3. Hazlos reír
El cine mudo no era sólo tragedia y sensualidad: era risa. Y esa risa, políticamente, se asocia a la anarquía. La anarquía como la alegoría de la vida pública y del cine, mudo primero y parlante enseguida.
Pero ante todo, la comedia muda se tenía que parecer a la comedia mímica del pasado. Contar una historia sin palabras. Someterse a la difícil disciplina del acto visual puro. Estas características del más antiguo teatro de mimos fueron la norma del cine cómico de la era silente. Más sentimental y narrativo con Charlie Chaplin; más austero y visual con Buster Keaton. Los grandes momentos cómicos de Chaplin son endulzados por los peores momentos sentimentales. En Keaton, la comedia pura sólo vence por un instante: la derrota, no el sentimiento, es el fin de la comedia. Esta comedia e finita de Keaton deja al protagonista en un limbo sentimental. Las fantasías místico-románticas de Buster son avasalladas por el número de incidentes cómicos: las locomotoras cobran voluntad propia; las novias van por un mundo autónomo y Buster lo mira todo impávidamente. En tanto, en Chaplin el conflicto sentimental daña visiblemente al vagabundo. Le da ilusiones incumplidas, en tanto que a Keaton el sentimiento jamás le turba la cara de palo. Chaplin está a punto de llorar: el niño se le pierde, el perro lo abandona, la ciega recobra la vista y lo ve como lo que es: no un héroe romántico, sino un bufón sentimental… Keaton pierde novia, dinero o posición sin inmutarse. Una razón poderosa es que Chaplin se entrega a la ficción de que la película es una realidad —la creación de una realidad suficiente en sí misma—. Keaton, en cambio, sabe que el cine no es realidad sino otra realidad que la contradice, caricaturiza, aleja y distorsiona. El cameraman de Buster vive varias realidades: la suya como proyeccionista, pero también de las películas que proyecta y que le permiten no sólo asumir personalidades que son y no son las suyas, sino decirle al espectador que lo que mira no es la realidad paralela de la ficción, sino las realidades posibles del propio espectador, ya que Buster no sólo proyecta ficciones sino que, como cada uno de nosotros, las vive. Somos otros, y si no lo sabemos, es que no nos imaginamos a nosotros mismos, en cuyo caso somos sólo los espectadores que reímos de Chaplin y con Chaplin pero no los personajes que nos transformamos en Keaton con Keaton.
Los hermanos Marx pasan del teatro de vodevil al cine sin rupturas: lo que hacían con el teatro eran sólo actos potenciales de lo que el cine les permite. El camarote de Una noche en la ópera se va llenando de gente —los Marx, el tenor, los camareros con sus bandejas, los mecánicos de a bordo, las manicuristas, todo el barco, todo el mundo va entrando al camarote de una manera inaccesible en el teatro—. Si el teatro mudo de Harpo es también un cine mudo, la verbalidad desatada de Groucho es teatro y es cine en contrapunto al silencio del hermano Harpo y la verborrea dialéctica (en el sentido de dialecto en este caso de italo-americano interpretado por un judeo-americano) de Chico. El resultado es una mixture —o mestizaje de lenguas dichas y no dichas—. Cuando los hermanos Marx hablan entre sí, esos dos propósitos conducen, línea por línea, palabra por palabra, a la mudez de Harpo. Groucho y Chico discuten un contrato y lo que hacen es recortarlo hasta la inexistencia. Cada cláusula es inútil, desechable, puramente verbal en el sentido de carecer de realidad. Harpo triunfa: los hermanos se han quedado sin palabras. Aflora el silencio de ayer. Harpo es el puente entre Keaton y Groucho.
Por eso, Groucho, vencido por los hermanos, recupera su agilidad verbal para ser lo que es: el con-man, el pícaro, el embaucador de terceras personas. Sobre todo de las señoras de sociedad, millonarias, a las que engatusa con una cascada de seducciones e insultos dirigidos a su preferida pasión, la millonaria Mrs. Teasdale (Margaret Dumont).
MRS. TEASDALE: A nombre del Comité de Recepción, lo recibo con los brazos abiertos.
GROUCHO: ¿De veras? ¿Hasta qué hora están abiertos?
MRS. TEASDALE: He aprobado su nombramiento porque creo que usted es el estadista más hábil de Fredonia.
GROUCHO: Bueno, pues eso cubre mucho terreno. Oiga, usted cubre mucho terreno también. He oído decir que la van a derribar y construir un edificio de oficinas allí donde está usted parada. Mejor váyase. Váyase en taxi o váyase ofendida. ¿Sabe que no he parado de hablar desde que llegué? La deben haber vacunado con una aguja de fonógrafo.
Ella sólo exclama “Jamás me han insultado tanto en toda mi vida”, sólo para caer de nuevo en las redes del tenorio pícaro, el demagogo amatorio, el vividor que sobrevive día a día gracias a las mismas tretas, repetidas una y otra vez, hasta convertirse en la vida misma, cotidiana, sin destino, del personaje Groucho Marx.
