6. Los obreros del cine
William Wellman
Escojo a propósito a William Wellman como director prototípico de Hollywood. Tenía fama de hombre salvaje, “Wild Bill” Wellman. No lo era. Padre de familia, hombre simple, acaso utilizaba el set de cine para hacerse de una fama prestada por su pasado de aviador y supuesto miembro de la Escuadrilla Lafayette que combatió en la Primera Guerra Mundial, con los franceses, aun antes de que Estados Unidos entrara en la contienda. A la famosa Escuadrilla le dedicó Wellman la película que le dio la fama: Wings (1927). Es una cinta no muy buena con excelentes momentos de combate aéreo, un travelling extraordinario que hacía el personaje de Buddy Rogers, atravesando, como si la cámara fuera un cuchillo de aire, a la concurrencia vasta de un restorán parisino y a la audacia de un beso entre hombres. Pero como son aviadores y están en Francia, la censura calla.
Wellman tiene dos grandes momentos dorados, ambos en la década de los treinta. Primero, sus películas pertenecen a la Depresión Económica y al Nuevo Trato de Roosevelt. Suceden en un país desaparecido, lejano, al cual sólo se llega a caballo, en trenes o a pie, cargando maletas. Así se presenta Barbara Stanwyck (heroína preferida de Wellman) en The purchase price (1932) luego de casarse por correspondencia con el palurdo George Brent, quien la transforma de mujer fácil en ama de casa. El territorio y la crisis vuelven a enfrentarse en Wild boys of the road (1933), la historia de los adolescentes sin trabajo, familia o sociedad que no tienen otro destino que la vida accidentada del día o la fuga perpetua o sin destino en trenes que no van a ninguna parte, sino a la muerte.
Obra urgida y urgente, Wild boys… es casi un documento de la época aunque se agota en sí mismo, obligando a Wellman a retratar la Depresión como caldo del crimen en The public enemy, la película que “hizo” la personalidad de James Cagney en la famosa escena del desayuno en la que le planta una toronja en la cara a Mae Clarke. Y en Night nurse, Stanwyck, de nuevo, es la trabajadora que se enfrenta a la amenaza del poder y el dinero, demostrando, de paso, la dificultad de vivir. También Loretta Young, en Midgnight Mary (1933), ha de luchar entre el ascenso desde el desempleo y la pobreza por la vía del crimen (Ricardo Cortez) o por el camino del matrimonio y la virtud (Franchot Tone). Esta película de Wellman es una de las que más subrayan la enorme distancia entre la pobreza y la riqueza en los USA de la Depresión. La miseria coexiste con una opulencia rancia, porque si en estas películas hay pobres recientes, todos los ricos parecen serlo, hereditarios, desde siempre.
A medida que el Nuevo Trato dejaba atrás la Depresión del año 29, Wellman encontró en la comedia dramática una manera de personalizar su tema social. De mediados de los treinta son las dos mejores películas del director: A star is born o la gloria pasajera del medio fílmico mismo. Y una reflexión sobre el matrimonio, la fama y la fidelidad, Nothing sacred, en la que el artificio de la publicidad eleva a una falsa moribunda (Carole Lombard) a una fama inmerecida, a una famosa patada en el trasero de parte de Fredric March y a un happy ending irónico. El otro Wellman, sin embargo, apunta en la aventura de Beau Geste, una película tan falsa como las anteriores eran verdaderas. Tres hermanos ingleses, dos de los cuales hablan como yanquis, viven lujosamente, hasta bien entrados los treinta años, en una mansión de campo británica. Un robo, atribuible o no a los hermanos, los arroja en brazos de la Legión Extranjera y el sadismo del sargento Markoff (Brian Donlevy, amo de la mofa cruel). Sólo uno sobrevive al desierto, al sargento y a los tuaregs (Ray Milland, el del acento británico) y la recompensa es un beso de la muy jovencita Susan Hayward (los otros dos hermanos son Gary Cooper y Robert Preston).
