12. Cine mexicano

Julio Bracho tuvo una gran carrera juvenil como director de teatro y debutó en el cine con ¡Ay qué tiempos, señor Don Simón! (1941), afortunada aproximación al cine musical. El argumento es ñoño, las actrices excelentes, los números musicales originales y festivos. Del can-can de la audaz Cocó Anchondo (Chelo Villarreal) al principio del film (“Y algo más también, que no he de repetir”) a los duetos cómicos de las disímiles hermanas Camarillo-Guerrero de Luna al gran canto colectivo que da título a la película en el café La Suiza, Don Simón es un filme afortunado. Por desgracia, Bracho acaso pensó que cambiar de género en sus obras sucesivas era prueba de un catolicismo apegado a la raíz de esta palabra: universal, bueno para todo. Distinto amanecer (1943) fue un interesante intento de incorporar al cine mexicano la lucha sindical y el gangsterismo político, aunque el subtexto amoroso camina en el sinsentido de la heroína (Andrea Palma) que sostiene con fichas de cabaret a su familia pero (¡aleluya!) le niega el sexo a Armendáriz con una frase ridícula: “nos daríamos asco”.

De ahí en adelante, la carrera de Bracho es una serie de desventuras redimida por dos aciertos. Uno, Historia de un gran amor (1942), donde la pareja Jorge Negrete-Gloria Marín, establecida ya en ¡Ay Jalisco no te rajes! (1941), la afortunada comedia ranchera de los hermanos Rodríguez, se pone al servicio de una buena historia de pasión y celos. La otra buena película de Bracho es Rosenda (1948). Los fracasos incluyen vidas de Vasconcelos y Orozco, así como melodramas inclasificables Rostros olvidados (1952) con Libertad Lamarque en su enésima encarnación de la mater dolorosa.

Todo le es perdonado a Bracho cuando en 1960 filma la versión de La sombra del Caudillo de Martín Luis Guzmán. El argumento fluye sin atracones y las interpretaciones son las mejores, con mucho, en las carreras de Tito Junco, Carlos López Moctezuma, Ignacio López Tarso, Kitty de Hoyos, Miguel Ángel Ferriz, Tomás Perrín, Víctor Manuel Mendoza, José Elías Moreno, Antonio Aguilar y Prudencia Grifell, en su desacostumbrado papel de madrota. Los escenarios —la Cámara de Diputados, las colonias Roma y Juárez, Toluca, los cerros— son directos y creíbles, dándole un crecido aire de autenticidad a esa película, que no dudo en colocar entre las diez mejores del cine mexicano.

Desde luego, la película fue prohibida a instancias del Ejército mexicano. Como si las traiciones y crímenes ordenados por y contra oficiales del Ejército en 1919-1930 no hubiesen ocurrido. Como si no hubiese historia, como si fuesen un secreto los asesinatos de Francisco Serrano y Arnulfo Gómez. El Ejército censuró al Ejército. Sin los dramas de los años veinte, también realizados por Bracho, no tendríamos el país de hoy, con todas sus contradicciones.

Antes de Bracho, la Revolución fue el tema de las películas iniciales de Fernando de Fuentes (primo hermano de mi padre). Vámonos con Pancho Villa (1936) es un desencantado retrato de los triunfos, del descontento a veces, la fatalidad otras y la eventual derrota del villismo. El compadre Mendoza (1934) es otro retrato sin ilusiones de un convenenciero (Alfredo del Diestro) que cambia de chaqueta, con trágicas consecuencias, al vaivén de la Revolución. El éxito en el Festival de Venecia (1936) de Allá en el Rancho Grande, popularísima película rural de De Fuentes y de su gran camarógrafo, Gabriel Figueroa, parece haber cerrado las puertas a la imaginación del director. De ahí en adelante, de insulsa comedia a desangelada adaptación (Doña Bárbara, 1943) a películas de charros cantores (Tito Guízar, Jorge Negrete, Pedro Infante), el talento de De Fuentes fue en declive.

En cambio, Gabriel Figueroa ascendió para ser uno de los grandes talentos del cine mexicano. Las películas de Emilio “El Indio” Fernández deben su fama, en gran medida, a la fotografía de Figueroa. A éste se le reprocha la belleza de sus paisajes y el esplendor de sus nubes. Sólo que México es así. Que Figueroa estaba al servicio del director y el tema lo comprueban las desnudas películas que hizo Figueroa con Luis Buñuel, así como otras que suceden en interiores, sin nube alguna en el horizonte Víctimas del pecado, 1951. Sublime melodrama arrabalero, donde Ninón Sevilla salía hasta en ocho números, es encarcelada y la redime un niño que le lleva flores a la cárcel; Rodolfo Acosta, pachucazo, le habla en francés a las putas y Pérez Prado lo anima todo, salva las bellas y sombrías escenas del ferrocarril de Nonoalco.

