5. SIMBOLISMO, POLINUCLEÓTIDOS, ANTIDEPRESIVOS
En 1949, cuando Claude Lévi-Strauss publica Las estructuras elementales del parentesco, su tesis de etnología, Simone de Beauvoir, entusiasmada, publica un artículo de Lévi-Strauss en Les Temps modernes, revista faro del movimiento existencialista. Pero nadie, en el seno de esa intelligentsia, supone el foso que separa al joven etnólogo de sus contemporáneos. En el mismo momento en que Sartre hace triunfar la fenomenología alemana afirmando la primacía de la existencia sobre la esencia, cuando Lacan se dispone a releer a Freud expurgándolo de la neurofisiología, Lévi-Strauss publica en Les Temps modernes un artículo sin demasiada alharaca, “El brujo y su magia”, donde se interroga sobre el mecanismo de la curación mediante símbolos. ¿Símbolos? Sí, pero no solamente. El mismo año, “La eficacia simbólica” aparece en la Revue d’histoire des religions.
El objeto de este último artículo es un largo encantamiento de los indios cuna (Panamá), cantado por el chamán en el curso de un parto difícil. Acompañado de fumigaciones de granos de cacao e imágenes sagradas confeccionadas para la ocasión, el tratamiento del chamán no implica ninguna manipulación física: no mete la mano en el útero para dar vuelta al feto, no hace ninguna incisión, no toca el cuerpo. No, lo que hace el chamán, dice Lévi-Strauss, es “una manipulación psicológica del órgano enfermo” (1958: 211). ¿Cómo procede? Se lleva a la mujer al dominio de Muu, poderosa fabricadora de fetos, y que, bruscamente inamistosa, se apoderó del alma en situación de alumbramiento. Las michu, imágenes sagradas, cubiertas de enormes sombreros que evocan el glande descubierto, remontan penosamente el “camino de Muu” —en otras palabras, el camino que va de la vagina al útero—, enfrentando los dolores, representados por animales. Lo esencial consiste en describir y nombrar: el dolor Caimán, el dolor Pulpo, el dolor Tigre-negro, etcétera. Una vez nombrados, los dolores se apartan y, una vez descrito, el camino de Muu hace sitio al bebé, que desciende. (Esta técnica taumatúrgica no está muy alejada del parto sin dolor, instituido en Francia a partir de los años cincuenta, y que desapareció en beneficio de la técnica de la peridural, inyección intrusiva a la altura de las vértebras lumbares).
Éstos son los hechos que hay que comprender. Sin embargo, nuestro antropólogo no se contenta con una simple proclama sobre lo “psicosomático” y los poderes del espíritu: por cierto, el lenguaje cura, pero eso no basta. Freud jamás renunció a sus principios: el inconsciente no era solamente una fuerza manifestada por innumerables tropiezos en lo consciente (sueño, lapsus, acto fallido, etcétera), también estaba del lado de las neuronas. Cuando Lévi-Strauss se ocupa de comprender el funcionamiento de la eficacia simbólica, los psicoanalistas han abandonado los principios de Freud sobre las neuronas; por lo demás, en Francia, y en pleno existencialismo, ya nadie se preocupa por eso. Salvo Lévi-Strauss.
¿Qué está haciendo? Ha echado mano de unas investigaciones suecas, hechas en el Instituto Karolina de Estocolmo por Caspersson y Hyden, que dan cuenta de un curioso descubrimiento: las células nerviosas del “loco” y las del “normal” tendrían diferencias químicas, que inciden en su riqueza respectiva en polinucleótidos. Cuando Lévi-Strauss publica su artículo, harán falta unos buenos treinta años antes de la popularización de los antidepresivos, cuyo principio consiste verdaderamente en compensar diferencias químicas entre los sistemas nerviosos “depresivos” y los normales. En Europa, la batalla sobre los perjuicios y beneficios de los antidepresivos sigue haciendo furor, y sin embargo nadie parece observar que la cuestión antropológica fue planteada por Claude Lévi-Strauss en 1949.
¿Cómo una palabra, una escenografía cantada, unas muñecas pueden actuar sobre el cuerpo y curar? El conjunto viviente, compuesto de diferentes estratos, parece reaccionar por inducción en cualquiera de éstos:
La eficacia simbólica consistiría precisamente en esa “propiedad inductora” que poseerían, unas respecto de otras, unas estructuras formalmente homólogas que, con distintos materiales, pueden construirse en las diferentes capas de lo viviente: procesos orgánicos, psiquismo inconsciente, pensamiento reflexivo (1958: 223).
En el caso específico del parto entre los cuna, la propiedad inductora radica en el encantamiento chamánico, emanando del pensamiento reflexivo y actuando sobre el psiquismo inconsciente que repercute sobre el organismo. A la inversa, en el caso de los antidepresivos, la propiedad inductora proviene de la modificación orgánica, y el camino se hace en el otro sentido. En verdad, poco importa el sentido, y el revés, y el derecho: porque si la geología es el modelo correcto de lo verdadero, entonces las sacudidas modificadoras repercuten sobre el conjunto viviente animando todos los estratos a la vez.
