13. Europa en limbo

Con Pier Paolo Pasolini y Alberto Moravia en Venecia, 1965.

Entre 1920 y 1933, entre Weimar y Hitler, Alemania fue la sede del expresionismo cinematográfico, paralelo a la revolución en las artes que siguió a la derrota de 1917. En realidad, desde 1910, un movimiento se manifestó contra el imperialismo en revistas y en la pintura. Aunque definir al “expresionismo” resulte difícil, Kasimir Edschmid lo intentó: “el poeta expresionista no mira, observa; no representa, renueva; no medita, busca. Otros, lo llaman estilo gótico.”

Acaso la idea de búsqueda, más allá de las convenciones aceptadas, con formas inéditas de la expresión del fin de una era: a la caza de una mentalidad práctica y profética a la vez. Dan cuenta de esto los pintores de Die brücke (El puente) y del Der Blaue reiter (El caballero azul), fundado, éste, por Marc y Kandinsky, seguidos de Kokoschka y Grosz. La literatura conoció las obras de Alfred Döblin, de Georg Trakl, de Elsa Lasker-Schüler y de Erich Mühsam, muerto en el campo de concentración nazi de Oranienburg en 1934, como advertencia del fin de una era.

El cine es parte inseparable de la misma. Y el cine, visualmente, nos recuerda que la “modernidad” del expresionismo era muy vieja, ya que servía para dar nueva vida a los mitos germánicos más antiguos (Los nibelungos: la muerte de Sigfrido, 1923 de Fritz Lang), a las leyendas medievales (El Golem, 1915 de Henrik Galeen y Paul Wegener) así como a la remozada tradición del cuento de terror, nuevo porque así lo era el acudir a la percepción visual inmediata. El gabinete del doctor Caligari (1920, Robert Wiene) visualiza un mundo de pasajes curvos y sonámbulos untados a la pared que se disuelven en un manicomio contemporáneo. Nosferatu (1922, F.W. Murnau) es un Drácula medieval, pre-moderno, donde el conde es no sólo un vampiro, sino un vampiro físicamente repulsivo, con cabeza de muerto, garras de animal. Ninguna elegancia de etiqueta a lo Bela Lugosi. De las fábricas de celuloide de los estudios UFA salieron Satanás en 1919, La tumba india en 1959, El hombre de las figuras de cera en 1928, El estudiante de Praga en 1926; Las manos de Orlac en 1926, El hombre que ríe en 1928 y finalmente El Congreso se divierte (1931). Todas estas películas tienen en común al actor Conrad Veidt, lo mismo perverso marajá, estudiante alucinado, pianista mutilado con manos de criminal sustituyendo las suyas, desfigurado por obra y gracia de Victor Hugo con una sonrisa permanente, melancólica y amenazante… y al cabo, bailando un vals de despedida con la bella Lilian Harvey en el Congreso de Viena. Ella se fue a Alemania como estrella del cine nazi. Él emigraría a Inglaterra y a Estados Unidos.

Se desperdició de esta manera la figura de Veidt, simbólica de su época, aunque no minimizo la de los directores de películas ubicadas en el presente aunque rodeadas de una atmósfera visual que me sitúa lejos del “realismo” tradicional. La última carcajada (1924) de F.W. Murnau, pequeña tragedia de un hombre pequeño (Emil Jannings) que lo degrada de portero uniformado de un gran hotel a lavar excusados en el mismo. Murnau dirigió una de las máximas obras del cine mudo, Sunrise: a song of two humans (1927), donde el viejo tema de la ciudad contra el campo adquiere una forma visual, contrastada, febril, que daría tono a todo el cine urbano por venir ya en Hollywood. Murnau co-dirige con Robert J. Flaherty Tabú (1931), un documental a la vez lírico y realista en los mares del Sur y muere en un accidente de automóvil en el mismo año.

Breve y brillante carrera la de G.W. Pabst. Die büchse der Pandora (1929) reveló la belleza y calidad incomparables de la actriz norteamericana Louise Brooks en una adaptación de la obra de Frank Wedekind que aumenta, si cabe, el erotismo urbano de la obra de Pabst. Familia, colegios, carreras, todo el aparato “moderno” de Pandora y Diario de una niña perdida (1929) es transformado por la fuerte atmósfera de una época que se cree actual y en verdad está en un pasado remoto, de un porvenir ilusorio. Precedida por El amor de Jeanne Ney (1927) y continuada por un relato de la vida en el ejército (Kameradschaft, 1931), la carrera de Pabst se fue apagando, con simultaneidad al increíble éxito de su estrella Louise Brooks, abrumada en comedias y westerns “B” antes de ser “redescubierta” por William Wellman.