GROUCHO: Quiero registrar una queja.
CAPITÁN: ¿Por qué? ¿Qué sucede?
GROUCHO: Nada, ésa es mi queja. Soy joven. Quiero alegría, risa, ja-cha-cha. ¡Quiero bailar!
No actúa. Las palabras lo devoran. Su discurso no es escuchado, salvo por los otros dos hermanos. El mudo voluntario, Harpo, es un ser infantil que toca, como los ángeles, el arpa, aunque una bella mujer desata su libido, la persigue, ella huye despavorida del payaso con sombrero de copa destartalado encima de una peluca rubia y rizada y un traje de payaso en la inopia. El otro hermano, Chico, toca el piano y habla un italobrooklynés de fantasía. Es el intérprete de Harpo. Sólo que ambos hermanos ni se escuchan ni escuchan: Groucho le habla al viento, se disfraza de hombre pudiente y camina derrumbándose.
Hay un momento delirante en Monkey business donde los hermanos se miran al espejo y el espejo les devuelve una imagen distinta, otra imagen de sí mismos. Este momento marciano —o marxiano— nos hace ver que los hermanos pertenecen, acaso sin saberlo, al momento cultural que llamamos “surrealismo” y que sólo la lógica gálica atribuye a un momento —los años veinte y treinta— y a un grupo —Breton y compañía—, pero que en verdad es eterno. Lo demuestran los Marx, que coinciden con el surrealismo oficial pero lo anteceden, como Frida Kahlo pinta sus imágenes desconociendo que el surrealismo es una doctrina. O como dos grandes “surrealistas”, Luis Buñuel y Max Ernst, traen al surrealismo culturas enteras —la España de Buñuel, la Alemania de Ernst— que preceden, con mucho, al Dadá y a los manifiestos de Breton.
W. C. Fields era un cómico misántropo e infanticida. Se disfrazaba detrás de alias grotescos, Mahatma Kane, Cuthbert J. Twillie, Egbert Sousè, máscaras de la caricatura total del actor. Fraudulento, mentiroso, enemigo personal de la Navidad, Fields odiaba a los niños aunque el infante Baby LeRoy le hacía ver su suerte. Las típicas películas de Fields, en las que éste es el principal carácter, van de Man in the flying trapeze de 1935 a su co-estelar con Mae West, My little chickadee (1940), aunque las más memorables actuaciones de Fields no fueron protagónicas sino episódicas, manejando un imposible automóvil con la estoica Alison Skipworth en If l had a million (1932); el nuevo Humpty Dumpty en Alice in Wonderland (1933) y sobre todo, el Wilkins Micawber en David Copperfield (1935), donde su personaje del optimista eterno y eventual desfacedor de entuertos le hace brillar en uno de los repartos estelares más estelares de la MGM.
Muchos cómicos dieron al cine el acercamiento vedado al teatro. Los ojos bizcos de Ben Turpin. La dignidad maltratada de Charley Chase. La exasperación infinita de Douglas Macbride y de Edgar Kennedy. La mirada desorbitada de Jerry Colonna. El asombro de Edward Everett Horton. La desorientación de ZaSu Pitts. La estupidez de Hugh Herbert. La furia de Leon Errol. La simpleza de “Los Tres Chiflados”.
Pero por encima de todo (y de todos) la pareja de Stan Laurel y Oliver Hardy. Desde Sailors, beware! (1927) hasta Jitterbugs (1943). El Gordo y El Flaco llevaron la anarquía hasta extremos delirantes. Como meseros de un banquete, derraman la sopa en el escote de una dama. Como músicos de una orquesta sinfónica, vuelven loco al conductor y conducen al caos. Caos en la silla del dentista. Ridiculez al firmar sus nombres en el registro de un hotel. Un chivo se come los pantalones del Gordo. No vemos al Flaco caer por una escalera: sólo oímos el ruido, y el ruido nos da risa. Reman en una lancha cada uno en sentido contrario. El barco acaba con trece pasajeros a bordo, todos peleando contra todos. Éste es el gran final de las comedias de El Gordo y El Flaco: la anarquía, la destrucción de una pastelería, de una casa, de una cena. Vuelan los pasteles, la escalera de la casa es muy corta o demasiado larga, los elegantes invitados a una cena terminan empastelados, y sobre todo, los pasteles vuelan en un caos generalizado, cada pastelazo provoca otro y este cinco más. Y así ad infinitum.
Hay muchas lecturas de las películas del Gordo y el Flaco. Una es la del ridículo refinamiento del Gordo ante la torpeza cómica del Flaco. Otro es el del horror ante sus malditas esposas, dignos pepinos que le amargan la existencia a la pareja Gordo-Flaco, eternos solteros casados el uno con el otro y observados, únicamente, por el inevitable e iracundo James Finlayson, testigo de la pareja cómica en el trono británico, en el desierto, en Escocia, en el Far West. En una geografía que en verdad no cambia. El continente de Laurel y Hardy se llama “la anarquía” y nadie la ha representado mejor que el solemne Gordo y su titubeante Flaco.