Si Figueroa le dio gran belleza al cine de Fernández, éste acudió a argumentos que acabaran pareciéndose a las proverbiales gotas de agua. No se discute la belleza formal de María Candelaria (1944) o La malquerida (1949). Se distingue la incursión en temas urbanos (Salón México, 1949) y el regreso a la estética natural (La red, 1953), donde las olas del mar sustituyen tanto a las nubes del campo como a los encuentros eróticos (en la playa) de Rossana Podestá.

Caso excepcional es el de Norman Foster, actor y director norteamericano que en México realizó una versión (la segunda y la mejor) de Santa, la novela de Federico Gamboa sobre el ascenso y caída de una muchacha provinciana que se vuelve prostituta de lujo, luego cae y muere acompañada por un ciego.

La maestría de Foster consiste en dejar de lado el bagaje melodramático para ofrecer tan sólo el retrato de una tonta. Santa (Esther Fernández) carece de malicia, voluntad o celo. Es traída y llevada por las circunstancias. Quiere ir a la plaza de toros con su amante matador (el excelente Ricardo Montalbán). Él no quiere. La deja sola. Viene a visitarla su anterior amante (Víctor Manuel Mendoza). Ella, tontamente, sucumbe. El torero la rechaza. Santa cae y cae y cae, amada sólo por un pianista ciego (José Cebrián) que debe contentarse con tocar sus facciones. Muerta.

Hay una escena notable en la que la madrota (Fanny Schiller) le enseña a las pupilas (Fernández, Estela Inda, etc.) a usar el tenedor para comer. Ellas lo hacían con las manos.

Pero son los actores lo mejor de todas estas películas; dos sobresalientes. Como protagonista, Pedro Armendáriz, quien puede ser indio en Xochimilco, oficial de la Revolución en mil películas, cacique local, astro del jai-alai, carnicero y, en sus películas extranjeras, César Borgia, Francisco I de Francia, vaquero del Far West, jefe de la policía de Estambul, cruel criminal cubano, etc. Tal era su fama que en Roma, en 1951, al saber que yo era mexicano, los italianos gritaban: ¡Armendáriz!

Por fortuna, Armendáriz no se dejó cambiar el nombre, como sugería el estudio, a “Armen Dariz”.

Entre los “secundarios” mexicanos, nadie compite con Miguel Inclán. Normalmente “malo” (“Soy especialista en muertes misteriosas”), a veces fue el buen policía que, sin esperanza, quiere casarse con Marga López (Salón México, 1949), proteger sin decir palabra (es mudo) a Ninón Sevilla en Aventurera (1950) o personificar, ni más ni menos, a Benito Juárez (mejor que Paul Muni, Mexicanos al grito de guerra, 1943). Pero dentro de su espléndida villanía, Inclán tiene un papel de verdad sobresaliente en Los olvidados de Luis Buñuel (1950), como El Ciego. Inclán insulta a niños, seduce a niñas, es hombre-orquesta, delata, roba, ahora con miseria y al cabo es golpeado hasta la inmisericordia por el Jaibo y su pandilla.

Sólo dos “malos” compiten con Inclán. Gilberto González, el “Sute Cúpira” de Canaima y en el mismo filme Alfonso Bedoya como Cholo Parima (Pantoja). Aunque Bedoya debe su fama a El tesoro de la Sierra Madre (1948, John Huston), donde Humphrey Bogart le pide la insignia que acredite su autoridad y Bedoya, todo él dientes de oro, responde —para la historia—: “I don’t need no dirty badge” (hoy diría “fucking badge”).

Otro notable “secundario” del cine mexicano es Agustín Isunza. Abogado de alcurnia, el simplón Juan Primito de Doña Bárbara, acusador de Cantinflas en El gendarme desconocido, peón, labriego, el Remigio Tarabana de La sombra del Caudillo, la extensión de Isunza es tan notable como la de los otros “secundarios” que son sal y pimienta de un cine a menudo insípido. En primerísimo lugar, Julio Villarreal. Fue Cristóbal Colón y el cura Hidalgo, pero también cruel usurero en Historia de un gran amor, jefe de policía, celoso padre de Dolores del Río en Bugambilia y mil encarnaciones más.

Del lado cómico, además de Cantinflas, una legión risueña la encabezan Germán Valdés “Tin Tan”, el pachuco en busca de su “carnala”; Fernando Soto. “Mantequilla”, retrato del asombro cómico y, desde luego, Clavillazo, Resortes, Medel y, escapado del teatro de revistas, el mordaz Palillo.

Tentado a lanzar una lista personal de las mejores películas mexicanas, de esta época, yo diría:

1. La sombra del caudillo de Julio Bracho;

2. El compadre Mendoza de Fernando de Fuentes;

3. Vámonos con Pancho Villa de Fernando de Fuentes;

4. Santa, de Norman Foster;

5. Flor silvestre, de Emilio Fernández;

6. Nosotros los pobres, de Ismael Rodríguez;

7. Campeón sin corona, de Alejandro Galindo.

Del lado del sexo débil, el cine mexicano tuvo dos estrellas muy poderosas. Dolores del Río había sido famosa intérprete del cine mudo en What price glory (1927), en Evangeline (1929) y sobre todo en una formidable The loves of Carmen (1927), rescatada hace poco de la cineteca de Praga. En The loves of Carmen, Del Río da rienda suelta a lo que se esperaba de esta flamígera importación mexicana: pasión, belleza, desdén.

