26. MÚSICA: VIVIR ENTRE SÍ
Ningún arte es objeto de más atenciones que la música. Melómano y loco por la ópera, Lévi-Strauss dibujó los decorados (que no se llevaron a cabo) de una ópera de René Leibowitz, a su vez autor de un famoso libro sobre la ópera; en sus exploraciones, el etnólogo es capaz de encontrar, en la melodía de una pobre danza en el fondo de los bosques de Brasil, uno de los movimientos de la Sinfonía española de Lalo, o analizar, en el “Finale” de El hombre desnudo, el ritmo del Bolero de Ravel.
El conjunto de los cuatro tomos de las Mitológicas se ubica bajo el signo de la música, invocada en la “Obertura” y el “Finale”, dos términos que las composiciones utilizan para introducir y cerrar sus sinfonías. En todas partes, las metáforas musicales puntúan las demostraciones: cantata, rondó, variaciones… ¿Por qué esa obsesión en una serie de obras consagradas al análisis de los mitos? En la “Obertura” del primer tomo de las Mitológicas se expresa claramente que “la música es el supremo misterio de las ciencias del hombre”.
Música y mito presentan afinidades múltiples. Primero, una y otro operan sobre el tiempo fisiológico del auditor: la música, al inmovilizar el tiempo durante la ejecución de una obra; el mito, al hacer “palpitante”, como un corazón que late, el relato legendario. Son “máquinas para suprimir el tiempo”. Luego, los dos necesitan auditores, ejecutantes mudos de una partitura cuyos directores son ambos. Por último, la música y el mito se apoyan en dos cuadros, uno externo —las ocurrencias exteriores, para el mito; los intervalos entre las notas y sus relaciones jerárquicas, para la música—, el otro interno, visceral o neuropsicológico. En cuanto a las diferencias, son esclarecedoras. Si la música apela directamente al tiempo visceral, propicio a la emoción, el mito lo hace a los “aspectos neuropsíquicos”, porque exige del auditor que recorra constantemente el relato desde su comienzo, sin olvidar un solo detalle, recordando las variantes, para captar, según pasa el tiempo, el campo que se abre mediante un funcionamiento que evoca el del scanner. Una te agarra de las tripas, el otro nos agarra “al grupo”. Hechas estas comparaciones, Lévi-Strauss proclama el privilegio de la música. ¿Es una desgracia, una suerte? Sigue siendo un misterio para siempre.
Como Rousseau o Yankelevitch, Lévi-Strauss pone en marcha su pensamiento para forzar el misterio. Porque la música activa no son solamente dos cuadros; cada uno se desdobla. El cuadro externo de la música incluye los intervalos jerarquizados, por un lado; pero también, por el otro, los sonidos musicales, íntegramente culturales. El cuadro interno, por su lado, incluye el registro cerebral y el visceral a la vez. Si en el lenguaje se efectúa la mediación entre naturaleza y cultura, en la música se trata de una “hipermediación”.
Así se explica en su principio (cuando no en su génesis y su operación que, lo hemos dicho, siguen siendo el gran misterio de las ciencias del hombre) el poder extraordinario que tiene la música de actuar simultáneamente sobre el espíritu y los sentidos, de poner en movimiento al mismo tiempo las ideas y las emociones, fundirlas en una corriente donde dejan de existir unas junto a otras, salvo como testigos y garantes (1964: 36).
Una vez superada esta brillante obertura, Lévi-Strauss inicia su peregrinaje. A mediados del primer volumen, al detenerse en la etapa donde se cruzan el veneno de pesca, la zarigüeya, el arco iris y el advenimiento de una cultura gracias a una matanza de poblaciones, Lévi-Strauss se aventura en el corazón del misterio. La matanza de una población permite pasar de lo continuo a lo discontinuo; en el veneno de pesca, el intervalo entre naturaleza y cultura se ve reducido al mínimo; en cuanto al arco iris, que es una serpiente, una vez recortado, cada trozo de serpiente engendra una especie anatómica, introduciendo lo discontinuo en lugar de lo continuo. ¿Qué relación tiene esto con la música?
