nacimiento, Spangler Arlington Brugh. Imposible un anuncio que dijese: Garbo loves Brugh o, al revés, Gustafsson loves Taylor. De guapo a galán a vaquero a héroe de Walter Scott, Taylor nunca alcanzó las alturas —y más si, con crueldad, se le compara con su mujer, la gran Barbara Stanwyck.

Otro nombre cambiable fue el de Archibald Leach, chico pobre de Bristol, acróbata de vodevil que al cruzar el Atlántico se convirtió en Cary Grant y adquirió un acento único, ni inglés ni gringo, sino, seguramente, “trasatlántico”. Apadrinado por la voluptuosa Mae West (“Is that a gun in your pocket or are you just happy to see me?”), Grant ascendió a las comedias dramáticas de Paramount y en Sylvia Scarlett (1935) encontró a su madrina Katherine Hepburn, con la que Grant tocó al fin la fama en The Philadelphia story (1940) bajo el nombre, fantástico, para siempre alejado de “Archie Leach”, de F. Dexter Haven.

A partir de Philadelphia, Grant se convierte en galán de galanes, actor de actores, favorito de Hitchcock en Suspicion (1941), Notorious (1946) y North by Northwest (1959), pero también cómico-burlesco en Arsénico y encaje antiguo (1944, Frank Capra), galán de sociedad (The awful truth, 1937, Bringing up baby, 1938), actor romántico (Talk of the town, George Stevens, 1942).

Era natural que los actores renunciaran a una personalidad cotidiana compartida con millones de ciudadanos para asumir la de los caracteres que les ofrecía la pantalla. La mayoría eran hombres y mujeres de clase media (baja) y al actuar no disimulaban sus orígenes, los trascendían. Cuestión no sólo de franqueza personal, sino de atribución artística. Clark Gable dejó atrás su pasado de amante contratable y esposo de mujeres viejas y ricas. Todo para alcanzar la fama de lo que en potencia era sin dejar de ser lo que en verdad fue. El Gable de sus mejores películas —Sucedió una noche, Red Dust, Motín a bordo, Lo que el viento se llevó— es la superación del Gable que fue a través de la imagen de lo que Gable era. Encontró su pareja ideal en Carole Lombard, de quien hablo más tarde. La perdió y se perdió un poco. El Gable de la post-guerra era una caricatura pícara del periodista de Sucedió una noche, del Rhett Butler de Lo que el viento se llevó. El viejo Gable es ahora un hombre maduro que simula ser joven; es un hombre triste que ofrece, en cambio, sesuda determinación viril. Hacían falta el talento combinado de Arthur Miller (autor) y John Huston (director) para revelar, como en un espejo retroactivo que recoge todas las imágenes de nuestro pasado, al viejo Gable del último acto en The Misfits. Murió de su película final. La fuerza de domar caballos, amar a Marilyn Monroe y volver a lazar caballos. Lo mató la fuerza de la sinceridad.

Único en su estilo —creador de un estilo—, Cary Grant tenía una gran facilidad para pasar de la comedia al drama, de la situación jovial a la angustia desesperada, del amor de salón a la pasión más serena y voluptuosa a la vez. Sus escenas con Ingrid Bergman en Notorious se cuentan entre las más eróticas del cine, sólo dos perfiles y un beso. Este talento no era, sin duda, ajeno a su biografía. Grant actuaba para sobrevivir, para cruzar una y otra vez el Atlántico con tal de no regresar al vodevil londinense y a la miseria liverpuliana. Por eso su interpretación del hombre de clase baja, hijo de Ethel Barrymore, en None but the lonely heart (1944) es tan dolorosamente insoportable. Aquí, Grant vuelve a ser Archie y ni él mismo lo tolera. Debe regresar, rápido, a Montecarlo y a Grace Kelly, a Río de Janeiro y a Ingrid Bergman, a París y a Audrey Hepburn, a Philadelphia y a Katherine Hepburn…

El otro protagonista de The Philadelphia Story es James Stewart, y Stewart es el actor que no necesita actuar. Todo en él es de tal manera natural que sólo puede ser resultado de una volición artificial. O sea, durante largo tiempo —y magistralmente dirigido por Frank Capra en You can’t take it with you (1938) y en Mr. Smith goes to Washington (1939)—, Stewart es el retrato del buen americano, simple y cariñoso, pero capaz de ascender a una cumbre de coraje y valentía cuando sus ideales son traicionados (por una mujer, por la riqueza, por la política). Capra explota, es verdad, esta vena en la muy popular It’s a wonderful life (1946), donde un ángel insólito (Henry Travers) le revela a un Stewart suicida lo que hubiese sido un mundo sin él: un pequeño infierno. El populismo de Capra es negado y superado por la malicia (o, de plano, el mal) de Hitchcock en una obra maestra de la ambigüedad o del desencanto, la ficción y el destino, Vértigo (1958), en la que Stewart, manejado por una pasión fatalista, ama y recrea a una estatua (se llama Kim Novak) que es o puede ser el vértigo erótico de un hombre víctima de las alturas.

