9. Los musicales
Con José Luis Cuevas y Gabriel Figueroa en la filmación de Las dos Elenas, 1964.
Otras películas musicales sí le dieron entrada a la miseria contemporánea, sobre todo las de Busby Berkeley, donde Joan Blondell le canta al hombre olvidado que regresa de la Gran Guerra, empeña sus medallas y desaparece en una vida urbana sin misericordia. La ciudad del crimen pasional y la cola de hambrientos, películas punteadas por la más abierta propaganda al Nuevo Trato y al presidente Roosevelt, cuya efigie aparece, admirada y admirable, en películas contrastadamente ligeras Gold diggers, o sea buscadoras de oro en bolsillos incautos de millonarios o en súbitos éxitos teatrales. La extraña escena final de 42nd street suministra un comentario personal, desesperado. Mientras sale del teatro el público complacido, vestido de etiqueta, el director de la obra (Warner Baxter) se sienta, solo y exhausto, en un escalón de la calle. El éxito se disipa para renovarse cada noche. Pero esa noche, un hombre (Baxter) puede morir de fatiga, tedio y desilusión.
Contra estas tentaciones oscuras lucía, en cada musical de la Warner, la sonrisa de Dick Powell anunciando “I’m young and healthy” (soy joven y saludable) y los bailes de tap de Ruby Keeler, la sátira a los ricos (Guy Kibbee, Hugh Herbert) y la sonrisa-vinagre de Skeets Gallagher. Eran fórmulas previsibles porque la Warner tenía un olfato certero acerca del humor de los tiempos. De suerte que el filo navajoso de los primeros títulos Calle 42, Gold diggers fue cediendo a la blandura de Wonder Bar (Dolores del Río bailando con Ricardo Cortez: dos morenos vestidos de blanco en escenarios de espejo) y, al cabo, a la irrelevancia de Hollywood Hotel (1937), donde el blando Dick Powell lo domina todo. Detalle surrealista: en todas estas películas aparece un ser diminuto, imposible saber si es niño o enano. Viste como bebé, fuma puros y persigue estrellas en todos los sentidos. Es el Puck shakesperiano de los musicales de los treintas.
Otra muy distinta —y más inteligente— es la respuesta de la comedia femenina de los treintas. La llamo “femenina” porque sería inexplicable sin las tres actrices que la protagonizaron.
Claudette Colbert, dotada de un sentido del humor que le permitió interpretar emperatrices romanas increíbles históricamente aunque creíbles cinematográficamente. Es Popea, la mujer de Nerón, en El signo de la cruz, donde se da largos baños en suntuosas piscinas antes de ordenar la muerte de cristianos. En Cleopatra, otro título del infatigable Cecil B. DeMille, devora a César (Warren William), devora a Marco Antonio (Henry Wilcoxon) y todo ello en barcazas ancladas en el Nilo, donde las escenas eróticas duplican su poder evocador gracias a que la cámara se aleja del lecho de Cleopatra mediante una sucesión de cortinajes suntuosos. Cada cortina oculta lo que penetra pero penetra lo que oculta. Cleopatra se divierte.
Mucho más divertidas son las comedias “contemporáneas” donde Colbert es, a la vez, víctima de un orden social que la aprisiona y del hombre popular que la libera, triunfando en la nueva categoría, post-plutócrata, post-machista, que ella protagoniza. Hija de millonario (Walter Connolly) que quiere casarla con un abominable maniquí (Jameson Thomas), Claudette huye nadando del yate familiar y se aventura, con un solo traje y muy pocos dólares, en un autobús nocturno de la ruta Miami-Nueva York, donde, adivinen, se encuentra con un periodista rebelde y pobre (Clark Gable) que la enseña a ser mujer, aunque ella le enseña a parar un auto en la carretera para conseguir “aventón”, enseñando una deliciosa pierna. O sea, Gable doma a la millonaria fugitiva, pero esta doma al periodista independiente cuando caen “las murallas de Jericó”: la frazada que separaba sus camas en unos courts cuando ellos hubieron de pretender que no eran lo que estaban destinados a ser: marido y mujer, (Sucedió una noche, Frank Capra, 1934).
En Medianoche (1939, Mitchell Leisen), Colbert es una gringa perdida en París, introducida por error a la alta sociedad y redimida por su verdadero amor, Don Ameche, que es un chofer de taxi que moviliza a sus compañeros de trabajo para salvar a Claudette de un destino peor que la muerte: la riqueza. El populismo hollywoodense sitúa una y otra vez a Colbert ante este dilema básico: fortuna o amor (Bluebeard’s eighth wife, 1938, Lubitsch) o fortuna del amor. Era indispensable que el gran Preston Sturges volteara las cartas del amor y lo confirma en su comedia The Palm Beach story (1942, Preston Sturges), en donde Claudette se separa de su marido (Joel McCrea), un arquitecto sin fortuna, para no ser una carga. Toma un tren —esta vez de Nueva York a Miami—, pierde su equipaje, es rescatada por un multimillonario puritano (Rudy Vallee) que le da vestuario y amparo en su casa de Palm Beach, más oferta de matrimonio. Hasta que Joel reaparece, es presentado por Claudette como “mi hermano”, la hermana de Rudy (Mary Astor) se enamora de Joel y sólo la verdad puede deshacer el enredo.