El cine hablado lanzó a Del Río. Su acento latino era demasiado notable, de manera que la actriz fue enviada a los mares del Sur, en Ave del Paraíso (Vidor, 1932), donde el productor, David O. Selznick le exigió al director: “No me importa qué historia utilices, pero al final, Del Río debe de ser arrojada al interior de un volcán”.

Exótica y elegante, Del Río pasó de los musicales de la Warner (Wonder Bar, In Caliente) a Volando hacia Río (1933) a fracasadas películas históricas (Madame du Barry, Dieterle, 1934) a secundarias aventuras londinenses sin éxito alguno, hasta que Orson Welles, enamorado de Dolores (y de su ropa interior) la devolvió al estrellato bajo la batuta de Norman Foster en Journey into fear (1943). La llevó como compañera al sonadísimo estreno de Citizen Kane y luego la abandonó (y abandonó su carrera) para irse al carnaval de Brasil y mandar a Dolores de vuelta a México, donde prestó su bellísimo rostro a los grandes melodramas del Indio Fernández. India de Xochimilco en María Candelaria (1945), campesina en la excelente Flor silvestre (1943), adolorida madre y amante en Las abandonadas (versión mexicana de Madame X, 1945), imposible señorita de provincia en Bugambilia (1945), Del Río se convirtió a matrona de campo en La malquerida (1949), todas ellas obras del “Indio”.

Invencible en su belleza, Del Río hizo en el teatro una muy atractiva Dama de las camelias (1969), en el cine fue madre de Omar Shariff (C’era una volta, 1967) y antes de Elvis Presley (Flaming Star, 1961), indómita piel roja en un éxodo vergonzante (Cheyenne autumn, 1964). Durante la filmación de C’era una volta dos ancianas italianas se acercaron a decirle que, desde niñas, la habían admirado en el cine mudo. Pero Dolores era imbatible: no hubo mujer más hermosa en el cine mexicano.

Ni siquiera María Félix, otra gran belleza, a la cual se le nota, sin embargo, el reciente ascenso al estrellato —en tanto que Del Río parecía estrella de nacimiento—. Félix dio excelentes actuaciones iniciales en El Peñón de las Ánimas (1943), Doña Bárbara (1943) y La mujer sin alma (1944) antes de empeñarse, con Dolores del Río, en un duelo de cejas: mientras más altas y móviles las cejas, más brillante la actuación. Hasta encontrarse, ceja contra ceja, en La Cucaracha de Ismael Rodríguez (1959), desafortunada obra que fue a Cannes a competir, absurdamente, con el Nazarín de Buñuel.

Castradora excelsa, la Félix llegó a la castración física en la película La Generala. Pero para entonces el macho mexicano invocaba en vano su cuádruple herencia azteca (las mujeres a la pirámide a que les arranquen el corazón), hispana (la mujer en la cocina y con la pata rota), árabe (la mujer en el harem, rodeada de eunucos con cimitarras) y medieval (la mujer en el alcázar con cinturón de castidad y rogando por el regreso del Señor que se fue a las Cruzadas). La invocaba en vano e invisiblemente. El cine mexicano repetía eternamente sus fórmulas machistas, pero los mexicanos y mexicanas de verdad se adaptaban a su manera a una independencia profesional y a una comodidad habitacional que hubiera horrorizado a todas esas abuelitas con cabeza de algodón, a todas esas señoritas pudibundas y solteronas amargas que poblaron el cine mexicano con los nombres de Sara García, Consuelo Guerrero de Luna y las hermanitas Gentil Arcos.

No dejaron por ello de llover lágrimas. Abueleras las de Sara García, castas las de Marga López pero cosmogónicas las de Libertad Lamarque. Exiliada del cine argentino, donde era la estrella absoluta, por su pleito con Eva Duarte en La cabalgata del circo (1945), doña Libertad llegó llorando a México y ya nunca paró de diluviar, de Soledad (1947) a El hijo pródigo (1969), pasando por obras tan memorables como El pecado de una madre (1960). En todas ellas, Lamarque reconoce lujos, se sacrifica por otros, lleva a las familias por la senda del bien, pierde la memoria, la recupera sin saber cuál de “las muchachas” es la suya, pues era más feliz de soltera, aunque hasta respirando sufra, y sufra regresión infantil, chantaje, insultos, cuida huérfanos, es madre y ropavejera de día. ¿Qué más?

Después de estos años de gloria y miseria, de arte y de idiotez, el cine mexicano, dominado por viejos que negaban la entrada a los jóvenes, rejuveneció al cabo gracias a Juan Ibáñez, Arturo Ripstein, Alejandro González Iñárritu, Guillermo del Toro, Rodrigo García, Carlos Reygadas.