Un punto de vista semejante no contentará a los freudianos: porque, en esta hipótesis, los famosos recuerdos censurados que la cura psicoanalítica ayuda a reubicar en el orden de la memoria no son “verdaderos”: son elementos míticos, que basta con nombrar para ver actuar. Muy al tanto de la falsedad de lo que él llama los “recuerdos pantalla”, y reforzado por su hipótesis físico-química sobre el inconsciente, Freud no hubiera protestado. Por el contrario, sus herederos estadunidenses se encaminaron hacia una concepción estricta de los “verdaderos” traumas en la infancia; después, para descubrirlos, se hizo actuar la hipnosis; luego de una terapia, algunos padres fueron acusados de violación por sus hijas. Durante la década 1990-2000, la justicia estadunidense cometió el error de convalidar los testimonios de los psicólogos hipnotizadores, abriendo la brecha a las reparaciones financieras exigidas por las hijas a los padres sospechados. Algunos años más tarde, a su vez, los hipnotizadores comparecían ante los tribunales.
Hipnotizadores, chamanes, psicoanalistas, todos los curadores pueden cruzarse con la justicia en su camino; dar cuenta de sus modos operatorios no es indigno de un terapeuta. Después de todo, se trata de vida y muerte; por eso, en formas diversas, el grupo interviene cuando las reglas terapéuticas parecen amenazadas. A esto conduce el artículo aparecido en Les Temps modernes, que compara la acción del chamán y la del psicoanalista.
En 1942, W. B. Cannon, en “Voodoo” Death, da cuenta del mecanismo de muerte por conjuro: una persona que sabe que está maldita por brujería ve que la comunidad se aparta de ella, y que luego celebra los ritos de expulsión que la conducirán fuera de la vida. Pronto, el maldito no resiste más la disolución de su personalidad social, y muere. Parece que el miedo, al jugar sobre el sistema simpático, muy pronto puede provocar una disminución del volumen sanguíneo, acompañada por una baja de la presión, que provoca daños irreparables; el maldito rechaza bebida y alimento, de tal modo que la deshidratación estimula todavía más el sistema simpático, y así sucesivamente. Tres elementos se combinan para producir esos efectos mortales: la creencia del enfermo, o de la víctima; la creencia del cuerpo social; y la del propio brujo. A la inversa, un indígena australiano, embrujado y moribundo, pudo curarse con un pulmón artificial, porque “la magia del hombre blanco es la más fuerte”, argumento que sirvió mucho durante el periodo colonial.
Entre los zuni de Nuevo México, una niña fue sobrecogida por una crisis nerviosa tras haber sido manoseada por un adolescente: de inmediato, el joven fue arrastrado ante un tribunal bajo cargos de brujería. Tras haber negado durante horas —porque la brujería era castigada con la muerte entre los zuni—, el adolescente se puso a contar cómo había sido iniciado en la brujería al recibir dos productos, uno que enloquecía a las chicas y el otro que las desembrujaba. La nueva táctica produjo sus efectos: el acusado, intimado a producir sus pruebas, fue a su casa y volvió con dos raíces e improvisó todo un ritual, con ayuda de trances, antes de declarar curada a la niña. Se levantó la sesión hasta el día siguiente, pero, mal inspirado, el adolescente se evadió. Vuelto a apresar, inventó otra historia: era de una familia de brujos de quienes poseía grandes poderes gracias a plumas mágicas. Por supuesto, entonces tuvo que mostrar las plumas, supuestamente ocultas en el revestimiento de una pared. Destruyó un lienzo del muro en su casa y, al no encontrar nada, se disculpó por su falta de memoria. Finalmente, ¡qué suerte! Como era de esperarse, una vieja pluma se había quedado aprisionada en el adobe. Le sirvió de coartada, porque se lamentó por la pérdida de su poder sobrenatural: no había encontrado más que una pluma…
El adolescente sólo se salvó gracias a un gran talento narrativo: ¡cuánta energía para inventar varias versiones sucesivas de una brujería en la que no tenía ninguna participación! Sin duda, había terminado por convencerse de que en efecto era brujo, ya que el contacto de sus manos había convulsionado a una niña. Este testimonio, recogido por la señora M. C. Stevenson, no tiene ambigüedades: el rostro del joven se iluminaba a medida que era escuchado, y todavía más cuando le creían. En pocas horas se construyó en el grupo un sistema que explicaba de manera coherente la inexplicable crisis nerviosa de la niña: para el joven, lo peor sería que no hubiese ninguna explicación. A partir del momento en que el grupo y él coinciden en la misma versión, deja de ser peligroso, escapa de la muerte.