Roxie Hart, en fin, es otra historia de depresión y ascenso. Filmada varias veces (Chicago, 2002, la más reciente), Roxie relata la salvación del crimen por el entretenimiento. ¿Cómo condenar a la autoviuda infiel, Roxie (Ginger Rogers), si es tan bella y canta y baila como si de ello dependiera (y depende) la redención de sus pecados?
Wellman habría de dirigir una sola buena película después, The Ox-Bow incident, donde Henry Fonda se enfrenta a la Ley de Lynch en una película del Oeste sombría, fatal y que le da una cumbre más, después de los filmes de John Ford The grapes of wrath (1940), Young Mr. Lincoln (1939) y antes de My darling Clementine (1946) y Twelve angry men (1957), una de sus mejores oportunidades a Henry Fonda, uno de los actores más complejos de Hollywood. Tan inmerso en sí mismo que de su interior hace aparecer a un personaje tan cómico como el de The lady Eve de Preston Sturges o tan trágico como el hombre sencillo confundido con un criminal en The wrong man (1956) de Alfred Hitchcock.
Al final de su carrera, Wellman ya no es “salvaje”, como si la época siguiente ya no tuviera nada que ofrecerle a un director resignado a la mediocridad y seducido, de vez en cuando, por películas de aviación en las que los aparatos ya no se distinguían de las nubes ni anuncian el cielo.
King Vidor
Más interesante es la carrera de King Vidor. Interesante, porque fue uno de los directores más originales de Hollywood, debiendo pactar a toda hora con el reclamo comercial de los estudios y marcar su propia personalidad sólo de cuando en cuando, aunque cuando lo hace, el resultado es memorable. The big parade (1925) abandona el muy reciente patriotismo guerrero de la Primera Guerra Mundial. Aquí, el combate hiere y mutila, la gloria no dura mucho tiempo. The crowd es la película que anuncia la “soledad en la muchedumbre”, que habría de ser tema central de la sociología norteamericana y, al cabo, global. Sólo que ningún país como Estados Unidos ha prometido tanta felicidad a sus ciudadanos. The crowd es la excepción a la felicidad. No celebra la desgracia: la convierte en rutina, que ni siquiera se sabe tal y mucho menos, rutina degradante, como esas escenas de una vasta burocracia anónima trabajando en oficinas aún más vastas. Anuncio del mundo kafkiano de Orson Welles en El proceso. En Hallelujah!, Vidor realiza la primera película sólo con actores negros y regresa al tema de la soledad social en Our daily bread (1934).
Pero éstas fueron, como en el caso de Wellman, excepciones. Aunque lo realmente excepcional es que Vidor lograse, en medio de melodramas como Stella Dallas (1932), películas de acción como Northwest passage (1940), aventuras exóticas como Bird of Paradise (1932) hasta llegar a la tarantela bíblica de Solomon and Sheba (1959), logrando momentos y obras bastante singulares. El momento en que Bette Davis llega a la casa de un decente y aburrido marido (Joseph Cotten), mira con ojos de cobra dormida el lugar y exclama, “What a dump!” (“¡Qué pocilga!”), frase que anuncia desilusión reprimida y desvergüenza por venir. El delirio novelesco traducido a paisajes y rostros en Duelo al sol, un “western” singular por la pasión inclasificable (y a veces creativamente inexplicable) de sus personajes, del patriarca leonino (Lionel Barrymore) al padre cornúpeta (Herbert Marshall) a la pareja salvaje, insensata y felizmente ajena a la razón que forman los amantes del “duelo al sol”, Gregory Peck y Jennifer Jones (ésta en un papel de mestiza pasional y rencorosa que Vidor le ofreció a María Félix y que ella rechazó porque ella “no hacía de india”: oportunidad perdida). Otro dato: de niña, Jennifer Jones es nada menos que Susan Sontag, a la sazón habitante de Arizona y con no más de cinco años de edad pero consciente de la desaparición de su madre bailarina, Steffi Dunne y de la amargura de su padre engañado, el citado Marshall.