La respuesta es el cromatismo. Esencialmente continuo, el cromatismo funciona en el registro de los colores y de los sonidos. Musicalmente, según Jean-Jacques Rousseau en el Diccionario de música, es un “medio” y “embellece lo diatónico con semitonos”. Míticamente, el arco iris, en el pensamiento amerindio, ejerce una profunda maleficencia sobre el género humano: hay que cortarlo a lo ancho para restablecer los grandes intervalos. Pero este pensamiento sobre los colores se encuentra de idéntica manera en el pensamiento occidental, que lo aplica a la música: el cromatismo musical es “admirable para expresar el dolor y la aflicción” (Rousseau), y en la conversación es “lánguido, flojo, lastimero” (Littré).
Los indios de Guayana llaman arco iris a la “zarigüeya”. Buena madre nutricia, pero envenenadora: ambivalente en términos de vida y de muerte. A ese punto de la lectura llegamos cuando, repentinamente, Lévi-Strauss salta hasta Richard Wagner y, en la figura musical de Isolda, encuentra algo de una “función zarigüeya”. La Isolda del mito medieval, en efecto, es bruja, dadora de un veneno mortal, ambivalente en términos de vida y de muerte, y buena madre nutricia, sanadora talentosa, porque ella, previamente, curó a Tristán herido.
Que el análisis de los mitos sudamericanos nos haya llevado a hacer del veneno de pesca o de caza una variante combinatoria del seductor, envenenador del orden social, y que entre naturaleza y cultura uno y otro hayan aparecido como dos modalidades del reino de los pequeños intervalos, es apropiado para convencernos de que el filtro de amor y el filtro de muerte son intercambiables por otras razones que las extraídas de la simple oportunidad, y da que pensar sobre las causas profundas del cromatismo de Tristán (1964: 287).
Sí, en el segundo acto de Tristán e Isolda, ópera de Wagner, el dúo de los amantes en la noche se exhala en el cromatismo, y cuando en el tercer acto Isolda muere en un agotamiento doloroso, el cromatismo más puro triunfa en semitonos hasta las alturas más extremas, arrebatándola finalmente a la tierra de la que surgió. Entonces, para quien ama la música, la emoción es irresistible.
Con la música ocurre lo mismo que con esa suerte de éxtasis que se apodera de Lévi-Strauss durante sus paseos geológicos, cuando repentinamente, en un desvanecimiento del espacio y el tiempo, percibe las líneas acumulativas de la historia geológica. También la música sabe hacer desaparecer las diferencias de lo real en provecho de un compromiso del cuerpo y el espíritu, por una vez reunidos.
La música triunfa en un lapso relativamente breve, cosa que la misma vida no siempre logra, ni siquiera en un plazo de meses ni de años ni de una existencia entera: la unión de un proyecto con su éxito, que, en el caso de la música, permite que el orden de lo sensible y lo inteligible se reúnan, simulando en resumen esa exaltación de la realización total que en un plazo mucho mayor únicamente pueden procurar los éxitos profesionales, sociales o amorosos, que exigieron una movilización toral del ser cuyas tensiones, con el éxito, repentinamente se relajan, provocando una caída paradójica, bienhechora, en oposición a las consecutivas al fracaso, y que también engendran llantos, pero de dicha (1971: 587).
Lévi-Strauss llega a esta conclusión a través de un análisis comparado de la risa y la angustia: estos acontecimientos de la vida psíquica y social, dice, vienen de un cortocircuito que acerca brutalmente unos “campos operatorios”, para retomar la expresión de Koestler, o, por el contrario, que los aleja irremediablemente. Si el cortocircuito acerca lo inopinado, uno estalla de risa; si los campos operatorios resisten la síntesis rápida exigida por la situación amenazadora, uno se siente angustiado. La emoción musical participa a la vez de la risa y de la angustia: aquí, el auditor puede derramar lágrimas de alegría porque se ve arrebatado en el trayecto de la obra, y porque posee inmediatamente el resultado en cada resolución melódica o armónica. En la escucha musical, realmente se trata de campos operatorios ajustados por el compositor, cuyo papel es efectuar las síntesis rápidas que exige la situación, melódica o armónica; piénsese en la perturbación —¿angustiante o risible?— de una nota en falso soltada por un corno en una orquesta sinfónica, y se tendrá una idea de lo que la emoción musical extrae de la risa y la angustia en una situación de expectativa.
Toda frase melódica o desarrollo armónico proponen una aventura. En ella, el auditor confía su espíritu y su sensibilidad a las iniciativas del compositor; y si al final corren lágrimas de dicha, es porque esta aventura, vivida de punta a punta en un lapso mucho más corto que si se hubiese tratado de una aventura real, también fue coronada de éxito y culmina con una felicidad de la que ofrecen menos ejemplos las aventuras verdaderas (1971: 589).