La historia de Quesalid, el brujo a su pesar, recogida por Franz Boas entre los kuakiutl, es todavía más reveladora. Este joven, de carácter fuerte, no creía en los brujos. Decidió entonces hacerse iniciar para desenmascarar sus supercherías y, en efecto, descubrió un sistema hecho de pases ilusionistas, pantomimas, cantos sagrados, simulaciones de trances y crisis nerviosas, técnicas para vomitar, todo coronado por el uso de plumones sangrientos, que el brujo disimula en sus encías antes de expectorarlos, verdadero símbolo de la enfermedad que se debe curar. No hay que olvidar tampoco a los “soñadores”, espías encargados de parar la oreja para referir al chamán los disensos en las familias. Ahí tenemos a nuestro Quesalid, convencido de haberlo descubierto todo.
Pero al descubrir “todo”, se encerró en una trampa. Como en su pueblo saben que se hizo iniciar, Quesalid es convocado ante un enfermo que soñó con él como su salvador, indicio que permite designar a su curador. No puede negarse, cura a su primer enfermo y se explica esta curación por la creencia del enfermo en sus poderes. Hasta ahí, todo va bien. Pero un día que está de visita en una tribu vecina, Quesalid asiste a una cura simplificada: los chamanes se contentan con escupir en sus manos un poco de saliva sin sangre. Como este tratamiento es inoperante, Quesalid solicita poner en práctica el método del plumón sangriento, que recogió de sus maestros y, por supuesto, tiene éxito. Los chamanes de la tribu vecina le suplican vanamente que hable, le entregan a sus hijas, sin resultado.
El mismo argumento se reproduce con un viejo chamán, muy inquieto por la gloria de ese joven colega con el plumón sangriento. El anciano cura por un simple pase de ilusionismo que mantiene en el vacío su sonajero ritual, o su sombrero de corteza; pero, como antes, la técnica del plumón sangriento vence holgadamente. El viejo suplica a Quesalid que le explique su técnica; y Quesalid, una vez más, se calla. Entonces, enloquecido, el anciano desaparece con todos los suyos. Este relato autobiográfico, dictado por Quesalid en persona, nos muestra finalmente a un auténtico brujo orgulloso de su técnica, no porque sea más verdadera, sino porque cura mejor que las falsas brujerías que persiste en querer denunciar.
¿Cómo comparar chamán con psicoanalista? En la cura chamánica, el brujo da una representación espectacular y asume, en lugar del enfermo, la transformación de la curación; en la cura psicoanalítica, el “brujo” psicoanalista se calla, y el que se transforma es el enfermo. Sin embargo, el dispositivo es comparable, porque el “brujo”, en ambos casos, representa verdaderamente al grupo, animado por la misma creencia.
En el problema de la enfermedad, que el pensamiento normal no comprende, el psicópata es invitado por el grupo a investir una riqueza afectiva, privada por sí misma de un punto de aplicación. Aparece un equilibrio entre lo que es realmente, en el plano psíquico, una oferta y una demanda; pero con dos condiciones: es preciso que, a través de una colaboración entre la tradición colectiva y la invención individual, se elabore y se modifique continuamente una estructura, es decir, un sistema de oposiciones y correlaciones que integra todos los elementos de una situación total donde brujo, enfermo y público, representaciones y procedimientos, encuentre cada uno su lugar. Y es necesario que, como el enfermo y el brujo, el público participe, por lo menos en ciencia medida, en la abreacción, esa experiencia vivida de un universo de efusiones simbólicas de las que, el enfermo, por enfermo, y el brujo, por psicópata —vale decir, disponiendo uno y otro de experiencias no integrables— puedan permitirle, de lejos, entrever las “iluminaciones” (1958: 200).
Publicada en 1958, la Antropología estructural, que contiene estos dos textos sobre la eficacia simbólica, tenía con qué satisfacer al equipo de Temps modernes, por un lado, y a Jacques Lacan, por el otro; unos porque eran hostiles al ejercicio “alienante” del psicoanálisis, hostilidad que jamás se desmintió; y el otro porque creía encontrar en Lévi-Strauss al compañero de un formalismo materialista que, en efecto, durante un tiempo los reunió. En 1962, al criticar a Sartre, Lévi-Strauss emprende un debate polémico sobre el sentido de la historia; y no tardó en romper con el excéntrico Lacan. En ese tiempo las pasiones eran intensas; los intelectuales chocaban las espadas alrededor del bloque comunista, y Lévi-Strauss no le iba en zaga, haciendo lo propio, por su parte, con Maxime Rodinson, acerca del marxismo, y escribiendo a La Nouvelle Critique una carta que jamás fue publicada.
Descolonización en Indochina, firma de los acuerdos de Ginebra por Pierre Mendès France, comienzo de la guerra de Argelia, retorno del general De Gaulle en 1958; la cuestión era sobre todo actuar sobre el mundo y transformarlo. Antes de la segunda Guerra Mundial, Claude Lévi-Strauss se había comprometido en la acción política, frecuentando la extrema izquierda; hasta se había presentado en las elecciones cantonales. Curiosamente, fue en el momento en que Sartre y Simone de Beauvoir se comprometen por primera vez en su vida cuando Lévi-Strauss se refugia en sus investigaciones.