Mas por ser ésta una obra de Preston Sturges, hay personajes y sub-argumentos extraordinarios para enriquecer la salsa cómica. El apartamento que Claudette quiere alquilar en Nueva York es visitado por un hombrecito pequeño, abrigado y con voz de rana, el rey de la salchicha, que quisiera alquilar el apartamento y la persona de Colbert. Y en el tren a Palm Beach, viajan los miembros del incomparable Ale and Quail hunting club: una docena de cazadores millonarios y excéntricos que convierten el tren en un manicomio de escopetazos, ebrios cantos sin sentido y protección a Claudette en su desamparo.
El lector comprenderá con cuánto gusto conocí a Claudette Colbert en París. Era el año 1977 y mi amiga la periodista Flora Lewis nos invitó a mi esposa Silvia y a mí a cenar con Claudette. La actriz había adoptado desde los años treinta un peinado de fleco mínimo y reconocimiento invariable. Tampoco su rostro había cambiado, como si la mujer fuese para siempre la imagen de la actriz. Sorpresa: Claudette nunca permitió que le fotografiasen el lado izquierdo de la cara. Ahora, mirándola, me pregunté por qué y no encontré respuesta. Claudette Colbert era bella, y más que bella, interesante desde cualquier ángulo. Y más que interesante, cordial, inteligente, excelente conversadora. Un caso —raro— en el que la persona artística coincide con el ser humano.
Irene Dunne tuvo varias etapas como actriz. Debuta como cantante que era en la primera versión de Showboat (1936, James Whale), pero antes Hollywood la enmudeció o más bien, le dio los parlamentos más melodramáticos en películas olvidadas (Thirteen woman, 1932) o semi-olvidadas (Ann Vickers, 1933). La comedia la salvó: en 1936, Dunne protagonizó Theodora goes wild (Richard Boleslavsky), una farsa en la que Irene tiene doble personalidad. Es una muchacha modesta y muy de familia en un pueblecito de provincia. Pero, en secreto, escribe novelas eróticas (o erótico-sentimentales) con seudónimo. Es oscura señorita decente en la provincia y celebridad en la capital. Y en ésta, posando como la mundana novelista, con quién ha de toparse sino con Melvyn Douglas, el actor destinado a redimir hembras sometidas a las apariencias a fin de revelarles su verdadero destino, el que hubiesen perdido si el mundano, medio cínico, afable y elegante Melvyn no aparece en escena. Hacer que la Irene pueblerina coincida con la Irene mundana es la hazaña de Melvyn. Es decir, la hazaña del amor.
Salpicada de escenas brillantes en constante sucesión, Theodora goes wild no sólo reveló el talento cómico de Irene Dunne sino la anticuada ropa interior de Melvyn, acaso aún popular en 1936, pero que hoy parecería ropa de bebé. No importa. La galanura social de Douglas era impermeable al ridículo… Aun cuando en una de las comedias culminantes, Ninotchka (1939) de Ernst Lubitsch, se cae de la silla en un restorán popular y obliga, como veremos, a Garbo a reír.
Irene Dunne prosiguió su carrera de comediante con otra cinta clásica, The awful truth (1937, Leo McCarey). Ahora, Irene se divorcia —inconcebible— del joven Cary Grant pero secretamente lo sigue amando. Provoca los celos de Grant cortejada por un millonario texano dueño de pozos petroleros (Ralph Bellamy) y dominado por su oligárquica y oleogárquica madre. Sobra decir que la pareja Dunne-Grant se sobrepone a todos los obstáculos, llegando a un final no sólo feliz sino alegremente erótico en la recámara de una cabina de montaña. No es menor el trabajo de un perrito actor, Skippy (Mr. Smith en el filme), para reunir a los amantes.
Enseguida, Dunne encontró a su pareja romántica, Charles Boyer, en un crucero, Nueva York-Costa Azul. La historia se ha repetido con otras parejas (Cary Grant-Deborah Kerr; Warren Beatty-Annette Bening). Ninguna, sin embargo, posee el encanto de época, el contrapunto América-Europa, el sentimentalismo final (y convincente) de la película Dunne-Boyer. Dirigidos por Leo McCarey, antiguo realizador de los Hermanos Marx, Dunne y Boyer son una extensión romántica del viejo tema USA-Europa, constante de la imaginación literaria norteamericana, de Henry James a Scott Fitzgerald y de William Styron a Philip Roth, pasando por Hemingway. Las otras versiones de esta película pierden esta temática y acaso sólo Charles Boyer podía ser tan distinto a Irene Dunne, tan atractivo para la imaginación norteamericana, perpetuamente (por lo menos hasta el fin de la Segunda Guerra) en busca de sus contrastes y contrapartidas en el viejo mundo. Un toque muy especial lo da la abuela de Boyer (Maria Ouspenskaya), instalada en la isla de Madeira. Sin conocerla, Irene se da cuenta de la distancia. En Love affair vemos a la Maria Ouspenskaya verdadera, no la versión rebajada de las películas de horror de la Universal, donde la actriz es reducida a papeles de gitana con todo y bola de cristal, caravana vagabunda, paliacate y aretes míticos además de consejera de hombres-lobo.
