15. Importaciones

El triunfo de Garbo y de Dietrich animó a los productores a buscar y llevar a Hollywood a otras actrices desafortunadas —Annel Stenskaya Sudakevich fue re-bautizada como “Anna Sten” por el inefable Sam Goldwyn. Sten había actuado, con éxito, en Tempestad sobre Asia (1928, Pudovkin) y en Los hermanos Karamazov (1930, Fedor Ozep). Goldwyn la lanzó en Naná (1934, Dorothy Arzner) y en The wedding night (1935, King Vidor) con el joven Gary Cooper, quien se veía más bello que la actriz Sten, cuyo acento ruso resultaba, además de impenetrable, cómico. La carrera de Sten terminó sin pena ni gloria en películas tan olvidables como They came to blow up America (1943) y La monja y el sargento (1962).

Otro fue el caso de Franciska Gaal (née Fanny Silverspitz en Budapest, Hungría), que se estrenó en Hollywood bajo las órdenes de Cecil B. DeMille en Corsarios de Florida (1938) y se hundió con el barco. Y otro el de Alla Nazimova, la otra actriz rusa que levantó su carrera de una Dama de las camelias con Rodolfo Valentino en 1921 a la mamá de Tyrone Power en Sangre y arena (1941).

Diferentes, por su carácter independiente (hasta insumiso) fueron dos actrices europeas que tuve la fortuna (y el gusto) de tratar: la austriaca Luise Rainer y la italiana Alida Valli (Laura von Alzenburger), presentada sólo como “Valli” por Selznick para su debut americano en The Paradine Case.

El destino de Maria Ouspenskaya no fue muy distinto del de otros grandes actores europeos obligados a buscar refugio en Hollywood. Curt Bois, actor principal del teatro berlinés de Erwin Piscator, se convierte en pobre ladrón de carteras en Casablanca, donde Peter Lorre, el protagonista criminal y enemigo de sí en M de Fritz Lang, juega un pequeño rol de emisario secreto. Hollywood importó a Lorre, le dio el “estrellato” de Crimen y castigo (1935, Von Sternberg) y de Las manos de Orlac (1935, Karl Freund) y luego no supo qué hacer con él. Fue Mister Moto, el detective japonés, hasta que la guerra lo privó de marquesina y luego el gran Joel Cairo de El halcón maltés de John Huston, pareja (Laurel y Hardy versión truculenta) con el gordísimo Sidney Greenstreet. De allí en adelante, papeles menores. Un zurdo cómico en Beat the Devil, la película-broma de Huston donde Lorre es un asesino chileno llamado “O’Hara”, pronunciado “O’Horror”. Al final, obeso, triste, secundario, Lorre va desapareciendo en películas de horror y de ciencia-ficción.

Más alto fue el destino de otro grandísimo actor del cine alemán, Conrad Veidt, a quien también admiramos en Casablanca como un odioso oficial nazi. Éste es el Veidt que, para mí, inaugura el expresionismo cinematográfico en 1919 como el sonámbulo de El gabinete del doctor Caligari, seguido de películas de la gran época alemana, como El hombre de las figuras de cera, Las manos de Orlac, El hombre que ríe. En ellas, el perfil de galán es remodelado por la mueca del mal y los ojos de la inteligencia. Inglaterra lo ascendió por segunda vez en The passing of the third floor back (1935, Berthold Viertel) y sobre todo, en la maravillosa versión de El ladrón de Bagdad (1940, Michael Powell, Tim Whelan, Ludwig Berger). Hollywood lo desaprovechó y Veidt murió muy pronto, en 1943, a los cincuenta años de edad. La publicidad fue pasajera: “Women fight for Conrad Veidt”.