Casado antes de Lombard con mujeres imposibles, el posible amor de Gable fue Joan Crawford. Se conocieron y se reconocieron. Los orígenes de ella eran más humildes que los de él. Lucille Le Sueur. Billie Cassin. Joan Crawford era su falso nombre de marquesina y se lo otorgó una señora anciana y apresada en silla de ruedas, tras el concurso que organizó la MGM para bautizar popularmente a la muy bella muchacha texana que había sido —o es, o era, primero Lucille le Sueur y en seguida Billie Cassin—. Pasar de Le Sueur y Cassin a Crawford significó también pasar por matrimonios con Douglas Fairbanks Jr. y Franchot Tone.

Pickford y Fairbanks formaron con Chaplin la compañía United Artists y como no eran reconocibles en su aspecto cotidiano, debieron posar los tres juntos, ella como Pollyanna la Ricitos de Oro, Fairbanks como El Zorro y Chaplin como el vagabundo. Este divorcio entre la vida real, el origen, el nombre de familia y la vida diaria, debía causar graves conflictos de personalidad. Creo que Chaplin nunca se preparó por ser el vagabundo fuera del set. En su vida privada fue promiscuo, pero en su vida pública, cada vez más izquierdista. Hasta que ambas vidas se confundieron y Chaplin, acusado de violación de una muchacha adolescente al mismo tiempo fue acusado de comunista y obligado a exiliarse de Estados Unidos. Pickford y Fairbanks, en cambio, nunca mutaron de “persona”: sólo elevaron las suyas a la riqueza millonaria y a la conquista social. Su mansión, Pickfair, se convirtió en una mezcla de catedral, salón de fiestas y picnic eterno. Era Pickfair corte y sancta-sanctórum al cual sólo los elegidos tenían acceso para estar cerca de Mary y Doug en su segunda actuación como anfitriones de Hollywood.

Con Douglas Jr., Joan entró a la aristocracia de Hollywood. Fairbanks era hijo del astro del mismo nombre, casado ahora con Mary Pickford, la primera estrella de Hollywood, cuyo debut databa de principios de siglo y cuyo éxito lo estableció The New York hat en 1912 y a partir de entonces, convertida en “la novia del mundo”, en The Paris Hat (1913), The little princess (1917), Pollyanna (1920), Tess of the storm country (1922), como hombrecito en Little Lord Fauntleroy (1921), española en Rosita (1923) y ganadora del Óscar en 1929. Pudo ser, igualmente, la Cenicienta, Heidi y Alicia en el país de las maravillas. En tanto que papá Fairbanks, después de un deslucido debut como galán un tanto gordinflón de incipiente calvicie en sus primeras películas, pasó a ser —ejercicio, pérdida de kilos, disfraces— el epítome del héroe de aventuras. Fairbanks lo mismo disparaba las flechas de Robin Hood que se enfrentaba, como el mosquetero D’Artagnan, a los espadachines del Cardenal pero, sobre todo, mostraba una doble cara como el lánguido aristócrata de la California colonial que, enmascarado, se transforma en El Zorro, vengador y justiciero, capaz de escribir con la espada su Zeta inicial en el muro de un convento o en la frente de un villano.

Digo con esto que Joan Crawford entró con Fairbanks Junior a un mundo vedado para la muchacha texana de origen muy humilde, abandonada por su padre y dejada con una madre a la que, según la actriz, “no le importaba si yo estaba viva o muerta”. El siguiente marido de su madre también abandonó a la familia y la jovencita se inventó una suerte de recompensa mirando actuar, desde la sombra, a las cómicas de vodevil y en la pantalla, a Mary Pickford: “Allá arriba, la vida era perfecta y la infelicidad no existía”. Se murmuraba que había filmado películas pornográficas pero que sin duda era una gran bailarina, la reina del charleston y en consecuencia de la liberación femenina en películas como Dance, fools, dance (1931), donde se mostraba en ropa interior antes de echarse de cabeza al agua desde un yate anclado cerca de la isla de Catalina, refugio de estrellas en traje de baño pero también acuario disfrazado para películas de piratas.

Joan Crawford ascendió interpretándose, en cierto modo, a sí misma, lo cual le da un aire de veracidad apócrifa a sus sucesivas apariciones en la misma película con títulos distintos: Sadie McKee, Mannequin, The women, Daisy Kenyon, etc.