Si algunas estrellas europeas fracasaron en Hollywood, Carole Lombard hubiese sido inconcebible en una película europea. En sus cuatro principales películas (Twentieth Century, Howard Hawks, 1934), My man Godfrey (Gregory La Cava, 1934), Nothing sacred (William Wellman, 1937) y To be or not to be (Ernst Lubitsch, 1942), Lombard hace algo más y algo menos que las ya mencionadas Colbert y Dunne. Algo menos: no es convincente, como lo son ellas, en papeles dramáticos. Las incursiones de Lombard en el melodrama ceden ante el tema (la guerra, el divorcio, el adulterio, la enfermería) o ante la irrelevancia (Bolero, Rumba y otras películas de baile con George Raft: los bailarines eran en realidad Veloz y Yolanda, sólo los rostros pertenecían a Lombard y Raft), en tanto que las comedias menores (Hands across the table 1935, Mitchell Leisen; Love before breakfast, 1936, Walter Lang) son placenteras sin más. Quizás porque el humor de Lombard, para mostrarse, necesitaba una pareja como las que en las cuatro películas mencionadas le dieron John Barrymore, William Powell, Fredric March y Jack Benny.
El secreto (a voces) de Lombard era su muy americana mezcla de sentimentalismo, humor chocarrero, vulgaridad y acciones que suplantan y a veces hasta ilustran el pensamiento. En Twentieth Century (nombre del tren expreso entre Nueva York y Chicago, donde ocurre la acción), Carole es descubierta y educada como actriz por el director de escena, John Barrymore. Las tiránicas exigencias del director forman a la actriz pero la enajenan. Ella cree que puede ser sin él. Lo abandona. Adopta a un amante insignificante y toma el tren en el que naturalmente, viaja Barrymore (amén de un sinfín de personajes pintorescos, sobre todo un inofensivo dogmático religioso). Barrymore finge, muere, resucita, miente hasta volverse otra vez indispensable para la gloria de la actriz. En la escena final, el director dirige, la actriz actúa y no sabemos si se quieren o se odian.
Obra intemporal (la vi en Broadway interpretada, una vez, por Gloria Swanson y José Ferrer y otra por Judy Kaye y Kevin Kline), 20th Century no tiene las referencias a la noticia diaria de May man Godfrey. William Powell, un millonario arruinado por el crack del año 29, vive entre vagabundos. Lombard, heredera millonaria, apuesta a que puede convertir en mayordomo de casa rica (Butler) a un vagabundo (Powell). Escoge fortuitamente, en un campo de desempleados, a quién, si no a Powell. El vagabundo procede (éste es Hollywood, éste es el New Deal) a dar una clase de humanidad (y de amor) a Carole.
En la gran comedia de Wellman, Nothing sacred, Carole es una chica de provincia elegida por un gran periódico para darle todo el lujo y la satisfacción necesarias a una mujer moribunda. A Lombard le quedan pocos meses de vida y el periódico reúne morbo y fama (publicidad) para la mujer, ahora sí, fatal. Pero Hollywood suplanta la fatalidad con la felicidad total. Lombard fue víctima de un diagnóstico incorrecto y puede casarse con el periodista (Fredric March), no sin antes sufrir una espectacular patada en el trasero (otra vez March).
Finalmente, en To be or not to be, Lombard se encuentra con Lubitsch y el humor norteamericano de ella se funde en un abrazo con el humor europeo de él. El escéptico espectador de este dúo es Jack Benny, el agrio y avaro cómico de la radio. Aquí, Benny es el más grande actor shakesperiano de Polonia. Cuando su patria sucumbe a los nazis, Benny multiplica su capacidad de interpretar papeles: Hamlet, un funcionario del Tercer Reich, un oficial de la Gestapo. La burla de la ocupación nazi culmina cuando uno de los actores de la compañía suplanta al Führer, disfrazándose. Como El gran dictador de Chaplin, To be or not to be ofendió a las sensibilidades que negaban la fuerza del humor para combatir al terror. Carole Lombard, casi etérea en manos de Lubitsch, prueba aquí lo contrario. Su humor le permite engañar, suplicar, convencer como respuesta humana —¿demasiado humana?— a la tiranía.
Carole Lombard murió en un accidente aéreo poco tiempo después. El avión en el que viajaba nunca fue encontrado.