En cambio, Fritz Lang gozó de una carrera ininterrumpida en la que las obras de calidad son tan importantes que obligan a pasar por alto los compromisos comerciales a los que se sometió, como en el caso de Die Spinnen (Las arañas, 1919-1920), un gran carnaval de exotismo visual que culmina en los incas (¡!) y se ofrece como un “serial” serio, por así decirlo. Pero es Der müde tod (Destino, 1921) la película que define un “estilo Lang” en el que la posibilidad humana se ve frustrada, tanto por el poder ajeno como por las incomprendidas debilidades propias. Metrópolis (1927), acaso la obra más celebrada de Lang, ofrece dos mundos, uno domesticado, feliz, casi castrado en el pent house del mundo, coexistiendo con otro, subterráneo y esclavizado, cuyo trabajo sostiene el ocio del primero. La irrupción de un bello y monstruoso maniquí (Brigitte Helm) no sólo une y quiebra ambos mundos, sino que confirma el destino accidental de las tramas de Lang, evidente aún más en M (1931) donde aborda la exploración de la mente de un criminal (Peter Lorre) cuya inocencia no lo absuelve de una culpa convulsiva y que será juzgado, no por la policía, sino por otros criminales, acaso menos criminales que Lorre. Aunque, la autoridad misma, ¿no es sino otro rostro del crimen? Este arriesgado interés en los motivos y maneras de una autoridad que debe ser criminal para vencer en la criminalidad misma confiere su fuerza a los dos Mabuse de Lang, el silente de 1922 y el parlante de 1933. Este último, estrenado con los nazis en el poder, provocó la legendaria reacción del ministro de propaganda Joseph Goebbels de ofrecerle a Lang la dirección de UFA (Universum Film AG, el estudio cinematográfico más importante de la época en Alemania). Ni tonto ni perezoso, cierto o falso, Lang empacó sus maletas y se fue de Alemania.

Metrópolis, M, Dr. Mabuse der spieler-ein bild der zeit y Das testament des Dr. Mabuse quedan como cuatro grandes obras, válidas en su estética propia más que como comentarios sociopolíticos y tan vitales hoy como cuando fueron filmadas.

En Hollywood, Lang debió someterse a las exigencias comerciales. Que de todas maneras haya logrado retomar y refinar su pesimista visión del mundo y de la justicia es mucho más admirable en quien debió hacer, para vivir, American guerrilla in the Philippines (1950). En vez, el gran Lang está presente en siete obras maestras. Fury (1936), aclamada por Graham Greene por su “casi intolerable horror”. Un hombre justo (Spencer Tracy) es injustamente encarcelado y expuesto a la furia de la muchedumbre. La ley de Lynch es parte de “la diversión” (let’s have fun) propuesta por un joven en un bar. Esa barbarie, cometida de hecho, atestiguada, tolerada, constituye un ácido comentario de Lang a lo que ocurría en Alemania: ¿de dónde salieron tantos cómplices pasivos del crimen?

You only live once (1937) es la versión “expresionista” de Bonnie y Clyde, la pareja de bellos criminales que roban y asesinan como viven y aman. Lang no volvería a hacer una película digna de él hasta The woman in the window (1944) y Scarlett Street (1945) con un Edward G. Robinson que ahora es víctima de Joan Bennett, la mujer que ama con pasión insensata.

El siguiente “aire” de Lang pasó por la muy interesante Clash by night (1952), donde la ambigüedad erótica de Barbara Stanwyck corresponde a la armonía conyugal, para llegar a las dos grandes películas de la etapa final del director, The big heat (1953) y Human desire (1954), esta última remake de La bête humaine (1938) filmada por Jean Renoir. Las películas de Lang fueron ambas protagonizadas por Glenn Ford. Si en Renoir recordamos los rostros de Jean Gabin y Simone Simon, en Lang vemos la geometría de trenes, rieles y ángulos de la cámara. Si Renoir es humanista, Lang es objetual. A Renoir le importaban los personajes. A Lang, la trampa: el destino. Sin embargo, Jean Gabin es un hombre predestinado en tanto que Glenn Ford se cree un hombre libre.

A Conrad Viedt lo acompaña en el reparto multi-europeo de Casablanca Marcel Dalio, protagonista de una película repetidamente considerada la mejor de todos los tiempos, La régle du jeu (1939, Jean Renoir) y reducido en Hollywood a pequeños papeles (tan pequeños como el propio Dalio) de mesero, croupier y bufón. Lejos, muy lejos, la admirable pareja de los hombres en fuga, Dalio y Jean Gabin, prisioneros franceses de la Primera Guerra Mundial en La gran ilusión (Jean Renoir, 1937).

El propio Gabin, que nunca descendió del estrellato, no tuvo fortuna en Hollywood —salvo la del amor de Marlene Dietrich—, como no la tuvieron Danielle Darrieux, Michèle Morgan, Fernand Gravet y, un poco más, Simone Simon, nacida para ser la mujer-pantera del mundo de horror de Cat people (Jacques Tourneau, 1942). Todos regresaron a su lugar, que era el cine europeo: Gabin, al inspector Maigret; Darrieux a las rivalidades de Boyer y Vittorio de Sicca en Madame; de Morgan a La sinfonía pastoral y Simone Simon a La ronda y, otra vez, al gran barroco en movimiento de Max Ophüls, Le plaisir.