La libertad y el misterio de Duelo al sol son superadas, de manera distante, por otra gran película (¿debatible, mala?) de Vidor, The fountainhead. Supuestamente inspirada en la vida del arquitecto Frank Lloyd Wright, seguramente basada en la novela de la muy reaccionaria Ayn Rand, The fountainhead trasciende estos orígenes, incluso los niega, para ser la historia (otra historia) de una pasión incontrolable, la de la mujer rica, casada y bellísima Patricia Neal hacia el arquitecto pobre, inconforme y seguro de su originalidad (Gary Cooper). Más allá del tema argumental, es el choque de las pasiones indomables, la atracción física que nada puede reprimir, la sexualidad que lo avasalla todo, familia, matrimonio, carrera, lo que le da su poder a esta película de Vidor, sobre todo porque el personaje del arquitecto es, a un tiempo, libre antes de su destino profesional y sujeto sin freno de su fatalidad erótica. Con razón los dos intérpretes, Neal y Cooper, no tuvieron más remedio que convertirse en amantes en la vida diaria. Hora y media de pasión fílmica no bastaban. ¿La mejor película de Vidor? Mi esposa Silvia me corrige: No, es la peor.
A saber…
Rouben Mamoulian
Rouben Mamoulian venía del teatro y por eso entendió tan bien al cine. Apresado por el sonido en una pose estática, Mamoulian aprovechó el sonido para hacerlo móvil, dinámico, sujeto al ritmo de la calle. Sus dos primeras películas, Applause (1929) y City streets (1931), liberan a la cámara, le dan una suerte de danza urbana a la sucesión de luces, sombras, sonidos y a veces, ausencias implícitas. Gran cine original, el de Mamoulian, en seguida entrega un Dr. Jekyll and Mr. Hyde que a mí se me antoja insuperable. Fredric March, el noble Dr. Jekyll, se transforma ante la cámara, mágicamente sin cortes, en el monstruoso Mr. Hyde. March encarna esta transformación con una suerte, espantosa, de naturalidad que le da aún más erotismo a sus encuentros con la cantante de cabaret secuestrada por Hyde y sometida a un erotismo feroz del cual da cuenta cabal la joven Miriam Hopkins, semi-desnuda en una cama y acentuando la carnalidad de sus piernas y de las medias negras, de las que no se despoja.
Mamoulian tiene caídas y ascensos. Me gustan su dramatización del drama de Odets en Golden boy (1939) y la segunda versión de Ninotchka, Silk stockings (1957), en las que, en vez de la gran actuación de Greta Garbo, tenemos la maravillosa exhibición de las piernas más bellas del cine, las de Cyd Charisse (y no olvido a Marlene Dietrich).
Director de mujeres.
Tal fue la fama (muy merecida) de George Cukor y bastan, para confirmarlo, sus películas con Katherine Hepburn, de Little women en 1933 a Pat and Mike en 1952. Hepburn, la aristócrata de la pantalla, ascendió con Cukor, descendió como “veneno de la taquilla” sin Cukor a fines de los treinta y resurge con Cukor, para quedarse para siempre en The Philadelphia story (1940). Pero Cukor era un gran director de otras actrices, notablemente en la película sin hombres, The women (1940) y de Ingrid Bergman en Gaslight (1944), de Audrey Hepburn en My fair lady (1964) y de Marilyn Monroe en Let’s make love (1960). Pero qué decir de las actuaciones masculinas dirigidas por Cukor: Spencer Tracy, James Mason, Rex Harrison, para no hablar de sus obras de conjuntos interpretativos, Dinner at eight (1933, con John y Lionel Barrymore, Marie Dressler, Jean Harlow, Wallace Beery) y sus adaptaciones de novelas como David Copperfield (1935), anterior a las excelentes versiones de Great expectations (1946) y Oliver Twist (1948) por David Lean.
Sabido es que Cukor tuvo un conflicto con Clark Gable, quien exigía un director macho (Cukor era homosexual) para la dirección de Gone with the wind (1939). Es bien sabido, sin embargo que tanto Vivien Leigh como Olivia de Havilland fueron secretamente dirigidas por Cukor.