21. COMUNICACIÓN VERSUS CONTEMPLACIÓN
A partir de Las estructuras elementales del parentesco, Lévi-Strauss pone de manifiesto las dificultades de la comunicación entre seres humanos. En ese primer libro, el intercambio entre hombres y mujeres está estructurado por la necesidad de tener que utilizar elementos femeninos como medio de una circulación de los bienes, mientras que la parte afectiva del intercambio se ve confundida por el peso de las reglas de la comunidad. Únicamente permite escapar de esa desgracia original de la comunicación el “talento” de la esposa. Pero es en Tristes trópicos donde mejor, o más bien, peor, se expresan las certezas desesperadas de Lévi-Strauss sobre la comunicación.
En las últimas páginas de ese libro anhelante hay un juicio negro sobre la naturaleza humana. Pensamientos que, más tarde, se domesticarán en formas más matizadas, allí se formulan a hachazos, como para producir más destrucción. Y precisamente de destrucción se trata: en el curso de la evolución de las especies, el hombre no vino al mundo sino para disgregar un orden original, cuya causalidad, por lo demás, permanece en la oscuridad. Es cierto que en 1949, habiendo escapado de los campos de exterminio nazis, contemporáneo de la primera bomba atómica, habiendo visto Europa en ruinas, India y Pakistán emergiendo de los millones de muertos debidos a la Partición de 1947, Lévi-Strauss no tenía ningún motivo para esperar algo bueno de la naturaleza humana. Esta sucesión de desastres sembró de manera perdurable las semillas del nihilismo en un pensamiento que, sin embargo, estuvo en la fuente del estructuralismo: se trata de un punto que durante mucho tiempo fue polémico, por el que reprocharon los “humanistas” al etnólogo su gusto por la nada, su desconfianza para con el espíritu y su poca esperanza en la acción política.
Esto puede evaluarse según la siguiente declaración:
En cuanto a las creaciones del espíritu humano, su sentido sólo existe en referencia con él mismo. De tal modo que la civilización, tornada en su conjunto, puede ser descrita como un mecanismo prodigiosamente complejo donde estaríamos tentados a ver la posibilidad que tiene nuestro universo de sobrevivir, si su función no fuera fabricar lo que los físicos llaman entropía, o sea, la inercia. Cada palabra intercambiada, cada línea impresa establecen una comunicación entre los dos interlocutores, manteniendo estacionario un nivel que antes se caracterizaba por una distancia de información, por tanto una mayor organización (1955: 478).
Esta utilización rápida de la teoría de la información como degradación sistemática sería algo chocante, pero hay más: un juego de palabras del que Lacan no habría renegado. “Más que antropología, habría que escribir ‘entropología’ el nombre de una disciplina destinada a estudiar en sus manifestaciones más altas ese proceso de desintegración” (1955: 478).
Veintidós años más tarde, en Raza y cultura, el etnólogo retoma el curso de su obsesión, pero esta vez ya no se trata de una “desintegración”, esa palabra que evoca la bomba sobre Hiroshima. Cuando sus lectores esperaban un refuerzo fuerte contra el racismo, hete aquí que Lévi-Strauss se inclina por la paradoja: ¿realmente es preciso que el etnólogo luche contra los racismos? Claro, porque la propia existencia de la etnología es antirracista. Pero si la condición ha de ser compartir apacibles ilusiones, entonces Lévi-Strauss no será de la partida. No, el desarrollo de la comunicación entre los hombres no los hará vivir en buena armonía, no, más bien lo contrario. Toda creación exige sordera, un rechazo de otros valores, hasta su negación. Y, repentinamente, la callada conjura contra la comunicación adopta un giro nuevo: “Plenamente lograda, la comunicación integral con el otro, en un plazo más o menos breve, condena la originalidad de su y de mi creación” (1983: 47).
¿Qué significa esto, salvo que la fusión entre dos seres es mortalmente peligrosa para uno y otro? En Lévi-Strauss hay una fuente romántica, que irriga toda la obra, y en ocasiones surge bajo la profunda reserva. Por cierto, es comprensible que se trate aquí de pueblos, y no de individuos; pero la ambigüedad permanece, y es magnífica. En Lévi-Strauss, el hombre y el erudito privilegian la complejidad, una distancia relativa, el claroscuro, hasta la oscuridad, que preservan “las flores frágiles de la diferencia”. Un último ejemplo permitirá confirmar dicho punto.
El ciclo de los Labdácidas, en el que se inscribe el mito del rey Edipo, pone en obra una comunicación cada vez más estrecha. En primer lugar, Edipo responde a la pregunta y resuelve el enigma de la Esfinge —la comunicación parece perfecta—; luego, al casarse con su propia madre, Edipo opera un acercamiento prohibido, del orden de una fusión prohibida —y “eso” comunica demasiado—; más tarde, de ello resulta una epidemia de peste que altera los ciclos naturales de la ciudad de Tebas. Pero no todos los mitos van en el sentido de una mayor transparencia en la comunicación; para probarlo, Lévi-Strauss encontró en Europa un mito particular, inverso perfecto del mito de Edipo.