En Gran Hotel, película que ganó el Óscar del año 1932, Joan Crawford es la presencia más interesante en medio del gran conflicto de la ballerina neurótica (Greta Garbo), el ladrón enamorado de su víctima (John Barrymore), el magnate sin escrúpulos (Wallace Beery) y el empleado moribundo (Lionel Barrymore) que se gasta sus ahorros finales en el “Gran Hotel”. Crawford llega al palacio berlinés como simple empleada a tomarle dictado al magnate. Es pobre. Es digna. Está dañada. Es seducible. Es lo más moderno de una película antigua. Tolera los más despiadados close-ups con una mirada enorme, líquida y melancólica encima de los labios que habían de ser su sello de fábrica. Enormes, tan grandes como las hombreras que el modista Adrián le diseñó para ocultar el hecho de que Joan tenía cabeza grande y cuerpo pequeño.

Boca y hombros. Mis amigos, editores de la revista Look me invitaron a conocer el apartamento de la Crawford en Nueva York. La actriz frisaba el medio siglo y era, en efecto, baja de estatura y ancha de hombros. El rostro me extrañó. Lo conocía por las películas pero no me esperaba una línea facial tan dura y tan insegura, como si la necesidad de cierta frialdad profesional fuera el requisito para disfrazar una profunda herida social. No tardó en revelar esta tensión entre lo que era y lo que es. Explicó que ese día no tenía servidumbre, de manera que comeríamos en la cocina, sobre una mesa y con sándwiches extraídos de la nevera.

Semejante simplicidad contrastaba con la decoración del resto del apartamento —los salones de estar con muebles forrados de plástico, como si jamás se usaran o acabaran de llegar de la tienda. Las ventanas cerradas a plomo. “El aire de Manhattan está lleno de polución”, lamentó antes de conducirme a un altar personal al cual la actriz penetró con una suerte de devoción hacia sí misma, pero sobre todo hacia su carrera, hacia el gran número de papeles que había interpretado a lo largo de la vida.

El clóset de Joan Crawford tenía dos pisos. La actriz prendió la luz e inició la vasta exhibición de su ropa. Sólo que no era la ropa de vestir a diario, que sin duda se escondía en otros espacios más íntimos. Éste era un clóset de exhibición, cosa que ella me demostró manipulando unas correas y haciendo que los vestidos de arriba bajasen y los de abajo subieran.

—Up goes winter, down comes summer —murmuró casi como quien pronuncia una oración al pie del altar.

—Flaemschen —le digo recordando el personaje de la taquígrafa en Gran Hotel—. El vestido de Flaemschen, era negro, con cuello blanco.

—Era azul —me dice ella con cierta dureza profesional que era casi un reproche—. Azul oscuro.

Lo cual quedó demostrado cuando, con una ligereza muy cercana al amor, Joan Crawford hizo aparecer el vestido, conservado desde 1933, de la secretaria que, enviada al Gran Hotel para tomar el dictado del magnate, se enamora del ladrón y acaba yéndose con el moribundo que se gasta con ella todos los marcos ahorrados a lo largo de la vida, transformando la melancolía del rostro obeso en una carcajada de triunfo alegre contra la muerte que se avecina. Mientras tanto, Lewis Stone (el futuro y benévolo juez Hardy) se pasea por el vestíbulo del Gran Hotel, preguntándoles a los conserjes si no hay un mensaje para él. Tiene media cara quemada por el combate en la Primera Guerra Mundial —que habría tenido lugar tan sólo quince años antes…

—Más tarde me pondré el vestido. Si quieres verlo.

“Joan Crawford”, apelativo duradero en las marquesinas. De allí en adelante, Lucille —Billie— fue Joan y Joan le dio, con valor, vida a su propia vida en películas en las que ella es la mujer de clase baja que asciende por las buenas y por las malas. Sus matrimonios en el cine fueron reflejo pasivo de sus casamientos en la vida real. Douglas Fairbanks hijo le dio el nombre y la entrada a Pickfair, la mansión exclusiva de Fairbanks padre y Mary Pickford. Su matrimonio final con el empresario Alfred Steele, presidente de la Pepsicola, la llevó a la cima del mundo de los negocios. En medio, se casó con hombres menores que le permitieron brillar. Y brilló. A partir de Mildred Pierce (1945, Óscar) y en seguida con Humoresque (1946), Possesed (1947) y Autumn leaves (1956), Crawford creó una personalidad de mujer fuerte pero vulnerable; amante extrañamente fría aunque abierta al placer, incluso al de la muerte (Humoresque). Acaso este deseo de la muerte la condujo, finalmente, al escalofrío gótico de Baby Jane y ya, imparable, al horror grotesco de Strait jacket (1964) y Berserk (1967). La joven bailarina de Charleston, la seductora prostituta de Rain, el ama de casa puntillosa de Harriet Craig, la mujer independiente y mandona de Autumn leaves, la madre cruel, torturadora que ataca a su propia hija a golpe de gancho en la vida revelada (¿cierto, ficción?) por la propia hija, era una reina destronada con un apetito de atención y fama que nada podía saciar.

—Las actrices de hoy se creen reinas de Hollywood —dijo mientras cenábamos en su cocina—. No saben de lo que hablan. Las reinas éramos nosotras.