Así se justifica la comparación entre mito y música: el mito propone al auditor un esquema codificado en imágenes, mientras que la música propone un esquema codificado en sonidos. Las palabras empleadas en este lugar del texto evocan una atmósfera religiosa, no seca como la de la sinagoga de Versalles, sino fluida, de algún modo húmeda: unión carnal, “acoplamiento intelectual y afectivo que se opera entre el compositor y el auditor” (1971: 585), solemnidad, ceremonia… “La dicha musical es entonces la del alma invitada por una vez a reconocerse en el cuerpo”, escribe Lévi-Strauss a propósito de Beethoven, Mozart y Bach. Siempre esa obsesión, pero esta vez lograda: reconciliar lo sensible y lo inteligible.
Decididamente, existe un paraíso en esas obsesiones. La unión de lo sensible y lo inteligible, ¿no es dislocada por la necesidad del intercambio de las mujeres al mismo tiempo que de los bienes? Se diría. ¿Está perdido todo paraíso? Sin duda, pero no todo el tiempo. Por momentos, necesariamente breves, la unión se vuelve a formar. ¿Cuándo? Durante las ceremonias, así fuesen artificiales, como los espectáculos y las maquinarias de los tsimshián; ante una obra de arte, ya sea para mirar, como una tela de Poussin, para leer, como La comedia humana de Balzac (fuente de cuantiosas evocaciones en las Mitológicas), en el espectáculo de la naturaleza, cosa que había descubierto Kant en la Crítica del juicio, y al escuchar música.
Suponiendo incluso que se trate de un “envío” retórico para terminar un libro, las últimas líneas de Las estructuras elementales del parentesco dan una curiosa apreciación sobre la música:
En las dos puntas del mundo, en las dos extremidades del tiempo, el mito sumerio de la edad de oro y el mito andamán de la vida futura se repercuten: uno, ubicando el fin de la felicidad primitiva en el momento en que la confusión de las lenguas hizo de las palabras algo perteneciente a todos; el otro, al describir la beatitud del más allá como un cielo donde las mujeres ya no serán intercambiadas; o sea, relegando, a un futuro o un pasado igualmente fuera de alcance, la dulzura, eternamente negada al hombre social, de un mundo donde se podría vivir entre sí (1949: 570).
Sin duda, la música autoriza una breve escapada hacia ese “vivir entre sí” celestial, liberado de las coerciones de las sociedades, más allá de las palabras y más acá del sentido, sublimando el intercambio en una fusión agradecida.
Machacando una obsesiva frase musical de Chopin, el etnólogo quedó bloqueado en Campos Novos, separado de sus compañeros evacuados debido a una epidemia, y enfrentado al deprimente espectáculo de una humanidad débil y enferma. Seis días le bastaron para imaginar una obra de teatro afiebrada.
La apoteosis de Augusto pone en escena al futuro emperador Augusto en el momento de su divinización, votada por el Senado. Su hermana Camila espera el retorno de Cinna el etnólogo, un exaltado que siempre escogió el partido del desorden, cuando Augusto elegía el del orden. Y Camila, que ama a Cinna, cuenta con él para retener a Augusto al borde de su apoteosis. Contra toda expectativa, la iniciación a la divinización se prepara junto a un águila apestosa, tibia y desagradable: sin embargo es el águila de Júpiter, y se explica. Cuando se haya vuelto dios, Augusto ya no experimentará repulsión ante los olores animales, la fetidez de los excrementos, la podredumbre y la carroña. Y esta vez, el futuro emperador vacila ante la apoteosis.
Que uno pueda estar atiborrado de naturaleza, al punto de no soportar ya sus olores, sobre todo cuando está clavado en un lugar sin atractivos, eso es comprensible. Pero nada anula el don precioso que el etnólogo, sea cual fuere su estado, joven aventurero, investigador exiliado en Nueva York, futura gloria de la etnología, miembro de la Academia Francesa, tesoro viviente, en fin, logra transmitir a sus lectores: una formidable alegría de vivir. Una alegría que no se manifiesta solamente en la escucha musical, una alegría compasiva, ávida de sensaciones, estremecedora de entusiasmo, atenta al menor cambio de colores, de intensidades, de aromas y sabores, una alegría tan amante y magnífica que da ganas de comprender esa famosa unión entre sensible e inteligible que se encuentra en los fundamentos de las estructuras, y en sus escapadas.