2. ENTRAREMOS EN LA CARRERA

Todo es sufrimiento. La brillante carrera del joven etnólogo se detuvo en seco con el advenimiento del vergonzoso régimen de Vichy, durante la segunda Guerra Mundial. Judío francés de origen alsaciano, Lévi-Strauss pronto fue exonerado, y, para salvar su vida, se embarcó en un barcucho donde también se encontraban André Breton, padre fundador del surrealismo, como Víctor Serge, trotskista histórico. Tan fastuosas, extravagantes y divertidas como habían sido las travesías transatlánticas hacia Brasil, tan penosa fue la travesía del exilio. Refugiado en Nueva York, Lévi-Strauss se codea con los exiliados de Francia, pero también con las estrellas intelectuales de América; allí conoce al gran lingüista Roman Jakobson, descubre las esculturas amerindias del Noroeste de los Estados Unidos en el museo. Luego, cuando termina la guerra, se convierte en consejero cultural ante la embajada de Francia en los Estados Unidos, en Nueva York.

La experiencia no duró mucho; en 1948 Lévi-Strauss vuelve a ser etnólogo. El resto fue brillantemente clásico: subdirector del Museo del Hombre en 1949; director en la V sección de la Escuela Práctica de Altos Estudios en la cátedra de religiones comparadas de los pueblos sin escritura; luego, en 1959, elección en el Colegio de Francia en una cátedra de antropología social que ocupó hasta 1982; por último, elección en la Academia Francesa en el sillón 29, en 1973. En esa época yo era una de las intelectuales del Partido Comunista francés. Movida por el celo de los neófitos, escribí una carta muy sentida al nuevo académico: ¿qué iba a hacer entre los reaccionarios? La respuesta fue mordaz: una cartita que evocaba sin vueltas la pasmosa cantidad de académicos en la URSS. Fue nuestra única disputa; a mi juicio, haberme respondido fue un rasgo de generosidad.

Clásico como era, lo sigue siendo. Pero en este clasicismo vibra un timbre diferente. No fue totalmente su culpa si, en 1954, le encargaron un relato de viajes que escribió en tres meses, a marcha forzada. Publicado en 1955, Tristes trópicos tuvo un enorme éxito y estuvo a punto de obtener el premio Goncourt, desgraciadamente reservado por estatuto a las novelas. Hable de este libro a su autor y pegará un respingo, convencido de haberlo escrito demasiado a las apuradas, por encima, sin reflexionar. Sin duda. Al forzar su pensamiento, esa velocidad lo obligó a dejar surgir de sí mismo cohetes en forma de fuegos de artificio. Insólitas, desconcertantes, deshilvanadas, saltándose las épocas, los años, las estaciones, anhelantes por tener que rebobinar una vida a toda marcha, las fulguraciones de Tristes trópicos son de aquellas que trazan caminos en la noche. Y la cosa sigue durando.

En la última década del siglo XX, mi viejo amigo fue lo bastante generoso para autorizarme a escribir un libreto de ópera según Tristes trópicos. Me dio los derechos con algunas condiciones: no quería escuchar la música del compositor Georges Aperghis —porque, decía con gracia: “Luego de Schoenberg hay divorcio…”— ni asistir a las representaciones. Tristes trópicos fue creada en la ópera de Estrasburgo en el otoño de 1996, con música de Aperghis, y puesta en escena y decorados de Yannis Kokkos. En uno de los últimos ensayos, los autores de esta fechoría firmamos una carta al héroe: técnicos, iluminadores, cantantes, coreutas, músicos, vestuaristas, acomodadoras: todos firmamos. Habíamos trabajado bien, con fervor. Pero al subir a escena para los saludos, tuve la extraña impresión de haber usurpado algo.

Su otra vida. La primera frase de Tristes trópicos se hizo famosa: “Odio los viajes y a los exploradores”. Y ahí se encadena con los detalles insípidos, los acontecimientos insignificantes que, a modo de aventura, ocupan el sitio de lo cotidiano en el etnólogo. El libro está lleno de eso y, sin embargo, a causa de esos detalles, la potencia del espíritu surge más libremente. De ello dan fe esos episodios extraídos del seno de la fatiga en un campamento de indios tupí-kauahib en 1938. Estamos en Brasil, en la región de Pimienta-Bueno; los indios tupí-kauahib, por miserables que sean, son los últimos descendientes de la gran civilización Tupinambá, uno de cuyos vestigios reales subsiste en el Museo del Hombre, un manto de plumas real, símbolo de la autoridad territorial del jefe. Y de pronto Emidio, campesino reclutado en Cuiaba para ocuparse del cargamento de los animales, se apoya en su fusil por descuido: sale el tiro, tres dedos estropeados, la palma rota. Amputarlo sería privarlo de oficio. Entonces se decide conducir al herido al campamento del doctor Vellard, médico de la expedición, a tres días por el río. Emidio sufre y delira. Los gusanos, que le invadieron la herida, le causan dolores espantosos. Y en esta atmósfera de desastre sobreviene el milagro: los gusanos se comieron la gangrena y, luego de muchas intervenciones sucesivas del doctor Vellard, la mano de Emidio se salva.

Entretanto, mientras conducen a Emidio hacia la sala de auxilios, el etnólogo se habrá encontrado con los tupí-kauahib. “Liquidación melancólica de una cultura moribunda”, escribe. ¡Y sin embargo! El jefe, Taperahi, le reserva una sorpresa al atardecer. Entra en trance y canta, pero con doce voces: él solo encarna los personajes de una farsa cuyo héroe es un pájaro. Dos veces cuatro horas, dos noches seguidas. Hasta el momento en que Taperahi, empuñando un cuchillo, se abalanza sobre su esposa; tienen que dominarlo. Un día, los gusanos curan la gangrena devorándosela; otro día, posesión y trances están en el linde de la música y el mito. Así son las potencias del espíritu: devoradoras, exaltantes, musicales.

Si bienes cierto que, en Tristes trópicos, no siempre son controladas y surgen como un torrente demasiado tiempo contenido, este texto exaltado contiene en germen la casi totalidad de la obra de Lévi-Strauss. A regañadientes, tal vez; en desorden, sin duda; ¡pero con qué fuerza! La suficiente para maravillar a los lectores desde hace más de medio siglo. ¿Es bastante para conocer a Lévi-Strauss? Sí, si sencillamente se quiere respirar el olor de la obra, como Don Giovanni el odor di femine; no, si se quiere comprender uno de los pensamientos más organizados y poderosos del siglo XX.