En las tradiciones irlandesas y galas, para interrumpir un encantamiento, es necesario que un viajero desconocido de paso por el lugar haga preguntas si se le suministran las respuestas (se recordará que, por el contrario, la Esfinge hace una pregunta exigiendo su respuesta). Esta prueba espera a un joven héroe que ni siquiera conoce su nombre pero querría ser caballero. Cuando lo logra, parte para encontrar a su madre, a quien abandonó en su sueño de caballería. Al azar de sus aventuras es conducido a un castillo donde lo espera el rey del país, herido en los muslos por un lanzazo; mientras tanto, la tierra de este reino se ha vuelto gaste, o sea, estéril. El joven, que recibe una espada, ve desfilar a un lancero con una lanza ensangrentada, y a dos damiselas, una de las cuales lleva una copa (un Grial) y la otra una bandeja de plata. Y el joven héroe no se atreve a formular una sola pregunta sobre la extraña puesta en escena que mira, petrificado. Deja el castillo, para enterarse —mucho más tarde— que le hubiera bastado con hacer preguntas sobre el rey herido, la lanza y el Grial para levantar el encantamiento que pesa sobre el reino de Amfortas, el rey maldito. Este joven héroe se llama Pércival, o Pársifal en la obra de Wagner. Pércival o el anti-Edipo.
Un encantamiento rompió la comunicación entre los mundos natural y sobrenatural. Desde ese encantamiento, la corte del rey Arturo, es decir, el mundo natural, se desplaza incesantemente y espera noticias, necesarias para que Arturo mantenga su corte. Pero la corte del rey Amfortas, inmóvil y paralizado sobre su lecho de dolor, es una respuesta a las preguntas que Pércival no se atreve a hacer: “[…] los mitos percivalianos tratan acerca de la comunicación interrumpida bajo el triple aspecto de la respuesta ofrecida a una pregunta no formulada (lo contrario del enigma), de la castidad requerida de uno o de varios héroes (en oposición a una conducta incestuosa), por último de la ‘tierra estéril’, o sea, la detención de los ciclos naturales que garantizan la fecundidad de las plantas, los animales y los humanos” (“De Chrétien de Troyes a Richard Wagner”, 1983: 315). A la inversa, cuando Edipo desposa a Yocasta, emprende la misma actitud que al resolver el enigma de la Esfinge: “El hijo se une a la madre […] así como hace la respuesta al lograr, contra toda expectativa, alcanzar su pregunta” (1973: 34).
Por consiguiente, la pregunta sería la madre y la respuesta, el hijo; más generalmente, la pregunta remite a los padres y la respuesta, al producto de su acoplamiento. Es lógico entonces, por ejemplo, que Pércival se entere del nombre de su madre Herzeleide y de su propio nombre, al mismo tiempo que se entera de la pregunta que tendría que haber formulado. Demasiado lejos, o demasiado cerca, ésa es la alternativa universal, y el adjetivo “universal” no es de aquellos de los que se pueda abusar al exponer el pensamiento de Claude Lévi-Strauss.
A las dos perspectivas que podrían seducir su imaginación, las de un verano o un invierno igualmente eternos pero que serían, uno desvergonzado hasta la corrupción, el otro puro hasta la esterilidad, el hombre debe decidirse a preferir el equilibrio y la periodicidad del ritmo temporal. En el orden natural, éste responde a la misma función que, en el plano social, cumplen el intercambio de las mujeres en el matrimonio, el intercambio de las palabras en la conversación, a condición de que se los practique ambos con la franca intención de comunicarse: o sea, sin astucia ni perversidad y, sobre todo, sin segundas intenciones (1973: 35).
¿Acaso el etnólogo estructuralista presiente el agotamiento del espíritu cuando a cualquier precio quiere comprender, formular preguntas y dar respuestas? En el curso del largo desarrollo de las Mitológicas, el mito, dice Lévi-Strauss, termina por agotarse y convertirse en novela simplificada al extremo, retorcida como ropa entre las manos de una lavandera. Ya no sale ni una gota de agua; el espíritu está seco. Y el soberano del reino de los mitos está inmovilizado en un lecho de dolor.
No comprender demasiado es un sueño de paraíso perdido. Y ese sueño es el que concluye los Tristes trópicos: contemplar, suspender el trabajo del espíritu, desprenderse de la agitación de hormiga y, en esa suspensión silenciosa del espacio y el tiempo, gozar del instante, “más acá del pensamiento y más allá de la sociedad: en la contemplación de un mineral más bello que todas nuestras obras; en el perfume, más sabio que nuestros libros, respirado en el hueco de una azucena; o en el guiño cargado de paciencia, serenidad y perdón recíproco que un entendimiento involuntario a veces permite intercambiar con un gato” (1955: 480).